The Deep Conspiracy, Athens, Greece

Δευτέρα 15 Φεβρουαρίου 2010

CONFIESO QUE HE VIVIDO - PABLO NERUDA (4. LA SOLEDAD LUMINOSA)



IMÁGENES DE LA SELVA
Sumergido en estos recuerdos debo despertar de pronto. Es el ruido del mar. Escribo en Isla Negra,
en la costa, cerca de Valparaíso. Recién se han calmado grandes vendavales que azotaron el litoral. El
océano —que más que mirarlo yo desde mi ventana me mira él con mil ojos de espuma—conserva aún en
su oleaje la terrible persistencia de la tormenta.
¡Qué años lejanos! Reconstruirlos es como si el sonido de las olas que ahora escucho entrara
intermitentemente dentro de mí, a veces arrullándome para dormirme, otras veces con el brusco destello de
una espada. Recogeré esas imágenes sin cronología, tal como estas olas que van y vienen.
1929. De noche. Veo la multitud agrupada en la calle. Es una fiesta musulmana. Han preparado una
larga trinchera en medio de la calle y la han rellenado de brasas. Me acerco. Me enciende la cara el vigor de
las brasas que se han acumulado, bajo una levísima capa de ceniza, sobre la cinta escarlata de fuego vivo.
De pronto aparece un extraño personaje. Con el rostro tiznado de blanco y rojo viene en hombros de cuatro
hombres vestidos también de rojo. Lo bajan, comienza a andar tambaleante por las brasas, y grita mientras
camina:
—¡Alá! ¡Alá!
El inmenso gentío devora atónito la escena. Ya el mago recorrió incólume la larga cinta de brasas.
Entonces se desprende un hombre de la multitud, se saca sus sandalias y hace con el pie desnudo el
mismo recorrido. Interminablemente van saliendo voluntarios. Algunos se detienen en mitad de la trinchera
para talonear en el fuego al grito de "¡Alá! ¡Alá!", aullando con horribles gestos, torciendo la mirada hacia el
cielo. Otros pasan con sus niños en los brazos. Ninguno se quema; o tal vez se queman y uno no lo sabe.
Junto al río sagrado se eleva el templo de Khali, la diosa de la muerte. Entramos mezclados con
centenares de peregrinos que han llegado desde el fondo de la provincia hindú, a conquistar su gracia.
Atemorizados, harapientos, son empujados por los brahmines que a cada paso se hacen pagar por algo.
Los brahmines levantan uno de los siete velos de la diosa execrable y, cuando lo levantan, suena un golpe
de gong como para desplomar el mundo. Los peregrinos caen de rodillas, saludan con las manos juntas,
tocan el suelo con la frente, y siguen marchando hasta el próximo velo. Los sacerdotes los hacen converger
a un patio donde decapitan cabros de un solo hachazo y cobran nuevos tributos. Los balidos de los
animales heridos son ahogados por los golpes de gong. Las paredes de cal sucia se salpican de sangre
hasta el techo. La diosa es una figura de cara oscura y ojos blancos. Una lengua escarlata de dos metros
baja desde su boca hasta el suelo. De sus orejas, de su cuello, cuelgan collares de cráneos y emblemas de
la muerte. Los peregrinos pagan sus últimas monedas antes de ser empujados a la calle.
Eran muy distintos de aquellos peregrinos sumisos los poetas que me rodearon para decirme sus
canciones y sus versos. Acompañándose con sus tamboriles, vestidos con sus talares ropas blancas,
sentados en cuclillas sobre el pasto, cada uno de ellos lanzaba un ronco, entrecortado grito, y de sus labios
subía una canción que él había compuesto con la misma forma y metro de las canciones antiguas,
milenarias. Pero el sentido de las canciones había cambiado. Estas no eran canciones de sensualidad, de
goce, sino canciones de protesta, canciones contra el hambre, canciones escritas en las prisiones. Muchos
de estos jóvenes poetas que encontré a todo lo largo de la India, y cuyas miradas sombrías no podré
olvidar, acababan de salir de la cárcel, iban a regresar a sus muros, tal vez mañana. Porque ellos
pretendían sublevarse contra la miseria y contra los dioses. Esta es la época que nos ha tocado vivir. Y éste
es el siglo de oro de la poesía universal. Mientras los nuevos cánticos son perseguidos, un millón de
hombres duerme noche a noche junto al camino, en las afueras de Bombay. Duermen, nacen y mueren. No
hay casas, ni pan, ni medicinas. En tales condiciones ha dejado su imperio colonial la civilizada, orgullosa
Inglaterra. Se ha despedido de sus antiguos súbditos sin dejarles escuelas, ni industrias, ni viviendas, ni
hospitales, sino prisiones y montañas de botellas de whisky vacías.
El recuerdo del orangután Rango es otra imagen tierna, que viene de las olas. En Medán, Sumatra,
toqué algunas veces la puerta de aquel ruinoso jardín botánico. Ante mi asombro, era él quien vino cada vez
a abrirme. Tomados de la mano recorríamos un sendero hasta sentarnos en una mesa que él golpeaba con
sus dos manos y sus dos pies. Entonces aparecía un camarero que nos servía una jarra de cerveza, no
muy chica ni muy grande, buena para el orangután y para el poeta.
En el zoológico de Singapur veíamos al pájaro lira dentro de una jaula, fosforescente y colérico,
espléndido en su belleza de ave recién salida del edén. Y un poco más allá se paseaba en su jaula una
pantera negra, aún olorosa a la selva de donde vino. Era un fragmento curioso de la noche estrellada, una
cinta magnética que se agitaba sin cesar, un volcán negro y elástico que quería arrasar el mundo, un
dínamo de fuerza pura que ondulaba; y dos ojos amarillos, certeros como puñales, que interrogaban con su
fuego, que no comprendían ni la prisión ni al género humano.
Llegamos al extraño templo de La Serpiente en los suburbios de la ciudad de Penang, en lo que
antes se llamaba la Indochina.
Este templo está muy descrito por viajeros y periodistas. Con tantas guerras, tantas destrucciones y
tanto tiempo y lluvia que han caído sobre las calles de Penang, no sé si existirá todavía. Bajo el techo de
tejas un edificio bajo y negruzco, carcomido por las lluvias tropicales, entre el espesor de las grandes hojas
de los plátanos. Olor a humedad. Aroma de frangipanes. Cuando entramos al templo no vemos nada en la
penumbra. Un fuerte olor a incienso y por allá algo que se mueve. Es una serpiente que se despereza. Poco
a poco notamos que hay algunas otras. Luego observamos que tal vez son docenas. Más tarde
comprendemos que hay centenares o miles de serpientes. Las hay pequeñas enroscadas a los
candelabros, las hay oscuras, metálicas y delgadas, todas parecen adormecidas y saciadas. En efecto, por
todas partes se ven finas fuentes de porcelana, algunas rebosantes de leche, otras llenas de huevos. Las
serpientes no nos miran. Pasamos rozándolas por los estrechos laberintos del templo, están sobre nuestras
cabezas, colgadas de la arquitectura dorada, duermen en la manpostería, se enroscan sobre los altares. He
ahí a la temible víbora de Russell; se está tragando un huevo junto a una docena de mortíferas serpientes
coral, cuyos anillos de color escarlata anuncian su veneno instantáneo. Distinguí la "fer de lance", varios
grandes pitones, la "coluber derusi" y la "coluber noya". Serpientes verdes, grises, azules, negras,
rellenaban la sala. Todo en silencio. De cuando en cuando algún bonzo vestido de azafrán atraviesa la
sombra. El brillante color de su túnica lo hace parecer una serpiente más, movediza y perezosa, en busca
de un huevo o de una fuente de leche.
¿Trajeron hasta aquí a estas culebras? ¿Cómo se acostumbraron? A nuestras preguntas nos
responden con una sonrisa, diciéndonos que vinieron solas, y que se irán solas cuando les dé la gana. Lo
cierto es que las puertas están abiertas y no hay rejillas o vidrios ni nada que las obligue a quedarse en el
templo.
El autobús salía de Penang y debía cruzar la selva y las aldeas de Indochina para llegar a Saigón.
Nadie entendía mi idioma ni yo entendía el de nadie. Nos parábamos en recodos de la selva virgen, a lo
largo del interminable camino, y descendían los viajeros, campesinos de extrañas vestiduras, taciturna
dignidad y ojos oblicuos. Ya quedaban sólo tres o cuatro dentro del imperturbable carromato que chirriaba y
amenazaba desintegrarse bajo la noche caliente.
De repente me sentí presa de pánico. ¿Dónde estaba? ¿Adonde iba? ¿Por qué pasaba esa noche
larguísima entre desconocidos? Atravesábamos Laos y Camboya. Observé los rostros impenetrables de mis
últimos compañeros de viaje. Iban con los ojos abiertos. Sus facciones me parecieron patibularias. Me
hallaba, sin duda, entre típicos bandidos de un cuento oriental.
Se cambiaban miradas de inteligencia y me observaban de soslayo. En ese mismo momento el
autobús se detuvo silenciosamente en plena selva. Escogí mi sitio para morir. No permitiría que me llevaran
a ser sacrificado bajo aquellos árboles ignotos cuya sombra oscura ocultaba el cielo. Moriría allí, en un
banco del desvencijado autobús, entre cestas de vegetales y jaulas de gallinas que eran lo único familiar
dentro de aquel minuto terrible. Miré a mi alrededor, decidido a enfrentar la saña de mis verdugos, y advertí
que también ellos habían desaparecido.
Esperé largo tiempo, solo, con el corazón acongojado por la oscuridad intensa de la noche extranjera.
¡Iba a morir sin que nadie lo supiera! ¡Tan lejos de mi pequeño país amado! ¡Tan separado de todos mis
amores y de mis libros!
De pronto apareció una luz y otra luz. El camino se llenó de luces. Sonó un tambor; estallaron las
notas estridentes de la música camboyana. Flautas, tamboriles y antorchas llenaron de claridades y sonidos
el camino. Subió un hombre que me dijo en inglés:
—El autobús ha sufrido un desperfecto. Como será larga la espera, tal vez hasta el amanecer, y no
hay aquí dónde dormir, los pasajeros han ido a buscar una troupe de músicos y bailarines para que usted se
entretenga.
Durante horas, bajo aquellos árboles que ya no me amenazaban, presencié las maravillosas danzas
rituales de una noble y antigua cultura y escuché hasta que salió el sol la deliciosa música que invadía el
camino.
El poeta no puede temer del pueblo. Me pareció que la vida me hacía una advertencia y me
enseñaba para siempre una lección: la lección del honor escondido, de la fraternidad que no conocemos, de
la belleza que florece en la oscuridad.
CONGRESO EN LA INDIA
Hoy es un día de esplendor. Estamos en el Congreso de la India. Una nación en plena lucha por su
liberación. Miles de delegados llenan las galerías. Conozco personalmente a Gandhi. Y al Pandit Motilal
Nehru, también patriarca del movimiento. Y a su hijo, el elegante joven Jawahrial, recién llegado de
Inglaterra. Nehru es partidario de la independencia, mientras que Gandhi sostiene la simple autonomía
como paso necesario. Gandhi: una cara fina de sagacísimo zorro; un hombre práctico; un político parecido a
nuestros viejos dirigentes criollos; maestro en comités, sabio en tácticas, infatigable. En tanto la multitud es
una corriente interminable que toca adorativamente el borde de su túnica blanca y grita "¡Ghandiji! Ghandiji",
él saluda someramente y sonríe sin quitarse las gafas. Recibe y lee mensajes; contesta telegramas; todo sin
esfuerzo; es un santo que no se gasta. Nehru: un inteligente académico de su revolución.
Gran figura de aquel congreso fue Subhas Chandra Bose, impetuoso demagogo, violento
antiimperialista, fascinante figura política de su patria. En la guerra del 14, durante la invasión japonesa, se
unió a éstos, en contra del imperio inglés. Muchos años después, aquí en la India, uno de sus compañeros
me cuenta cómo cayó el fuerte de Singapur:
—Teníamos nuestras armas dirigidas hacia los japoneses sitiadores. De pronto nos preguntamos...
¿y por qué? Hicimos dar vuelta a nuestros soldados y las apuntamos en contra de las tropas inglesas. Fue
muy sencillo. Los japoneses eran invasores transitorios. Los ingleses parecían eternos.
Subhas Chandra Bose fue detenido, juzgado y condenado a muerte por los tribunales británicos de la
India, como culpable de alta traición. Se multiplicaron las protestas, impulsadas por la ola independentista.
Por fin, después de muchas batallas legales, su abogado —precisamente Nehru—logró su amnistía. Desde
aquel instante se convirtió en héroe popular.
LOS DIOSES RECOSTADOS
...Por todas partes las estatuas de Buda, de Lord Buda... Las severas verticales, carcomidas
estatuas, con un dorado como de resplandor animal, con una disolución como si el aire las desgastara... Les
brotan en las mejillas, en los pliegues de la túnica, en codos y ombligos y boca y sonrisa, pequeñas
máculas: hongos, porosidades, huellas excrementicias de la selva... O bien las yacentes, las inmensas
yacentes, las estatuas de cuarenta metros de piedra, de granito arenero, pálidas, tendidas entre las
susurrantes frondas, inesperadas, surgiendo de algún rincón de la selva, de alguna circundante
plataforma... Dormidas o no dormidas, allí llevan cien años, mil años, mil veces mil años... Pero son suaves,
con una conocida ambigüedad metaterrena, aspirantes a quedarse y a irse... Y esa sonrisa de suavísima
piedra, esa majestad imponderable hecha sin embargo de piedra dura, perpetua, ¿a quién sonríen, a
quiénes, sobre la tierra sangrienta?... Pasaron las campesinas que huían, los hombres del incendio, los
guerreros enmascarados, los falsos sacerdotes, los devorantes turistas... Y se mantuvo en su sitio la
estatua, la inmensa piedra con rodillas, con pliegues en la túnica de piedra, con la mirada perdida y no
obstante existente, enteramente inhumana y en alguna forma también humana, en alguna forma o en
alguna contradicción estatuaria, siendo y no siendo dios, siendo y no siendo piedra, bajo el graznido de las
aves negras, entre el aleteo de las aves rojas, de las aves de la selva... De alguna manera pensamos en los
terribles Cristos españoles que nosotros heredamos con llagas y todo, con pústulas y todo, con cicatrices y
todo, con ese olor a vela, a humedad, a pieza encerrada que tienen las iglesias... Esos Cristos también
dudaron entre ser hombres y dioses... Para hacerlos hombres, para aproximarlos más a los que sufren, a
las parturientas y a los decapitados, a los paralíticos y a los avaros, a la gente de iglesias y a la que rodea
las iglesias, para hacerlos humanos, los estatuarios los dotaron de horripilantes llagas, hasta que se
convirtió todo aquello en la religión del suplicio, en el peca y sufre, en el no pecas y sufres, en el vive y
sufre, sin que ninguna escapatoria te librara... Aquí no, aquí la paz llegó a la piedra... Los estatuarios se
rebelaron contra los cánones del dolor y estos Budas colosales, con pies de dioses gigantes, tienen en el
rostro una sonrisa de piedra que es sosegadamente humana, sin tanto sufrimiento... Y de ellos mana un
olor, no a habitación muerta, no a sacristía y telarañas, sino a espacio vegetal, a ráfagas que de pronto caen
huracanadas, con plumas, hojas, polen de la infinita selva...
DESVENTURADA FAMILIA HUMANA
He leído en algunos ensayos sobre poesía que mi permanencia en Extremo Oriente influye en
determinados aspectos de mi obra, especialmente en Residencia en la tierra. En verdad, mis únicos versos
de aquel tiempo fueron los de Residencia en la tierra, pero, sin atreverme a sostenerlo en forma tajante,
digo que me parece equivocado eso de la influencia.
Todo el esoterismo filosófico de los países orientales, confrontado con la vida real, se revelaba como
un subproducto de la inquietud, de la neurosis, de la desorientación y del oportunismo occidentales; es
decir, de la crisis de principios del capitalismo. En la India no había por aquellos años muchos sitios para las
contemplaciones del ombligo profundo. Una vida de brutales exigencias materiales, una condición colonial
cimentada en la más acendrada abyección, miles de muertos cada día, de cólera, de viruela, de fiebres y de
hambre, organizaciones feudales desequilibradas por su inmensa población y su pobreza industrial,
imprimían a la vida una gran ferocidad en la que los reflejos místicos desaparecían.
Casi siempre los núcleos teosóficos eran dirigidos por aventureros occidentales, sin faltar americanos
del Norte y del Sur. No cabe duda que entre ellos había gente de buena fe, pero la generalidad explotaba un
mercado barato donde se vendían, al por mayor, amuletos y fetiches exóticos, envueltos en pacotilla
metafísica. Esa gente se llenaba la boca con el Dharma y el Yoga.
Les encantaba la gimnasia religiosa impregnada de vacío y palabrería.
Por tales razones, el Oriente me impresionó como una grande y desventurada familia humana, sin
destinar sitio en mi conciencia para sus ritos ni para sus dioses. No creo, pues, que mi poesía de entonces
haya reflejado otra cosa que la soledad de un forastero trasplantado a un mundo violento y extraño.
Recuerdo a uno de aquellos turistas del ocultismo, vegetariano y conferenciante. Era un tipo
pequeñito, de mediana edad, calva reluciente y total, clarísimos ojos azules, mirada penetrante y cínica, de
apellido Powers. Venía de Norteamérica, de California, profesaba la religión budista, y sus conferencias
concluían siempre con la siguiente prescripción dietética: "Como lo decía Rockefeller, aliméntese con una
naranja al día".
Este Powers me cayó simpático por su alegre frescura. Hablaba español. Después de sus
conferencias nos íbamos a devorar juntos grandes panzadas de cordero asado (khebab) con cebolla. Era
un budista teológico, no sé si legítimo o ilegítimo, con una voracidad más auténtica que el contenido de sus
conferencias.
Pronto se prendó primero de una muchacha mestiza, enamorada de su smoking y de sus teorías, una
señorita anémica, de mirada doliente, que lo creía un dios, un viviente Buda. Así comienzan las religiones.
Al cabo de algunos meses de ese amor me vino a buscar un día para que presenciara un nuevo
casamiento suyo. En su motocicleta, que le proporcionaba una firma comercial a la cual servía como
vendedor de refrigeradoras, dejamos velozmente atrás bosques, monasterios y arrozales. Llegamos por fin
a una pequeña aldea de construcción china y habitantes chinos. Recibieron a Powers con cohetes y música,
mientras la novia jovencita permanecía sentada, maquillada de blanco como un ídolo, en una silla más alta
que las otras. Al compás de la música tomamos limonadas de todos colores. En ningún momento se
dirigieron la palabra Powers y su nueva esposa.
Regresamos a la ciudad. Powers me explicó que en ese rito sólo la novia se casaba. Las ceremonias
continuarían sin necesidad de que él estuviera presente. Más tarde regresaría a vivir con ella.
—¿Se da usted cuenta de que está practicando la poligamia? —le pregunté.
—Mi otra esposa lo sabe y estará muy contenta —respondió. En esa afirmación suya había tanta
verdad como en su historia de la naranja cada día. Una vez que llegamos a su casa, la casa de su primera
mujer, hallamos a ésta, una mestiza doliente, agonizando con su taza de veneno en el velador y una carta
de despedida. Su cuerpo moreno, totalmente desnudo, estaba inmóvil bajo el mosquitero. Duró varias horas
su agonía.
Acompañé a Powers, a pesar de que comenzaba a sentirlo repulsivo, porque sufría evidentemente. El
cínico que llevaba por dentro se le había desmoronado. Acudí con él a la ceremonia funeral. En la ribera de
un río colocamos el ataúd barato sobre un altillo de leña. Powers aplicó fuego a las chamizas con un
fósforo, murmurando frases rituales en sánscrito.
Unos cuantos musicantes vestidos con túnicas anaranjadas salmodiaban o soplaban tristísimos
instrumentos. La leña se apagaba a medio consumir y era preciso reavivar la candela con los fósforos. El río
corría indiferente dentro de sus márgenes. El cielo azul eterno del Oriente demostraba también una absoluta
impasibilidad, un infinito desamor hacia aquel triste funeral solitario de una pobre abandonada.
Mi vida oficial funcionaba una sola vez cada tres meses, cuando arribaba un barco de Calcuta que
transportaba parafina sólida y grandes cajas de té para Chile. Afiebradamente debía timbrar y firmar
documentos. Luego vendrían otros tres meses de inacción, de contemplación ermitaña de mercados y
templos. Esta es la época más dolorosa de mi poesía.
La calle era mi religión. La calle birmana, la ciudad china con sus teatros al aire libre y sus dragones
de papel y sus espléndidas linternas. La calle hindú, la más humilde, con sus templos que eran el negocio
de una casta, y la gente pobre prosternada afuera en el barro. Los mercados donde las hojas de betel se
levantaban en pirámides verdes como montañas de malaquita. Las pajarerías, los sitios de venta de fieras y
pájaros salvajes. Las calles ensortijadas por las que transitaban las birmanas cimbreantes con un largo
cigarro en la boca. Todo eso me absorbía y me iba sumergiendo poco a poco en el sortilegio de la vida real.
Las castas tenían clasificada la población india como en un coliseo paralelepípedo de galerías
superpuestas en cuyo tope se sentaban los dioses. Los ingleses mantenían a su vez su escalafón de castas
que iba desde el pequeño empleado de tienda, pasaba por los profesionales e intelectuales, seguía con los
exportadores, y culminaba con la azotea del aparato en la cual se sentaban cómodamente los aristócratas
del Civil Service y los banqueros del empire.
Estos dos mundos no se tocaban. La gente del país no podía entrar a los sitios destinados a los
ingleses, y los ingleses vivían ausentes de la palpitación del país. Tal situación me trajo dificultades. Mis
amigos británicos me vieron en un vehículo denominado gharry, cochecito especializado en rodantes y
efímeras citas galantes, y me advirtieron amablemente que un cónsul como yo no debía usar esos vehículos
por ningún motivo. También me intimaron que no debía sentarme en un restaurant persa, sitio lleno de vida
donde yo tomaba el mejor té del mundo en pequeñas tazas transparentes. Estas fueron las últimas
amonestaciones. Después dejaron de saludarme.
Yo me sentí feliz con el boicot. Aquellos europeos prejuiciosos no eran muy interesantes que digamos
y, a fin de cuentas, yo no había venido a Oriente a convivir con colonizadores transeúntes, sino con el
antiguo espíritu de aquel mundo, con aquella grande y desventurada familia humana. Me adentré tanto en el
alma y la vida de esa gente, que me enamoré de una nativa. Se vestía como una inglesa y su nombre de
calle era Josie Bliss. Pero en la intimidad de su casa, que pronto compartí, se despojaba de tales prendas y
de tal nombre para usar su deslumbrante sarong y su recóndito nombre binnano.
TANGO DEL VIUDO
Tuve dificultades en mi vida privada. La dulce Josie Bliss fue reconcentrándose y apasionándose
hasta enfermar de celos. De no ser por eso, tal vez yo hubiera continuado indefinidamente junto a ella.
Sentía ternura hacia sus pies desnudos, hacia las blancas flores que brillaban sobre su cabellera oscura.
Pero su temperamento la conducía hasta un paroxismo salvaje. Tenía celos y aversión a las cartas que me
llegaban de lejos; escondía mis telegramas sin abrirlos; miraba con rencor el aire que yo respiraba.
A veces me despertó una luz, un fantasma que se movía detrás del mosquitero. Era ella, vestida de
blanco, blandiendo su largo y afilado cuchillo indígena. Era ella paseando horas enteras alrededor de mi
cama sin decidirse a matarme. "Cuando te mueras se acabarán mis temores", me decía. Al día siguiente
celebraba misteriosos ritos en resguardo a mi fidelidad.
Acabaría por matarme. Por suerte, recibí un mensaje oficial que me participaba mi traslado a Ceilán.
Preparé mi viaje en secreto, y un día, abandonando mi ropa y mis libros, salí de la casa como de costumbre
y subí al barco que me llevaría lejos.
Dejaba a Josie Bliss, especie de pantera birmana, con el más grande dolor. Apenas comenzó el
barco a sacudirse en las olas del golfo de Bengala, me puse a escribir el poema "Tango del viudo", trágico
trozo de mi poesía destinado a la mujer que perdí y me perdió porque en su sangre crepitaba sin descanso
el volcán de la cólera. ¡Qué noche tan grande, qué tierra tan sola!
EL OPIO
...Había calles enteras dedicadas al opio.. Sobre bajas tarimas se extendían los fumadores... Eran los
verdaderos lugares religiosos de la India... No tenían ningún lujo, ni tapicerías, ni cojines de seda... Todo era
tablas sin pintar, pipas de bambú y almohadas de loa china... Flotaba un aire de decoro y austeridad que no
existía en los templos... Los hombres adormecidos no hacían movimiento ni ruido... Fumé una pipa... No era
nada... Era un humo caliginoso, tibio y lechoso... Fumé cuatro pipas y estuve cinco días enfermo, con
náuseas que me venían desde la espina dorsal, que me bajaban del cerebro... Y un odio al sol, a la
existencia... El castigo del opio... Pero aquello no podía ser todo... Tanto se había dicho, tanto se había
escrito, tanto se había hurgado en los maletines y en las maletas, tratando de atrapar en las aduanas el
veneno, el famoso veneno sagrado... Había que vencer el asco... Debía conocer el opio, saber el opio, para
dar mi testimonio... Fumé muchas pipas, hasta que conocí... No hay sueños, no hay imágenes, no hay
paroxismo... Hay un debilitamiento melódico, como si una nota infinitamente suave se prolongara en la
atmósfera... Un desvanecimiento, una oquedad dentro de uno... Cualquier movimiento, del codo, de la nuca,
cualquier sonido lejano de carruaje, un bocinazo o un grito callejero, entran a formar parte de un todo, de
una reposante delicia... Comprendí por qué los peones de plantación, los jornaleros, los rickshamen que
tiran y tiran del ricksha todo el día, se quedaban allí de pronto, oscurecidos, inmóviles... El opio no era el
paraíso de los exotistas que me habían pintado, sino la escapatoria de los explotados.. Todos aquellos del
fumadero eran pobres diablos... No había ningún cojín bordado, ningún indicio de la menor riqueza... Nada
brillaba en el recinto, ni siquiera los semicerrados ojos de los fumadores... ¿Descansaban, dormían?...
Nunca lo supe... Nadie hablaba... Nadie hablaba nunca... No había muebles, alfombras, nada... Sobre las
tarimas gastadas, suavísimas de tanto tacto humano, se veían unas pequeñas almohadas de madera...
Nada más, sino el silencio y el aroma del opio, extrañamente repulsivo y poderoso... Sin duda existía allí un
camino hacia el aniquilamiento... El opio de los magnates, de los colonizadores, se destinaba a los
colonizados... Los fumaderos tenían a la puerta su expendio autorizado, su número y su patente... En el
interior reinaba un gran silencio opaco, una inacción que amortiguaba la desdicha y endulzaba el
cansancio... Un silencio caliginoso, sedimento de muchos sueños truncos que hallaban su remanso...
Aquellos que soñaban con los ojos entrecerrados estaban viviendo una hora sumergidos debajo del mar,
una noche entera en una colina, gozando de un reposo sutil y deleitoso...
Después de entonces no volví a los fumaderos... Ya sabía... Ya conocía... Ya había palpado algo
inasible... remotamente escondido detrás del humo...
CEILÁN
Ceilán, la más bella isla grande del mundo, tenía hacia 1929 la misma estructura colonial que
Birmania y la India. Los ingleses se encastillaban en sus barrios y en sus clubs, rodeados por una inmensa
muchedumbre de músicos, alfareros, tejedores, esclavos de plantaciones, monjes vestidos de amarillo e
inmensos dioses tallados en las montañas de piedra.
Entre los ingleses vestidos de smoking todas las noches, y los hindúes inalcanzables en su fabulosa
inmensidad, yo no podía elegir sino la soledad, y de ese modo aquella época ha sido la más solitaria de mi
vida. Pero la recuerdo igualmente como la más luminosa, como si un relámpago de fulgor extraordinario se
hubiera detenido en mi ventana para iluminar mi destino por dentro y por fuera.
Me fui a vivir a un pequeño bungalow, recién edificado en el suburbio de Wellawatha, junto al mar.
Era una zona despoblada y el oleaje rompía contra los arrecifes. De noche crecía la música marina.
Por la mañana, el milagro de aquella naturaleza recién lavada me sobrecogía. Desde temprano
estaba yo con los pescadores. Las embarcaciones provistas de larguísimos flotadores parecían arañas del
mar. Los hombres extraían peces de violentos colores, peces como pájaros de la selva infinita, unos de
oscuro azul fosforescente como intenso terciopelo vivo, otros en forma de globo punzante que se desinflaba
hasta convertirse en una pobre bolsita de espinas.
Contemplaba con horror la masacre de las alhajas del mar. El pescado se vendía en pedazos a la
pobre población. El machete de los sacrificadores cortaba en trozos aquella materia divina de la profundidad
para transformarla en sangrienta mercadería.
Andando por la costa llegaba al baño de los elefantes. Acompañado por mi perro no podía
equivocarme. Del agua tranquila surgía un inmóvil hongo gris, que luego se convertía en serpiente, después
en inmensa cabeza, por último en montaña con colmillos. Ningún país del mundo tenía ni tiene tantos
elefantes trabajando en los caminos. Resultaba asombroso verlos ahora —lejos del circo o de las barras del
jardín zoológico—, cruzando con su carga de madera de un lado a otro, como laboriosos y grandes
jornaleros.
Mis únicas compañías fueron mi perro y mi mangosta. Esta, recién salida de la selva, creció a mi
lado, dormía en mi cama y comía en mi mesa. Nadie puede imaginarse la ternura de una mangosta. Mi
pequeño animalito conocía cada minuto de mi existencia, se paseaba por mis papeles y corría detrás de mí
todo el día. Se enrollaba entre mi hombro y mi cabeza a la hora de la siesta y dormía allí con el sueño
sobresaltado y eléctrico de los animales salvajes.
Mi mangosta domesticada se hizo famosa en el suburbio. De las continuas batallas que sostienen
valientemente con las tremendas cobras, conservan las mangostas un prestigio algo mitológico, yo creo,
tras haberlas visto luchar muchas veces contra las serpientes, a las que vencen sólo por su agilidad y por su
gruesa capa de pelo color sal y pimienta que engaña y desconcierta al reptil. Por allá se cree que la
mangosta, después de los combates contra sus venenosos enemigos, sale en busca de las hierbecitas del
antídoto.
Lo cierto es que el prestigio de mi mangosta —que me acompañaba cada día en mis largas
caminatas por las playas—hizo que una tarde todos los niños del arrabal se dirigieran a mi casa en
imponente procesión. Había aparecido en la calle una atroz serpiente, y ellos venían en demanda de Kiria,
mi famosa mangosta, cuyo indudable triunfo se aprestaban a celebrar. Seguido por mis admiradores —
bandas enteras de chiquillos tamiles y cingaleses, sin más trajes que sus taparrabos—, encabecé el desfile
guerrero con mi mangosta en los brazos.
El ofidio era una especie negra de la temible pollongha, o víbora de Russell, de mortífero poder.
Tomaba el sol entre las hierbas sobre una cañería blanca de la que se destacaba como un látigo en la
nieve.
Se quedaron atrás, silenciosos, mis seguidores. Yo avancé por la cañería. A unos dos metros de
distancia, frente a la víbora, largué mi mangosta. Kiria olfateó el peligro en el aire y se dirigió con lentos
pasos hacia la serpiente. Yo y mis pequeños acompañantes contuvimos la respiración. La gran batalla iba a
comenzar. La serpiente se enrolló, levantó la cabeza, abrió las fauces y dirigió su hipnótica mirada al
animalito. La mangosta siguió avanzando. Pero a escasos centímetros de la boca del monstruo se dio
cuenta exacta de lo que iba a pasar. Entonces dio un gran salto, emprendió vertiginosa carrera en sentido
contrario, y dejó atrás serpiente y espectadores. No paró de correr hasta llegar a mi dormitorio.
Así perdí mi prestigio en el suburbio de Wellawatha hace ya más de treinta años.
En estos días me ha traído mi hermana un cuaderno que contiene mis más antiguas poesías, escritas
en 1918 y 1919. Al leerlas he sonreído ante el dolor infantil y adolescente, ante el sentimiento literario de
soledad que se desprende de toda mi obra de juventud. El escritor joven no puede escribir sin ese
estremecimiento de soledad, aunque sea ficticio, así como el escritor maduro no hará nada sin el sabor de
compañía humana, de sociedad.
La verdadera soledad la conocí en aquellos días y años de Wellawatha. Dormí todo aquel tiempo en
un catre de campaña como un soldado, como un explorador. No tuve más compañía que una mesa y dos
sillas, mi trabajo, mi perro, mi mangosta y el boy que me servía y regresaba a su aldea por la noche. Este
hombre no era propiamente compañía; su condición de servidor oriental lo obligaba a ser más silencioso
que una sombra. Se llamaba o se llama Brampy. No era preciso ordenarle nada, pues todo lo tenía listo: mi
comida en la mesa, mi ropa acabada de planchar, la botella de whisky en la veranda. Parecía que se le
había olvidado el lenguaje. Sólo sabía sonreír con grandes dientes de caballo.
La soledad en este caso no se quedaba en tema de invocación literaria sino que era algo duro como
la pared de un prisionero, contra la cual puedes romperte la cabeza sin que nadie acuda, así grites y llores.
Yo comprendía que a través del aire azul, de la arena dorada, más allá de la selva primordial, más
allá de las víboras y de los elefantes, había centenares, millares de seres humanos que cantaban y
trabajaban junto al agua, que hacían fuego y moldeaban cántaros; y también mujeres ardientes que dormían
desnudas sobre las delgadas esteras, a la luz de las inmensas estrellas. Pero, ¿cómo acercarme a ese
mundo palpitante sin ser considerado un enemigo?
Paso a paso fui conociendo la isla. Una noche atravesé todos los oscuros suburbios de Colombo para
asistir a una comida de gala. De una casa oscura partía la voz de un niño o de una mujer que cantaba. Hice
detener el ricksha. Al lado de la puerta pobre me asaltó una emanación que es el olor inconfundible de
Ceilán: mezcla de jazmines, sudor, aceite de coco, frangipán y magnolia. Las caras oscuras, confundidas
con el color y el olor de la noche, me invitaron a pasar. Me senté silencioso en las esteras, mientras
persistía en la oscuridad la misteriosa voz humana que me había hecho detenerme, voz de niño o de mujer,
trémula y sollozante, que subía hasta lo indecible, se cortaba de pronto, bajaba hasta volverse oscura como
las tinieblas, se adhería al aroma de los frangipanes, se enroscaba en arabescos y caía de pronto —con
todo su peso cristalino—como si el más alto de los surtidores hubiese tocado el délo para desplomarse en
seguida entre los jazmines.
Mucho tiempo continué allí, estático bajo el sortilegio de los tambores y la fascinación de aquella voz,
y luego continué mi camino, borracho por el enigma de un sentimiento indescifrable, de un ritmo cuyo
misterio salía de toda la tierra. Una tierra sonora, envuelta en sombra y aroma.
Los ingleses ya estaban sentados a la mesa, vestidos de negro y blanco.
—Perdónenme. En el camino me detuve a oír música —les dije.
Ellos, que habían vivido veinticinco años en Ceilán, se sorprendieron elegantemente. ¿Música?
¿Tenían música los nativos? Ellos no lo sabían. Era la primera noticia.
Esta terrible separación de los colonizadores ingleses con el vasto mundo asiático nunca tuvo
término. Y siempre significó un aislamiento antihumano, un desconocimiento total de los valores y la vida de
aquella gente.
Había excepciones en el colonialismo; lo indagué más tarde. De pronto algún inglés del Club Service
se enamoraba perdidamente de una beldad india. Era de inmediato expulsado de su puesto y aislado de
sus compatriotas como un leproso. Sucedió también por aquel tiempo que los colonizadores ordenaron
quemar la cabaña de un campesino cingalés, con el propósito de desalojarlo y expropiar sus tierras. El
inglés que debía ejecutar las órdenes de arrasar la choza era un modesto funcionario. Se llamaba Leonard
Woolf. Pero se negó a hacerlo y fue privado de su cargo. Devuelto a Inglaterra, escribió allí uno de los
mejores libros que se haya escrito jamás sobre el Oriente: "A village in the jungle", obra maestra de la
verdadera vida y de la literatura real, un tanto o un mucho apabullada por la fama de la mujer de Woolf,
nada menos que Virginia Woolf, grande escritora subjetiva de renombre universal.
Poco a poco comenzó a romperse la corteza impenetrable y tuve algunos pocos y buenos amigos.
Descubrí al mismo tiempo la juventud impregnada de colonialismo cultural que no hablaba sino de los
últimos libros aparecidos en Inglaterra. Encontré que el pianista, fotógrafo, crítico, cinematografista, Lionel
Wendt, era el centro de la vida cultural que se debatía entre los estertores del imperio y una reflexión hacia
los valores vírgenes de Ceilán.
Este Lionel Wendt, que poseía una gran biblioteca y recibía los últimos libros de Inglaterra, tomó la
extravagante y buena costumbre de mandar a mi casa, situada lejos de la ciudad, un ciclista cargado con un
saco de libros cada semana. Así, durante aquel tiempo, leí kilómetros de novelas inglesas, entre ellas Lady
Chatterley en su primera edición privada publicada en Florencia. Las obras de Lawrence me impresionaron
por su aproximación poética y cierto magnetismo vital dirigido a las relaciones escondidas entre los seres.
Pero pronto me di cuenta de que, a pesar de su genio, estaba frustrado como tantos grandes escritores
ingleses, por su prurito pedagógico. D. H. Lawrence sienta una cátedra de educación sexual que tiene poco
que ver con nuestro espontáneo aprendizaje de la vida y del amor. Terminó por aburrirme, decididamente,
sin que se haya menoscabado mi admiración hacia su torturada búsqueda místico—sexual, más dolorosa
cuanto más inútil.
Entre las cosas de Ceilán que recuerdo, está una gran cacería de elefantes.
Los elefantes se habían propagado en exceso por un determinado distrito e incursionaban dañando
casas y cultivos. Por más de un mes a lo largo de un gran río, los campesinos —con fuego, con hogueras y
tam—tams—fueron agrupando los rebaños salvajes y empujándolos hacia un rincón de la selva. De noche y
de día las hogueras y el sonido inquietaban a las grandes bestias que se movían como un lento río hacia el
noroeste de la Isla.
Aquel día estaba preparado el kraal. Las empalizadas obstruían una parte del bosque. Por un
estrecho corredor vi el primer elefante que entró y se sintió cercado. Ya era tarde. Avanzaban centenares
más por el estrecho corredor sin salida. El inmenso rebaño de cerca de quinientos elefantes no pudo
avanzar ni retroceder.
Se dirigieron los machos más poderosos hacia las empalizadas tratando de romperlas, pero detrás de
ellas surgieron innumerables lanzas que los detuvieron. Entonces se replegaron en el centro del recinto,
decididos a proteger a las hembras y a las criaturas. Era conmovedora su defensa y su organización.
Lanzaban un llamado angustioso, especie de relincho o trompetazo, y en su desesperación cortaban de raíz
los árboles más débiles.
De pronto, cabalgando dos grandes elefantes domesticados, entraron los domadores. La pareja
domesticada actuaba como vulgares policías. Se situaban a los costados del animal prisionero, lo
golpeaban con sus trompas, ayudaban a reducirlo a la inmovilidad. Entonces los cazadores le amarraban
una pata trasera con gruesas cuerdas a un árbol vigoroso. Uno por uno fueron sometidos de esa manera.
El elefante prisionero rechaza el alimento por muchos días. Pero los cazadores conocen sus
debilidades. Los dejan ayunar un tiempo y luego les traen brotes y cogollos de sus arbustos favoritos, de
esos que, cuando estaban en libertad, buscaban a través de largos viajes por la selva. Finalmente el
elefante se decide a comerlos. Ya está domesticado. Ya comienza a aprender sus pesados trabajos.
LA VIDA EN COLOMBO
En Colombo no se advertía aparentemente ningún síntoma revolucionario. El clima político difería del
de la India. Todo estaba sumido en una tranquilidad opresiva. El país daba para los ingleses el té más fino
del mundo.
El país estaba dividido en sectores o compartimentos. Después de los ingleses, que ocupaban la
altura de la pirámide y vivían en grandes residencias con jardines, venía una clase media parecida a la de
los países de la América del Sur. Se llamaban o se llaman burghers y descendían de los antiguos boers,
aquellos colonos holandeses del África del Sur que fueron confinados a Ceilán durante la guerra colonial del
siglo pasado.
Más abajo estaba la población budista y mahometana de los cingaleses, compuesta por muchos
millones. Y todavía más abajo, en el rango del trabajo peor pagado, se contaban también por millones los
inmigrantes indios, todos ellos del sur de su país, de lenguaje tamil y religión hindú.
En el llamado "mundo social" que desplegaba sus galas en los hermosos clubs de Colombo, dos
notables snobs se disputaban el campo. Uno era un falso noble francés, el conde de Mauny, que tenía sus
adeptos. El otro era un polaco elegante y descuidado, mi amigo Winzer, que dictaminaba en los escasos
salones. Este hombre era notablemente ingenioso, bastante cínico y enterado de cuanto existe en el
universo. Su profesión era curiosa —"conservador del tesoro cultural y arqueológico"—y fue para mí una
revelación cuando lo acompañé una vez en una de sus giras oficiales.
Las excavaciones habían sacado a la luz dos antiguas ciudades magníficas que la selva se había
tragado: Anuradapura y Polonaruwa. Columnas y corredores brillaron de nuevo bajo el esplendor del sol
cingalés. Naturalmente, todo aquello que era transportable partía bien embalado hacia el British Museum de
Londres.
Mi amigo Winzer no lo hacía mal. Llegaba a los remotos monasterios y, con gran complacencia de los
monjes budistas, trasladaba a la camioneta oficial las portentosas esculturas de piedra milenaria que
concluirían su destino en los museos de Inglaterra. Había que ver la cara de satisfacción de los monjes
vestidos color de azafrán cuando Winzer les dejaba, en sustitución de sus antigüedades, unas
pintarrajeadas figuras budistas de celuloide japonés. Las miraban con reverencia y las depositaban en los
mismos altares donde habían sonreído por varios siglos las estatuas de jaspe y granito.
Mi amigo Winzer era un excelente producto del imperio, es decir, un elegante sinvergüenza.
Algo vino a turbar aquellos días consumidos por el sol. Inesperadamente, mi amor birmano, la
torrencial Josie Bliss, se estableció frente a mi casa. Había viajado allí desde su lejano país. Como
pensaba que no existía arroz sino en Rangoon, llegó con un saco de arroz a cuestas, con nuestros discos
favoritos de Paúl Robeson y con una larga alfombra enrollada. Desde la puerta de enfrente se dedicó a
observar y luego a insultar y a agredir a cuanta gente me visitaba, Josie Bliss consumida por sus celos
devoradores, al mismo tiempo que amenazaba con incendiar mi casa. Recuerdo que atacó con un largo
cuchillo a una dulce muchacha eurasiática que vino a visitarme.
La policía colonial consideró que su presencia incontrolada era un foco de desorden en la tranquila
calle. Me dijeron que la expulsarían del país si yo no la recogía. Yo sufrí varios días, oscilando entre la
ternura que me inspiraba su desdichado amor y el terror que le tenía. No podía dejarla poner un pie en mi
casa. Era una terrorista amorosa, capaz de todo.
Por fin un día se decidió a partir. Me rogó que la acompañara hasta el barco. Cuando éste estaba por
salir y yo debía abandonarlo, se desprendió de sus acompañantes y, besándome en un arrebato de dolor y
amor, me llenó la cara de lágrimas. Como en un rito me besaba los brazos, el traje y, de pronto, bajó hasta
mis zapatos, sin que yo pudiera evitarlo. Cuando se alzó de nuevo, su rostro estaba enharinado con la tiza
de mis zapatos blancos. No podía pedirle que desistiera del viaje, que abandonara conmigo el barco que se
la llevaba para siempre. La razón me lo impedía, pero mi corazón adquirió allí una cicatriz que no se ha
borrado. Aquel dolor turbulento, aquellas lágrimas terribles rodando sobre el rostro enharinado, continúan en
mi memoria.
Había casi terminado de escribir el primer volumen de Residencia en la tierra. Sin embargo, mi
trabajo había adelantado con lentitud. Estaba separado del mundo mío por la distancia y por el silencio, y
era incapaz de entrar de verdad en el extraño mundo que me rodeaba.
Mi libro recogía como episodios naturales los resultados de mi vida suspendida en el vacío: "Más
cerca de la sangre que de la tinta". Pero mi estilo se hizo más acendrado y me di alas en la repetición de
una melancolía frenética. Insistí por verdad y por retórica (porque esas harinas hacen el pan de la poesía)
en un estilo amargo que porfió sistemáticamente en mi propia destrucción. El estilo no es sólo el hombre. Es
también lo que lo rodea, y si la atmósfera no entra dentro del poema, el poema está muerto: muerto porque
no ha podido respirar.
Nunca leí con tanto placer y tanta abundancia como en aquel suburbio de Colombo en que viví
solitario por mucho tiempo. De vez en cuando volvía a Rimbaud, a Quevedo o a Proust. Por el camino de
Swan me hizo revivir los tormentos, los amores y los celos de mi adolescencia. Y comprendí que en aquella
frase de la sonata de Vinteuil, frase musical que Proust llamó "aérea y olorosa", no sólo se paladea la
descripción más exquisita del apasionante sonido, sino también una desesperada medida de la pasión.
Mi problema en aquellas soledades fue encontrar esa música y oírla. Con la ayuda de mi amigo
músico y musicólogo, investigamos hasta saber que el Vinteuil de Proust fue formado tal vez por Schubert y
Wagner y Saint—Saéns y Fauré y D' Indy y César Franck. Mi indigna mala educación musical se mantuvo
ignorante de casi todos esos músicos. Sus obras eran cajas ausentes o cerradas. Mi oído nunca reconoció
sino las melodías más evidentes, y eso, con dificultad.
Por fin, avanzando en la pesquisa, más literaria que sonora, conseguí un álbum con los tres discos de
la sonata para piano y violín de César Franck. No había duda, allí estaba la frase de Vinteuil. No podía
caber duda ninguna.
Mi atracción había sido sólo literaria. Proust, el más grande realista poético, en su crónica crítica de
una sociedad agonizante que amó y odió, se detuvo con apasionada complacencia en muchas obras de
arte, cuadros y catedrales, actrices y libros. Pero aunque su clarividencia iluminó cuanto tocaba, reiteró el
encanto de esta sonata y su frase renaciente con una intensidad que quizá no dio a otras descripciones.
Sus palabras me condujeron a revivir mi propia vida, mis lejanos sentimientos perdidos en mí mismo, en mi
propia ausencia. Quise ver en la frase musical el relato mágico literario de Proust y adopté o fui adoptado
por las alas de la música.
La frase se envuelve en la gravedad de la sombra, enronqueciéndose, agravando y dilatando su
agonía. Parece edificar su congoja como una estructura gótica, que las volutas repiten llevadas por el ritmo
que eleva sin cesar la misma flecha.
El elemento nacido del dolor busca una salida triunfante que no reniega en la altura su origen
trastornado por la tristeza. Parece enroscarse en una patética espiral, mientras el piano oscuro acompaña
una y otra vez la muerte y la resurrección del sonido. La intimidad sombría del piano da una y otra vez a luz
el serpentino nacimiento, hasta que amor y dolor se enlazan en la agonizante victoria, No había ninguna
duda para mi que éstas eran la frase y la sonata.
La sombra brusca caía como un puño sobre mi casa perdida entre los cocoteros de Wellawatha, pero
cada noche la sonata vivía conmigo, conduciéndome y envolviéndome, dándome su perpetua tristeza, su
victoriosa melancolía.
Los críticos que tanto han escarmenado mis trabajos no han visto hasta ahora esta secreta influencia
que aquí va confesada. Porque allí en Wellawatha escribí yo gran parte de Residencia en la tierra. Aunque
mi poesía no es "olorosa ni aérea" sino tristemente terrenal, me parece que esos temas, tan repetidamente
enlutados, tienen que ver con la intimidad retórica de aquella música que convivió conmigo.
Años después, ya de regreso en Chile, me encontré en una tertulia, juntos y jóvenes, a los tres
grandes de la música chilena. Fue, creo, en 1932, en casa de Marta Brunet.
Claudio Arrau conversaba en un rincón con Domingo Santa Cruz y Armando Carvajal. Me acerqué a
ellos, pero apenas me miraron. Siguieron hablando imperturbablemente de música y de músicos. Traté
entonces de lucirme hablándoles de aquella sonata, la única que yo conocía.
Me miraron distraídamente y desde arriba me dijeron:
—¿César Franck? ¿Por qué César Franck? Lo que debes conocer es Verdi.
Y siguieron en su conversación, sepultándome en una ignorancia de la que aún no salgo.
SINGAPUR
La verdad es que la soledad de Colombo no sólo era pesada, sino letárgica. Tenía algunos escasos
amigos en la calleja en que vivía. Amigas de varios colores pasaban por mi cama de campaña sin dejar más
historia que el relámpago físico. Mi cuerpo era una hoguera solitaria encendida noche y día en aquella costa
tropical. Mi amiga Patsy llegaba frecuentemente con algunas de sus compañeras, muchachas morenas y
doradas, con sangre de boers, de ingleses, de dravidios. Se acostaban conmigo deportiva y
desinteresadamente.
Una de ellas me ilustró sobre sus visitas a las hummerie. Así se llamaban los bungalows en que
grupos de jóvenes ingleses, pequeños empleados de tiendas y compañías, vivían en común para
economizar alfileres y alimentos. Sin ningún cinismo, como algo natural, me contó la muchacha que en una
ocasión había fornicado con catorce de ellos.
—¿Y cómo lo hiciste? —le pregunté.
—Estaba sola con ellos aquella noche y celebraban una fiesta. Pusieron un gramófono y yo bailaba
unos pasos con cada uno, y nos perdíamos durante el baile en alguno de los dormitorios. Así quedaron
todos contentos.
No era prostituta. Era más bien un producto colonial, una fruta cándida y generosa. Su cuento me
impresionó y nunca tuve por ella sino simpatía.
Mi solitario y aislado bungalow estaba lejos de toda urbanización. Cuando yo lo alquilé traté de saber
en dónde se hallaba el excusado que no se veía por ninguna parte. En efecto, quedaba muy lejos de la
ducha; hacia el fondo de la casa.
Lo examiné con curiosidad. Era una caja de madera con un agujero al centro, muy similar al artefacto
que conocí en mi infancia campesina, en mi país. Pero los nuestros se situaban sobre un pozo profundo o
sobre una corriente de agua. Aquí el depósito era un simple cubo de metal bajo el agujero redondo.
El cubo amanecía limpio cada día sin que yo me diera cuenta de cómo desaparecía su contenido.
Una mañana me había levantado más temprano que de costumbre. Me quedé asombrado mirando lo que
pasaba.
Entró por el fondo de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había
visto hasta entonces en Ceilán, de la raza tamil, de la casta de los parias. Iba vestida con un sari rojo y
dorado, de la tela más burda. En los pies descalzos llevaba pesadas ajorcas. A cada lado de la nariz le
brillaban dos puntitos rojos. Serían vidrios ordinarios, pero en ella parecían rubíes.
Se dirigió con paso solemne hacia el retrete, sin mirarme siquiera, sin darse por aludida de mi
existencia, y desapareció con el sórdido receptáculo sobre la cabeza, alejándose con su paso de diosa.
Era tan bella que a pesar de su humilde oficio me dejó preocupado. Como si se tratara de un animal
huraño, llegado de la jungla, pertenecía a otra existencia, a un mundo separado. La llamé sin resultado.
Después alguna vez le dejé en su camino algún regalo, seda o fruta. Ella pasaba sin oír ni mirar. Aquel
trayecto miserable había sido convertido por su oscura belleza en la obligatoria ceremonia de una reina
indiferente.
Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había
idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda
sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la
hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una
estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se
repitió la experiencia.
Me costó trabajo leer el cablegrama. El Ministerio de Relaciones Exteriores me comunicaba un nuevo
nombramiento. Dejaba yo de ser cónsul en Colombo para desempeñar idénticas funciones en Singapur y
Batavia. Esto me ascendía del primer círculo de la pobreza para hacerme ingresar en el segundo. En
Colombo tenía derecho a retener (si entraban) la suma de ciento sesenta y seis dólares con sesenta y seis
centavos. Ahora, siendo cónsul en dos colonias a la vez, podría retener (si entraban) dos veces ciento
sesenta y seis dólares con sesenta y seis centavos, es decir, la suma de trescientos treinta y tres dólares
con treinta y dos centavos (si entraban). Lo cual significaba, por de pronto, que dejaría de dormir en un catre
de campaña. Mis aspiraciones materiales no eran excesivas.
Pero ¿qué haría con Kiria, mi mangosta? ¿La regalaría a aquellos chicos irrespetuosos del barrio que
ya no creían en su poder contra las serpientes? Ni pensarlo. La descuidarían, no la dejarían comer en la
mesa como era su costumbre conmigo. ¿La soltaría en la selva para que volviera a su estado primitivo?
Jamás. Sin duda había perdido sus instintos de defensa y las aves de rapiña la devorarían sin advertencia
previa. Por otra parte, ¿cómo llevarla conmigo? En el barco no aceptarían tan singular pasajero.
Decidí entonces hacerme acompañar en mi viaje por Brampy, mi boy cingalés. Era un gasto de
millonario y era igualmente una locura, porque iríamos hacia países —Malasia, Indonesia—cuyos idiomas
desconocía Brampy totalmente. Pero la mangosta podría viajar de incógnito en el cafamaum del puente,
desapercibida dentro de un canasto. Brampy la conocía tan bien como yo. El problema era la aduana, pero
el taimado Brampy se encargaría de burlarla.
Y de ese modo, con tristeza, alegría y mangosta, dejamos la isla de Ceilán, rumbo a otro mundo
desconocido.
Resultará difícil entender por qué Chile tenía tantos consulados diseminados en todas partes. No
deja de ser extraño que una pequeña república, arrinconada cerca del Polo Sur, envíe y mantenga
representantes oficiales en archipiélagos, costas y arrecifes del otro lado del globo.
En el fondo —explico yo—estos consulados eran producto de la fantasía y de la self—importance que
solemos damos los americanos del Sur. Por otra parte, ya he dicho que en esos sitios lejanísimos
embarcaban para Chile yute, parafina sólida para fabricar velas y, sobre todo, té, mucho té. Los chilenos
tomamos té cuatro veces al día. Y no podemos cultivarlo. En cierta ocasión se produjo una inmensa huelga
de obreros del salitre por carencia de este producto tan exótico. Recuerdo que unos exportadores ingleses
me preguntaron en cierta ocasión, después de algunos whiskies, qué hacíamos los chilenos con tales
cantidades exorbitantes de té.
—Lo tomamos —les dije.
(Si creían sacarme el secreto de algún aprovechamiento industrial, sentí decepcionarlos.) El
consulado en Singapur tenía ya diez años de existencia. Bajé, pues, con la confianza que me daban mis
veintitrés años de edad, siempre acompañado de Brampy y de mi mangosta. Nos fuimos directamente al
Raies Hotel. Allí mandé lavar mi ropa que no era poca, y luego me senté en la veranda. Me extendí
perezosamente en un easychair y pedí uno, dos y hasta tres ginpahit.
Todo era muy Sommerset Maugham hasta que se me ocurrió buscar en la guía de teléfonos la sede
de mi consulado. No estaba registrado, ¡diablos! Hice en el acto un llamado de urgencia a los
establecimientos del gobierno inglés. Me respondieron, después de una consulta, que allí no había
consulado de Chile. Pregunté entonces referencias del cónsul, señor Mansilla. No lo conocían.
Me sentí abrumado. Tenía apenas recursos para pagar un día de hotel y el lavado de mi ropa. Pensé
que el consulado fantasma tendría su sede en Batavia y decidí continuar viaje en el mismo barco que me
trajo, el cual iba precisamente hasta Batavia y todavía estaba en el puerto. Ordené sacar mi ropa de la
caldera donde se remojaba, Brampy hizo un bulto húmedo con ella, y emprendimos carrera hacia los
muelles.
Ya levantaban la escalera de a bordo. Jadeante subí los peldaños. Mis ex compañeros de viaje y los
oficiales del buque me miraron sorprendidos. Me metí en la misma cabina que había dejado en la mañana y,
tendido de espaldas en la litera, cerré los ojos mientras el vapor se alejaba del fatídico puerto.
Había conocido en el barco a una muchacha judía. Se llamaba Kruzi. Era rubia, gordezuela, de ojos
color naranja y alegría rebosante. Me dijo que tenía una buena colocación en Batavia. Me acerqué a ella en
la fiesta final de la travesía. Entre copa y copa me arrastraba a bailar. Yo la seguía torpemente en las lentas
contorsiones que se usaban en la época. Aquella última noche nos dedicamos a hacer el amor en mi
cabina, amistosamente, conscientes de que nuestros destinos se juntaban al azar y por una sola vez. Le
conté mis desventuras. Ella me compadeció suavemente y su pasajera ternura me llegó al alma.
Kruzi, por su parte, me confesó la verdadera ocupación que la esperaba en Batavia. Había cierta
organización más o menos internacional que colocaba muchachas europeas en los lechos de asiáticos
respetables. A ella le habían dado opción entre un marajah, un príncipe de Siam y un rico comerciante
chino. Se decidió por este último, un hombre joven pero apacible.
Cuando bajamos a tierra, al día siguiente, divisé el Rolls Royce del magnate chino, y también el perfil
del dueño a través de las floreadas cortinillas del automóvil. Kruzi desapareció entre el gentío y los
equipajes.
Yo me instalé en el hotel Der Nederlanden. Me preparaba para el almuerzo cuando vi entrar a Kruzi.
Se echó en mis brazos, sofocada por el llanto.
—Me expulsan de aquí. Debo partir mañana.
—Pero, ¿quiénes te expulsan, por qué te expulsan? Me contó entrecortadamente su descalabro.
Estaba a punto de subir al Rolls Royce cuando los agentes de inmigración la detuvieron para someterla a un
interrogatorio brutal. Tuvo que confesarlo todo. Las autoridades holandesas consideraron un grave delito
que ella pudiera vivir en concubinato con un chino. La pusieron finalmente en libertad, con la promesa de no
visitar a su galán y con la otra promesa de embarcarse al día siguiente, en el mismo barco en que había
llegado y que regresaba a Occidente.
Lo que más la hería era haber decepcionado a aquel hombre que la esperaba, sentimiento al que
seguramente no era ajeno el imponente Rolls Royce. Sin embargo, Kruzi en el fondo era una sentimental.
En sus lágrimas había mucho más que interés frustrado: se sentía humillada y ofendida.
—¿Sabes su dirección? ¿Conoces su teléfono? —le pregunté.
—Sí —me respondió—. Pero tengo miedo de que me detengan. Me amenazaron con encerrarme en
un calabozo.
—No tienes nada que perder. Anda a ver a ese hombre que ha pensado en ti sin conocerte. Le debes
por lo menos algunas palabras. ¿Qué pueden importarte ya los policías holandeses? Véngate de ellos.
Anda a ver a tu chino. Toma tus precauciones, burla a tus humilladores y te sentirás mejor. Me parece que
así te irás de este país más contenta.
Aquella noche, tarde, regresó mi amiga. Había ido a ver a su admirador por correspondencia. Me
contó la entrevista. El hombre era un oriental afrancesado y letrado. Hablaba con naturalidad el francés.
Estaba casado, según las normas de la honorable matrimonialidad china, y se aburría muchísimo.
El pretendiente amarillo había preparado, para la novia blanca que le llegaba de Occidente, un
bungalow con jardín, rejillas antimosquitos, muebles Luis XIV, y una gran cama que fue puesta a prueba
aquella noche. El dueño de la casa le fue mostrando melancólicamente los pequeños refinamientos que
guardaba para ella, los tenedores y cuchillos de plata (él sólo comía con palillos), el bar con bebidas
europeas, el refrigerador colmado de frutas.
Luego se detuvo ante un gran baúl herméticamente cerrado. Extrajo una pequeña llave de su
pantalón, abrió aquel cofre y mostró a los ojos de Kruzi el más extraño de los tesoros: centenares de
calzones femeninos, sutiles pantaletas, mínimas bragas. Intimas prendas de mujer, por centenares o
millares, colmaban aquel mueble santicado por el ácido aroma del sándalo. Allí estaban reunidas todas las
sedas, todos los colores. La gama se desplazaba del violeta al amarillo, de los múltiples rosados a los
verdes secretos, de los violentos rojos a los negros refulgentes, de los eléctricos celestes a los blancos
nupciales. Todo el arco iris de la concupiscencia masculina de un fetichista que, sin duda, coleccionó aquel
florilegio para deleite de su propia voluptuosidad.
—Me quedé deslumbrada —dijo Kruzi, volviendo a los sollozos—. Tomé al azar un puñado de esas
prendas y aquí las tengo.
Me sentí conmovido, yo también, por el misterio humano. Nuestro chino, un serio comerciante,
importador o exportador, coleccionaba calzones femeninos como si fuera un perseguidor de mariposas.
¿Quién iba a pensarlo?
—Déjame uno —dije a mi amiga. Ella escogió uno blanco y verde y lo acarició suavemente antes de
entregármelo.
—Dedícamelo, Kruzi, por favor.
Entonces ella lo estiró cuidadosamente y escribió mi nombre y el suyo en la superficie de seda, que
mojó también con algunas lágrimas.
Al día siguiente partió sin que yo la viera, como no he vuelto a verla nunca más. Los vaporosos
calzones, con su dedicatoria y sus lágrimas, anduvieron en mis valijas, mezclados con mi ropa y mis libros,
por muchísimos años. No supe ni cuándo ni cómo alguna visitante abusadora se marchó de mi casa con
ellos puestos.
BATAVIA
Por aquellos tiempos, cuando aún no existían los "moteles" en el mundo, el hotel Nederlanden era
insólito. Tenía un gran cuerpo central, destinado al comedor y las oficinas, y luego un bungalow para cada
viajero, separados entre sí por pequeños jardines y árboles poderosos. En sus altas copas vivían infinidad
de pájaros, ardillas membranosas que volaban de un ramaje a otro e insectos que chirriaban como en la
selva. Brampy se esmeró en su tarea de cuidar la mangosta, cada vez más inquieta en su nueva residencia.
Aquí sí había consulado de Chile. Por lo menos figuraba en la guía de teléfonos. Al día siguiente,
descansado y mejor vestido, me dirigí a sus oficinas. El escudo consular de Chile estaba colgado en la
fachada de un gran edificio. Era una compañía de navegación. Alguien del numeroso personal me condujo a
la oficina del director, un holandés colorado y voluminoso. No tenía estampa de gerente de empresa
naviera, sino de cargador de puerto.
—Soy el nuevo cónsul de Chile —me presenté—. Comienzo por agradecer sus servicios y le ruego
ponerme al corriente de los principales asuntos del consulado. Quiero hacerme cargo de mi puesto
inmediatamente. —¡Aquí no hay más cónsul que yo! —contestó furibundo.
—¿Cómo es eso? —Comiencen por pagarme lo que me deben—gritó.
Puede ser que aquel hombre supiera de navegación, pero lacortesía no la conocía en ningún idioma.
Atropellaba las frases mientras daba mordiscos rabiosos a un pésimo cheruto que emponzoñaba el aire.
El energúmeno me dejaba muy poca oportunidad de interrumpirlo. Su indignación y el cheruto le
causaban estruendosos ataques de tos, cuando no gargarismos que terminaban en escupos. Finalmente
pude meter una frase en defensa propia:
—Señor, yo no le debo nada y nada tengo que pagarle. Entiendo que es usted cónsul ad honorem, es
decir, honorario. Y si esto le parece discutible, no encuentro que se pueda arreglar con vociferaciones que
no estoy dispuesto a recibir.
Más tarde comprobé que al grosero holandés no le faltaba una parte de razón. El tipo había sido
víctima de una verdadera estafa de la que, naturalmente, no éramos culpables ni yo ni el gobierno de Chile.
Era Mansilla el tortuoso personaje que provocaba las iras del holandés. Fui comprobando que el tal Mansilla
nunca desempeñó su puesto de cónsul en Batavia; que vivía en París desde hacía mucho tiempo. Había
hecho un trato con el holandés para que éste ejerciera sus funciones consulares y le enviara mensualmente
los papeles y el dinero de las recaudaciones. El se comprometía a pagarle por sus trabajos una suma
mensual que nunca le pagó. De ahí la indignación de este holandés terrestre que cayó sobre mi cabeza
como el derrumbamiento de una comisa.
Al día siguiente me sentí infinitamente enfermo. Fiebre maligna, gripe, soledad y hemorragia. Hacía
calor y sudor. La nariz me sangraba como en mi infancia, en Temuco, bajo el frío de Temuco.
Haciendo un esfuerzo para sobrevivir me dirigí al palacio de gobierno. Estaba sito en Buitenzor, en
pleno y espléndido Jardín Botánico. Los burócratas apartaron con dificultad los ojos azules de sus papeles
blancos. Sacaron lápices que también transpiraban y escribieron mi nombre con algunas gotas de sudor.
Salí más enfermo que cuando entré. Anduve por las avenidas hasta sentarme bajo un árbol inmenso.
Aquí todo era sano y fresco; la vida respiraba tranquila y poderosa. Los árboles gigantescos elevaban frente
a mí sus troncos rectos, lisos y plateados, hasta cien metros de altura. Leí la placa esmaltada que los
clasificaba. Eran variedades del eucaliptus, desconocidas para mí. Hasta mi nariz bajó, desde la inmensa
altura, una ola ría de perfume. Aquel emperador entre los árboles se había apiadado de mí, y una ráfaga de
su aroma me había devuelto la salud.
O tal vez sería la solemnidad verde del Jardín Botánico, la infinita variedad de las hojas, el
entrecruzamiento de las lianas, las orquídeas que estallaban como estrellas de mar entre el follaje, la
profundidad submarina de aquel recinto forestal, el grito de los guacamayos, el chillido de los monos, todo
esto me devolvió la confianza en mi destino y mi alegría de vivir, que se iban apagando como una vela
gastada.
Volví reconfortado al hotel, me senté en la veranda de mi bungalow con papel de escribir y mi
mangosta encima de la mesa, y decidí enviar un telegrama al gobierno de Chile. Me faltaba la tinta.
Entonces fue cuando llamé al boy del hotel y le pedí en inglés ink, para que me trajera un tintero. No dio el
menor signo de comprensión. Se limitó a llamar a otro boy, tan vestido de blanco y tan descalzo como él,
para que lo ayudara a interpretar mis enigmáticos deseos. No había nada que hacer. Cuando yo decía ink y
movía mi lápiz mojándolo en un tintero imaginario, los siete u ocho boys que se habían reunido para
asesorar al primero, repetían al unísono mi maniobra con un lápiz que sacaban de sus faltriqueras, y
exclamaban con ímpetu: ink, ink, muertos de risa. Les parecía un nuevo rito que estaban aprendiendo.
Desesperado me lancé hasta el bungalow fronterizo, seguido por la retahíla de servidores vestidos de
blanco. De una mesa solitaria tomé un tintero que allí estaba por milagro y, blandiéndolo ante sus ojos
asombrados, les grité:
—¡This! ¡This!
Entonces todos sonrieron y dijeron a coro:
—¡Tinta! ¡Tinta!
Así supe que la tinta se llama "tinta" en malayo.
Llegó el momento en que se me restituyó el derecho de instalarme consularmente. Mi disputado
patrimonio eran: un sello de goma carcomido, una almohadilla para entintarlo y unas cuantas carpetas de
documentos que contenían sumas y restas. Las restas habían ido a parar a los bolsillos del pícaro cónsul
que operaba desde París. El holandés burlado me entregó el envoltorio insignificante, sin dejar de masticar
su cheruto, con una sonrisa fría, de mastodonte decepcionado.
De cuando en cuando firmaba facturas consulares y les aplicaba el desquiciado sello oficial. Así
llegaban a mí los dólares que, transformados en gulders, alcanzaban estrictamente para sostener mi
existencia: el alojamiento y la alimentación para mí, el sueldo de Brampy y el cuidado de mi mangosta Kiria
que crecía ostensiblemente y se comía tres o cuatro huevos al día. Además, tuve que comprarme un
smoking blanco y un frac que me comprometí a pagar por mensualidades. Me sentaba a veces, casi
siempre solo, en los repletos cafés al aire libre, junto a los anchos canales, a tomar la cerveza o el ginpahit.
Es decir, reanudé mi vida de tranquilidad desesperada.
La rice—table del restaurant del hotel era majestuosa. Entraba al comedor una procesión de diez a
quince servidores que iban desfilando frente a uno con sus respectivas fuentes en alto. Cada una de esas
fuentes estaba dividida en compartimentos y en cada uno de esos compartimentos brillaba un manjar
misterioso. Sobre una base de arroz erigía su sustancia aquella infinidad comestible. Yo, que he sido
siempre glotón y por mucho tiempo desnutrido, elegía algo de cada una de las fuentes, de cada uno de los
quince o dieciocho servidores, hasta que mi plato se convertía en una pequeña montaña donde los
pescados exóticos, los huevos indescifrables, los vegetales inesperados, los pollos inexplicables y las
carnes insólitas, cubrían como una bandera la cumbre de mi almuerzo. Los chinos dicen que la comida
debe tener tres excelencias: sabor, olor y color. La rice—table de mi hotel juntaba esas tres virtudes, y una
más: abundancia.
Por aquellos días perdí a Kiria, mi mangosta. Tenía la riesgosa costumbre de seguirme adonde yo
fuera, con pasitos muy rápidos e imperceptibles. Ir detrás de mí significaba lanzarse hacia las calles que
cruzaban automóviles, camiones, rickshas, peatones holandeses, chinos, malayos. Un mundo turbulento
para una cándida mangosta que no conocía sino a dos personas en el mundo.
Pasó lo inevitable. Al volver al hotel y mirar a Brampy me di cuenta de la tragedia. No le pregunté
nada. Pero cuando me senté en la veranda, ella no saltó sobre mis rodillas, ni pasó su peludísima cola por
mi cabeza.
Puse un aviso en los diarios: "Mangosta perdida. Obedece al nombre de Kiria". Nadie respondió.
Ningún vecino la vio. Tal vez ya estaría muerta. Desapareció para siempre.
Brampy, su guardián, se sintió tan deshonrado que por mucho tiempo no se mostró ante mi vista. Mi
ropa, mis zapatos, eran atendidos por un fantasma. A veces creía yo escuchar el chillido de Kiria que me
llamaba desde algún árbol nocturno. Encendía la luz, abría las ventanas y las puertas, escrutaba los
cocoteros. No era ella. El mundo que Kiria conocía se había transformado en una gran estafa; su confianza
se había desmoronado en la selva amenazante de la ciudad. Me sentí por mucho tiempo traspasado de
melancolía.
Brampy, avergonzado, decidió volver a su país. Lo sentí mucho pero, en realidad, era aquella
mangosta lo único que nos unía. Llegó una tarde con el fin de mostrarme el traje nuevo que había comprado
para llegar bien vestido a su pueblo natal, a Ceilán. Apareció de pronto vestido de blanco y abotonado hasta
el cuello. Lo más sorprendente era un inmenso bonete de chef que se había encasquetado sobre su
oscurísima cabeza. Estallé en una carcajada incontenible. Brampy no se ofendió. Por el contrario, me sonrió
con gran dulzura, con una sonrisa comprensiva de mi ignorancia.
La calle de mi nueva casa en Batavia se llamaba Probolingo. Era una sala, un dormitorio, una cocina,
un baño. Nunca tuve automóvil pero sí un garage que se mantuvo siempre vacío. Me sobraba el espacio en
aquella casa diminuta. tomé una cocinera javanesa, una vieja campesina, igualitaria y encantadora. Un boy,
también javanés, servía a la mesa y limpiaba mi ropa. Allí terminé Residencia en la tierra.
Mi soledad se redobló. Pensé en casarme. Había conocido a una criolla, vale decir holandesa con
algunas gotas de sangre malaya, que me gustaba mucho. Era una mujer alta y suave, extraña totalmente al
mundo de las artes y de las letras. (Varios años más tarde, mi biógrafa y amiga Margarita Aguirre escribiría,
acerca de aquel matrimonio mío, lo siguiente: "Neruda regresó a Chile en 1932. Dos años antes se había
casado en Batavia con María Antonieta Agenaar, joven holandesa establecida en Java. Ella está muy
orgullosa de ser la esposa de un cónsul y tiene de América una idea bastante exótica. No sabe el español y
comienza a aprenderlo. Pero no hay duda de que no es sólo el idioma lo que no aprende. A pesar de todo,
su adhesión sentimental a Neruda es muy fuerte, y se les ve siempre juntos. Maruca, así la llama Pablo, es
altísima, lenta, hierática".) Mi vida era bastante simple. Pronto conocí a otras personas amables. El cónsul
cubano y su mujer fueron mis amigos obligados, unidos a mí por el idioma. El compatriota de Capablanca
hablaba sin parar, como una máquina permanente. Oficialmente era el representante de Machado, el tirano
de Cuba. Sin embargo, me contaba que las prendas de los presos políticos, relojes, anillos y a veces
dientes de oro, aparecían en el vientre de los tiburones pescados en la bahía de La Habana.
El cónsul alemán Hertz adoraba la plástica moderna, los caballos azules de Franz Marc, las
alargadas figuras de Wilheim Lehmbruck. Era una persona sensitiva y romántica, un judío con siglos de
herencia cultural. Le pregunté una vez:
—Y ese Hitler cuyo nombre aparece de cuando en cuando en los diarios, ese cabecilla antisemita y
anticomunista, ¿no cree usted que pueda llegar al poder?
—Imposible —me dijo.
—¿Cómo imposible, cuando todo lo más absurdo se ve en la historia?
—Es que usted no conoce a Alemania —sentenció—. Allí sí que es totalmente imposible que un
agitador loco como ése pueda gobernar siquiera en una aldea.
¡Pobre amigo mío, pobre cónsul Hertz! Aquel agitador loco por poco no gobernó al mundo. Y el
ingenuo Hertz debe haber terminado en una anónima y monstruosa cámara de gas, con toda su cultura y su
noble romanticismo.

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