Canto general
Pablo Neruda
Pablo Neruda
- I -
La lámpara en la tierra [9]
Amor América (1400)
Antes que la peluca y la casaca
fueron los ríos, ríos arteriales:
fueron las cordilleras, en cuya onda raída
el cóndor o la nieve parecían inmóviles:
fue la humedad y la espesura, el trueno 5
sin nombre todavía, las pampas planetarias.
El hombre tierra fue, vasija, párpado
del barro trémulo, forma de la arcilla,
fue cántaro caribe, piedra chibcha,
copa imperial o sílice araucana. 10
Tierno y sangriento fue, pero en la empuñadura
de su arma de cristal humedecido,
las iniciales de la tierra estaban
escritas.
Nadie pudo
recordarlas después: el viento 15
las olvidó, el idioma del agua
fue enterrado, las claves se perdieron
o se inundaron de silencio o sangre.
No se perdió la vida, hermanos pastorales.
Pero como una rosa salvaje 20
cayó una gota roja en la espesura
y se apagó una lámpara de tierra.
Yo estoy aquí para contar la historia.
Desde la paz del búfalo
hasta las azotadas arenas 25
de la tierra final, en las espumas
acumuladas de la luz antártica,
y por las madrigueras despeñadas
de la sombría paz venezolana,
te busqué, padre mío, 30
joven guerrero de tiniebla y cobre,
oh tú, planta nupcial, cabellera indomable,
madre caimán, metálica paloma. [10]
Yo, incásico del légamo,
toqué la piedra y dije: 35
Quién
me espera? Y apreté la mano
sobre un puñado de cristal vacío.
Pero anduve entre llores zapotecas
y dulce era la luz como un venado, 40
y era la sombra como un párpado verde.
Tierra mía sin nombre, sin América,
estambre equinoccial, lanza de púrpura,
tu aroma me trepó por las raíces
hasta la copa que bebía, hasta la más delgada 45
palabra aún no nacida de mi boca. [11]
Vegetaciones
A las tierras sin nombres y sin números
bajaba el viento desde otros dominios,
traía la lluvia hilos celestes,
y el dios de los altares impregnados
devolvía las flores y las vidas. 5
En la fertilidad crecía el tiempo.
El jacarandá elevaba espuma
hecha de resplandores transmarinos,
la araucaria de lanzas erizadas
era la magnitud contra la nieve, 10
el primordial árbol caoba
desde su copa destilaba sangre,
y al Sur de los alerces,
el árbol trueno, el árbol rojo,
el árbol de la espina, el árbol madre, 15
el ceibo bermellón, el árbol caucho,
eran volumen terrenal, sonido,
eran territoriales existencias.
Un nuevo aroma propagado
llenaba, por los intersticios 20
de la tierra, las respiraciones
convertidas en humo y fragancia:
el tabaco silvestre alzaba
su rosal de aire imaginario.
Como una lanza terminada en fuego 25
apareció el maíz, y su estatura
se desgranó y nació de nuevo,
diseminó su harina, tuvo
muertos bajo sus raíces,
y, luego, en su cuna, miró 30
crecer los dioses vegetales.
Arruga y extensión diseminaba
la semilla del viento [12]
sobre las plumas de la cordillera
espesa luz de germen y pezones, 35
aurora ciega amamantada
por los ungüentos terrenales
de la implacable latitud lluviosa,
de las cerradas noches manantiales,
de las cisternas matutinas. 40
Y aún en las llanuras
como láminas de planeta,
bajo un fresco pueblo de estrellas,
rey de la hierba, el ombú detenía
el aire libre, el vuelo rumoroso 45
y montaba la pampa sujetándola
con su ramal de riendas y raíces.
América arboleda,
zarza salvaje entre los mares,
de polo a polo balanceabas, 50
tesoro verde, tu espesura.
Germinaba la noche
en ciudades de cáscaras sagradas,
en sonoras maderas,
extensas hojas que cubrían 55
la piedra germinal, los nacimientos.
Útero verde, americana
sabana seminal, bodega espesa,
una rama nació como una isla,
una hoja fue forma de la espada, 60
una flor fue relámpago y medusa,
un racimo redondeó su resumen,
una raíz descendió a las tinieblas.
II
Algunas bestias
Era el crepúsculo de la iguana.
Desde la arcoirisada crestería
su lengua como un dardo
se hundía en la verdura,
el hormiguero monacal pisaba 5
con melodioso pie la selva,
el guanaco fino como el oxígeno [13]
en las anchas alturas pardas
iba calzando botas de oro,
mientras la llama abría cándidos 10
ojos en la delicadeza
del mundo lleno de rocío.
Los monos trenzaban un hilo
interminablemente erótico
en las riberas de la aurora, 15
derribando muros de polen
y espantando el vuelo violeta
de las mariposas de Muzo.
Era la noche de los caimanes,
la noche pura y pululante 20
de hocicos saliendo del légamo,
y de las ciénagas soñolientas
un ruido opaco de armaduras
volvía al origen terrestre.
El jaguar tocaba las hojas 25
con su ausencia fosforescente,
el puma corre en el ramaje
como el fuego devorador
mientras arden en él los ojos
alcohólicos de la selva. 30
Los tejones rascan los pies
del río, husmean el nido
cuya delicia palpitante
atacarán con dientes rojos.
Y en el fondo del agua magna, 35
como el círculo de la tierra,
está la gigante anaconda
cubierta de barros rituales,
devoradora y religiosa.
III
Vienen los pájaros
Todo era vuelo en nuestra tierra.
Como gotas de sangre y plumas
los cardenales desangraban
el amanecer de Anáhuac.
El tucán era una adorable 5
caja de frutas barnizadas, [14]
el colibrí guardó las chispas
originales del relámpago
y sus minúsculas hogueras
ardían en el aire inmóvil. 10
Los ilustres loros llenaban
la profundidad del follaje
como lingotes de oro verde
recién salidos de la pasta
de los pantanos sumergidos, 15
y de sus ojos circulares
miraba una argolla amarilla,
vieja como los minerales.
Todas las águilas del cielo
nutrían su estirpe sangrienta 20
en el azul inhabitado,
y sobre las plumas carnívoras
volaba encima del mundo
el cóndor, rey asesino,
fraile solitario del cielo, 25
talismán negro de la nieve,
huracán de la cetrería.
La ingeniería del hornero
hacía del barro fragante
pequeños teatros sonoros 30
donde aparecía cantando.
El atajacaminos iba
dando su grito humedecido
a la orilla de los cenotes.
La torcaza araucana hacía 35
ásperos nidos matorrales
donde dejaba el real regalo
de sus huevos empavonados.
La loica del Sur, fragante,
dulce carpintera de otoño, 40
mostraba su pecho estrellado
de constelación escarlata,
y el austral chingolo elevaba
su flauta recién recogida
de la eternidad del agua. 45
Mas, húmedo como un nenúfar,
el flamenco abría sus puertas
de sonrosada catedral, [15]
y volaba como la aurora,
lejos del bosque bochornoso 50
donde cuelga la pedrería
del quetzal, que de pronto despierta,
se mueve, resbala y fulgura
y hace volar su brasa virgen.
Vuela una montaña marina 55
hacia las islas, una luna
de aves que van hacia el Sur,
sobre las islas fermentadas
del Perú.
Es un río vivo de sombra, 60
es un cometa de pequeños
corazones innumerables
que oscurecen el sol del mundo
como un astro de cola espesa
palpitando hacia el archipiélago. 65
Y en el final del iracundo
mar, en la lluvia del océano,
surgen las alas del albatros
como dos sistemas de sal,
estableciendo en el silencio, 70
entre las rachas torrenciales,
con su espaciosa jerarquía
el orden de las soledades.
IV
Los ríos acuden
Amada de los ríos, combatida
por agua azul y gotas transparentes,
como un árbol de venas es tu espectro
de diosa oscura que muerde manzanas:
al despertar desnuda entonces, 5
eras tatuada por los ríos,
y en la altura mojada tu cabeza
llenaba el mundo con nuevos rocíos.
Te trepidaba el agua en la cintura.
Eras de manantiales construida 10
y te brillaban lagos en la frente.
De tu espesura madre recogías [16]
el agua como lágrimas vitales,
y arrastrabas los cauces a la arena
a través de la noche planetaria, 15
cruzando ásperas piedras dilatadas,
rompiendo en el camino
toda la sal de la geología,
cortando bosques de compactos muros,
apartando los músculos del cuarzo. 20
Orinoco
Orinoco, déjame en tus márgenes
de aquella hora sin hora:
déjame como entonces ir desnudo,
entrar en tus tinieblas bautismales.
Orinoco de agua escarlata, 5
déjame hundir las manos que regresan
a tu maternidad, a tu transcurso,
río de razas, patria de raíces,
tu ancho rumor, tu lámina salvaje
viene de donde vengo, de las pobres 10
y altivas soledades, de un secreto
como una sangre, de una silenciosa
madre de arcilla.
Amazonas
Amazonas,
capital de las sílabas del agua,
padre patriarca, eres
la eternidad secreta
de las fecundaciones, 5
te caen ríos como aves, te cubren
los pistilos color de incendio,
los grandes troncos muertos te pueblan de perfume,
la luna no te puede vigilar ni medirte.
Eres cargado con esperma verde 10
como un árbol nupcial, eres plateado
por la primavera salvaje,
eres enrojecido de maderas,
azul entre la luna de las piedras,
vestido de vapor ferruginoso, 15
lento como un camino de planeta.
Tequendama
Tequendama, recuerdas
tu solitario paso en las alturas
sin testimonio, hilo
de soledades, voluntad delgada,
línea celeste, flecha de platino, 5 [17]
recuerdas paso y paso
abriendo muros de oro
hasta caer del cielo en el teatro
aterrador de la piedra vacía?
Bío-Bío
Pero háblame, Bío-Bío,
son tus palabras en mi boca
las que resbalan, tú me diste
el lenguaje, el canto nocturno
mezclado con lluvia y follaje. 5
Tú, sin que nadie mirara a un niño,
me contaste el amanecer
de la tierra, la poderosa
paz de tu reino, el hacha enterrada
con un ramo de flechas muertas, 10
lo que las hojas del canelo
en mil años te relataron,
y luego te vi entregarte al mar
dividido en bocas y senos,
ancho y florido, murmurando 15
una historia color de sangre.
V
Minerales
Madre de los metales, te quemaron,
te mordieron, te martirizaron,
te corroyeron, te pudrieron
más tarde, cuando los ídolos
ya no pudieron defenderte. 5
Lianas trepando hacia el cabello
de la noche selvática, caobas
formadoras del centro de las flechas,
hierro agrupado en el desván florido,
garra altanera de las conductoras 10
águilas de mi tierra,
agua desconocida, sol malvado,
ola de cruel espuma,
tiburón acechante, dentadura
de las cordilleras antárticas, 15
diosa serpiente vestida de plumas
y enrarecida por azul veneno,
fiebre ancestral inoculada
por migraciones de alas y de hormigas,
tembladerales, mariposas 20 [18]
de aguijón ácido, maderas
acercándose al mineral,
por qué el coro de los hostiles
no defendió el tesoro?
Madre de las piedras 25
oscuras que teñirían
de sangre tus pestañas!
La turquesa
de sus etapas, del brillo larvario
nacía apenas para las alhajas 30
del sol sacerdotal, dormía el cobre
en sus sulfúricas estratas,
y el antimonio iba de capa en capa
a la profundidad de nuestra estrella.
La hulla brillaba de resplandores negros 35
como el total reverso de la nieve,
negro hielo enquistado en la secreta
tormenta inmóvil de la tierra,
cuando un fulgor de pájaro amarillo
enterró las corrientes del azufre 40
al pie de las glaciales cordilleras.
El vanadio se vestía de lluvia
para entrar a la cámara del oro,
afilaba cuchillos el tungsteno
y el bismuto trenzaba 45
medicinales cabelleras.
Las luciérnagas equivocadas
aún continuaban en la altura,
soltando goteras de fósforo
en el surco de los abismos 50
y en las cumbres ferruginosas.
Son las viñas del meteoro,
los subterráneos del zafiro.
El soldadito en las mesetas
duerme con ropa de estaño. 55
El cobre establece sus crímenes
en las tinieblas insepultas
cargadas de materia verde,
y en el silencio acumulado
duermen las momias destructoras. 60
En la dulzura chibcha el oro
sale de opacos oratorios [19]
lentamente hacia los guerreros,
se convierte en rojos estambres,
en corazones laminados, 65
en fosforescencia terrestre,
en dentadura fabulosa.
Yo duermo entonces con el sueño
de una semilla, de una larva,
y las escalas de Querétaro 70
bajo contigo.
Me esperaron
las piedras de luna indecisa,
la joya pesquera del ópalo,
el árbol muerto en una iglesia
helada por las amatistas. 75
Cómo podías, Colombia oral,
saber que tus piedras descalzas
ocultaban una tormenta
de oro iracundo,
cómo, patria 80
de la esmeralda, ibas a ver
que la alhaja de muerte y mar,
el fulgor en su escalofrío,
escalaría las gargantas
de los dinastas invasores? 85
Eras pura noción de piedra,
rosa educada por la sal,
maligna lágrima enterrada,
sirena de arterias dormidas,
belladona, serpiente negra. 90
(Mientras la palma dispersaba
su columna en altas peinetas
iba la sal destituyendo
el esplendor de las montañas,
convirtiendo en traje de cuarzo 95
las gotas de lluvia en las hojas
y transmutando los abetos
en avenidas de carbón.)
Corrí por los ciclones al peligro
y descendí a la luz de 1a esmeralda, 100
ascendí al pámpano de los rubíes,
pero callé para siempre en la estatua
del nitrato extendido en el desierto.
Vi cómo en la ceniza [20]
del huesoso altiplano 105
levantaba el estaño
sus corales ramajes de veneno
hasta extender como una selva
la niebla equinoccial, hasta cubrir el sello
de nuestras cereales monarquías. 110
VI
Los hombres
Como la copa de la arcilla era
la raza mineral, el hombre
hecho de piedras y de atmósfera,
limpio como los cántaros, sonoro.
La luna amasó a los caribes, 5
extrajo oxígeno sagrado,
machacó flores y raíces.
Anduvo el hombre de las islas
tejiendo ramos y guirnaldas
de polymitas azufradas, 10
y soplando el tritón marino
en la orilla de las espumas.
El tarahumara se vistió de aguijones
y en la extensión del Noroeste
con sangre y pedernales creó el fuego, 15
mientras el universo iba naciendo
otra vez en la arcilla del tarasco:
los mitos de las tierras amorosas,
la exuberancia húmeda de donde
lodo sexual y frutas derretidas 20
iban a ser actitud de los dioses
o pálidas paredes de vasijas.
Como faisanes deslumbrantes
descendían los sacerdotes
de las escaleras aztecas. 25
Los escalones triangulares
sostenían el innumerable
relámpago de las vestiduras.
Y la pirámide augusta,
piedra y piedra, agonía y aire, 30
en su estructura dominadora
guardaba como una almendra [21]
un corazón sacrificado.
En un trueno como un aullido
caía la sangre por 35
las escalinatas sagradas.
Pero muchedumbre de pueblos
tejían la fibra, guardaban
el porvenir de las cosechas,
trenzaban el fulgor de la pluma, 40
convencían a la turquesa,
y en enredaderas textiles
expresaban la luz del mundo.
Mayas, habíais derribado
el árbol del conocimiento. 45
Con olor de razas graneras
se elevaban las estructuras
del examen y de la muerte,
y escrutabais en los cenotes,
arrojándoles novias de oro, 50
la permanencia de los gérmenes.
Chichén, tus rumores crecían
en el amanecer de la selva.
Los trabajos iban haciendo
la simetría del panal 55
en tu ciudadela amarilla,
y el pensamiento amenazaba
la sangre de los pedestales,
desmontaba el cielo en la sombra,
conducía la medicina, 60
escribía sobre las piedras.
Era el Sur un asombro dorado.
Las altas soledades
de Macchu Picchu en la puerta del cielo
estaban llenas de aceites y cantos, 65
el hombre había roto las moradas
de grandes aves en la altura,
y en el nuevo dominio entre las cumbres
el labrador tocaba las semillas
con sus dedos heridos por la nieve. 70
El Cuzco amanecía como un
trono de torreones y graneros
y era la flor pensativa del mundo
aquella raza de pálida sombra
en cuyas manos abiertas temblaban 75 [22]
diademas de imperiales amatistas.
Germinaba en las terrazas
el maíz de las altas tierras
y en los volcánicos senderos
iban los vasos y los dioses. 80
La agricultura perfumaba
el reino de las cocinas
y extendía sobre los techos
un manto de sol desgranado.
(Dulce raza, hija de sierras, 85
estirpe de torre y turquesa,
ciérrame los ojos ahora,
antes de irnos al mar
de donde vienen los dolores.)
Aquella selva azul era una gruta 90
y en el misterio de árbol y tiniebla
el guaraní cantaba como
el humo que sube en la tarde,
el agua sobre los follajes,
la lluvia en un día de amor, 95
la tristeza junto a los ríos.
En el fondo de América sin nombre
estaba Arauco entre las aguas
vertiginosas, apartado
por todo el frío del planeta. 100
Mirad el gran Sur solitario.
No se ve humo en la altura.
Sólo se ven los ventisqueros
y el vendaval rechazado
por las ásperas araucarias. 105
No busques bajo el verde espeso
el canto de la alfarería.
Todo es silencio de agua y viento.
Pero en las hojas mira el guerrero.
Entre los alerces un grito. 110
Unos ojos de tigre en medio
de las alturas de la nieve.
Mira las lanzas descansando.
Escucha el susurro del aire [23]
atravesado por las flechas. 115
Mira los pechos y las piernas
y las cabelleras sombrías
brillando a la luz de la luna.
Mira el vacío de los guerreros.
No hay nadie. Trina la diuca 120
como el agua en la noche pura.
Cruza el cóndor su vuelo negro.
No hay nadie. ¿Escuchas? Es el paso
del puma en el aire y las hojas.
No hay nadie. Escucha. Escucha el árbol, 125
escucha el árbol araucano.
No hay nadie. Mira las piedras.
Mira las piedras de Arauco.
No hay nadie, sólo son los árboles.
Sólo son las piedras, Arauco. 130 [25]
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