The Deep Conspiracy, Athens, Greece

Σάββατο 13 Φεβρουαρίου 2010

CONFIESO QUE HE VIVIDO - PABLO NERUDA (1. EL JOVEN PROVINCIANO)


Estas memorias o recuerdos son intermitentes y a ratos olvidadizos porque así precisamente es la
vida. La intermitencia del sueño nos permite sostener los días de trabajo. Muchos de mis recuerdos se han
desdibujado al evocarlos, han devenido en polvo como un cristal irremediablemente herido.
Las memorias del memorialista no son las memorias del poeta. Aquél vivió tal vez menos, pero
fotografió mucho más y nos recrea con la pulcritud de los detalles. Este nos entrega una galería de
fantasmas sacudidos por el fuego y la sombra de su época.
Tal vez no viví en mí mismo; tal vez viví la vida de los otros.
De cuanto he dejado escrito en estas páginas se desprenderán siempre —como en las arboledas de
otoño y como en el tiempo de las viñas—las hojas amarillas que van a morir y las uvas que revivirán en el
vino sagrado.
Mi vida es una vida hecha de todas las vidas: las vidas del poeta
.



1. EL JOVEN PROVINCIANO


EL BOSQUE CHILENO
...Bajo los volcanes, junto a los ventisqueros, entre los grandes lagos, el fragante, el silencioso, el
enmarañado bosque chileno... Se hunden los pies en el follaje muerto, crepitó una rama quebradiza, los
gigantescos raulíes levantan su encrespada estatura, un pájaro de la selva fría cruza, aletea, se detiene
entre los sombríos ramajes. Y luego desde su escondite suena como un oboe... Me entra por las narices
hasta el alma el aroma salvaje del laurel, el aroma oscuro del boldo... El ciprés de las gutecas intercepta mi
paso... Es un mundo vertical: una nación de pájaros, una muchedumbre de hojas... Tropiezo en una piedra,
escarbo la cavidad descubierta, una inmensa araña de cabellera roja me mira con ojos fijos, inmóvil, grande
como un cangrejo... Un cárabo dorado me lanza su emanación mefítica, mientras desaparece como un
relámpago su radiante arcoiris... Al pasar cruzo un bosque de heléchos mucho más alto que mi persona: se
me dejan caer en la cara sesenta lágrimas desde sus verdes ojos fríos, y detrás de mí quedan por mucho
tiempo temblando sus abanicos... Un tronco podrido: ¡qué tesoro!... Hongos negros y azules le han dado
orejas, rojas plantas parásitas lo han colmado de rubíes, otras plantas perezosas le han prestado sus
barbas y brota, veloz, una culebra desde sus entrañas podridas, como una emanación, como que al tronco
muerto se le escapara el alma... Más lejos cada árbol se separó de sus semejantes... Se yerguen sobre la
alfombra de la selva secreta, y cada uno de los follajes, lineal, encrespado, ramoso, lanceolado, tiene un
estilo diferente, como cortado por una tijera de movimientos infinitos... Una barranca; abajo el agua
transparente se desliza sobre el granito y el jaspe... Vuela una mariposa pura como un limón, ganando entre
el agua y la luz... A mi lado me saludan con sus cabecitas amarillas las infinitas calceolarias... En la altura,
como gotas arteriales de la selva mágica se cimbran los copihues rojos (Lapageria Rosea)... El copihue rojo
es la flor de la sangre, el copihue blanco es la flor de la nieve... En un temblor de hojas atravesó el silencio
la velocidad de un zorro, pero el silencio es la ley de estos follajes... Apenas el grito lejano de un animal
confuso... La intersección penetrante de un pájaro escondido... El universo vegetal susurra apenas hasta
que una tempestad ponga en acción toda la música terrestre.
Quien no conoce el bosque chileno, no conoce este planeta.
De aquellas tierras, de aquel barro, de aquel silencio, he salido yo a andar, a cantar por el mundo.
INFANCIA Y POESÍA
Comenzaré por decir, sobre los días y años de mi infancia, que mi único personaje inolvidable fue la
lluvia. La gran lluvia austral que cae como una catarata del Polo, desde los cielos del Cabo de Hornos hasta
la frontera. En esta frontera, o Far West de mi patria, nací a la vida, a la tierra, a la poesía y a la lluvia.
Por mucho que he caminado me parece que se ha perdido ese arte de llover que se ejercía como un
poder terrible y sutil en mi Araucanía natal. Llovía meses enteros, años enteros. La lluvia caía en hilos como
largas agujas de vidrio que se rompían en los techos, o llegaban en olas transparentes contra las ventanas,
y cada casa era una nave que difícilmente llegaba a puerto en aquel océano de invierno.
Esta lluvia fría del sur de América no tiene las rachas impulsivas de la lluvia caliente que cae como un
látigo y pasa dejando el cielo azul. Por el contrario, a lluvia austral tiene paciencia y continúa, sin término,
cayendo desde el cielo gris.
Frente a mi casa, la calle se convirtió en un inmenso mar de lodo. A través de la lluvia veo por la
ventana que una carreta se ha empantanado en medio de la calle. Un campesino, con manta de castilla
negra, hostiga a los bueyes que no pueden más entre la lluvia y el barro.
Por las veredas, pisando en una piedra y en otra, contra frío y lluvia, andábamos hacia el colegio. Los
paraguas se los llevaba el viento. Los impermeables eran caros, los guantes no me gustaban, los zapatos
se empapaban. Siempre recordaré los calcetines mojados junto al brasero y muchos zapatos echando
vapor, como pequeñas locomotoras. Luego venían las inundaciones, que se llevaban las poblaciones donde
vivía la gente más pobre, junto al río. También la tierra se sacudía, temblorosa. Otras veces, en la cordillera
asomaba un penacho de luz terrible: el volcán Llaima despertaba.
Temuco es una ciudad pionera, de esas ciudades sin pasado, pero con ferreterías. Como los indios
no saben leer, las ferreterías ostentan sus notables emblemas en las calles: un inmenso serrucho, una olla
gigantesca, un candado ciclópeo, una cuchara antártica. Más allá, las zapaterías, una bota colosal.
Si Temuco era la avanzada de la vida chilena en los territorios del sur de Chile, esto significaba una
larga historia de sangre.
Al empuje de los conquistadores españoles, después de trescientos años de lucha, los araucanos se
replegaron hacia aquellas regiones frías. Pero los chilenos continuaron lo que se llamó "la pacificación de la
Araucanía", es decir, la continuación de una guerra a sangre y fuego, para desposeer a nuestros
compatriotas de sus tierras. Contra los indios todas las armas se usaron con generosidad: el disparo de
carabina, el incendio de sus chozas, y luego, en forma más paternal, se empleó la ley y el alcohol. El
abogado se hizo también especialista en el despojo de sus campos, el juez los condenó cuando
protestaron, el sacerdote los amenazó con el fuego eterno. Y, por fin, el aguardiente consumó el
aniquilamiento de una raza soberbia cuyas proezas, valentía y belleza, dejó grabadas en estrofas de hierro
y de jaspe don Alonso de Ercilla en su Araucana.
Mis padres llegaron de Parral, donde yo nací. Allí, en el centro de Chile, crecen las viñas y abunda el
vino. Sin que yo lo recuerde, sin saber que la miré con mis ojos, murió mi madre doña Rosa Basoalto. Yo
nací el 12 de julio de 1904, y un mes después, en agosto, agotada por la tuberculosis, mi madre ya no
existía.
La vida era dura para los pequeños agricultores del centro del país. Mi abuelo, don José Angel
Reyes, tenía poca tierra y muchos hijos. Los nombres de mis tíos me parecieron nombres de príncipes de
reinos lejanos. Se llamaban Amóos, Oseas, Joel, Abadías. Mi padre se llamaba simplemente José del
Carmen. Salió muy joven de las tierras paternas y trabajó de obrero en los diques del puerto de Talcahuano,
terminando como ferroviario en Temuco.
Era conductor de un tren lastrero. Pocos saben lo que es un tren lastrero. En la región austral, de
grandes vendavales, las aguas se llevarían los rieles si no se les echara piedrecillas entre los durmientes.
Hay que sacar en capachos el lastre de las canteras y volcar la piedra menuda en los carros planos. Hace
cuarenta años la tripulación de un tren de esta clase tenía que ser formidable. Venían de los campos, de los
suburbios, de las cárceles. Eran gigantescos y musculosos peones. Los salarios de la empresa eran
miserables y no se pedían antecedentes a los que querían trabajar en los trenes lastreros. Mi padre era el
conductor del tren. Se había acostumbrado a mandar y a obedecer. A veces me llevaba con él. Picábamos
piedra en Boroa, corazón silvestre de la frontera, escenario de los terribles combates entre españoles y
araucanos.
La naturaleza allí me daba una especie de embriaguez. Me atraían los pájaros, los escarabajos, los
huevos de perdiz. Era milagroso encontrarlos en las quebradas, empavonados, oscuros y relucientes, con
un color parecido al del cañón de una escopeta. Me asombraba la perfección de los insectos. Recogía las
"madres de la culebra". Con este nombre extravagante se designaba al mayor coleóptero, negro, bruñido y
fuerte, el titán de los insectos de Chile. Estremece verlo de pronto en los troncos de los maquis y de los
manzanos silvestres, de los copihues, pero yo sabía que era tan fuerte que podía pararme con mis pies
sobre él y no se rompería. Con su gran dureza defensiva no necesitaba veneno.
Estas exploraciones mías llenaban de curiosidad a los trabajadores. Pronto comenzaron a interesarse
en mis descubrimientos. Apenas se descuidaba mi padre se largaban por la selva virgen y con más
destreza, más inteligencia y más fuerza que yo, encontraban para mí tesoros increíbles. Había uno que se
llamaba Monge. Según mi padre, un peligroso cuchillero. Tenía dos grandes líneas en su cara morena. Una
era la cicatriz vertical de un cuchillazo y la otra su sonrisa blanca, horizontal, llena de simpatía y de picardía.
Este Monge me traía copihues blancos, arañas peludas, crías de torcazas, y una vez descubrió para mí lo
más deslumbrante, el coleóptero del copihue y de la luma. No sé si ustedes lo han visto alguna vez. Yo sólo
lo vi en aquella ocasión. Era un relámpago vestido de arco iris. El rojo y el violeta y el verde y el amarillo
deslumbraban en su caparazón. Como un relámpago se me escapó de las manos y se volvió a la selva. Ya
no estaba Monge para que me lo cazara. Nunca me he recobrado de aquella aparición deslumbrante.
Tampoco he olvidado a aquel amigo. Mi padre me contó su muerte. Cayó del tren y rodó por un precipicio.
Se detuvo el convoy, pero, me decía mi padre, ya sólo era un saco de huesos.
Es difícil dar una idea de una casa como la mía, casa típica de la frontera, hace sesenta años.
En primer lugar, los domicilios familiares se intercomunicaban. Por el fondo de los patios, los Reyes y
los Ortegas, los Canda y los Masón se intercambiaban herramientas o libros, tortas de cumpleaños,
ungüentos para fricciones, paraguas, mesas y sillas.
Estas casas pioneras cubrían todas las actividades de un pueblo.
Don Carlos Masón, norteamericano de blanca melena, parecido a Emulo, era el patriarca de esta
familia. Sus hijos Masón eran profundamente criollos. Don Carlos Masón tenía código y biblioteca. No era
un imperialista, sino un fundador original. En esta familia, sin que nadie tuviera dinero, crecían imprentas,
hoteles, carnicerías. Algunos hijos eran directores de periódicos y otros eran obreros en la misma imprenta.
Todo pasaba con el tiempo y todo el mundo quedaba tan pobre como antes. Sólo los alemanes mantenían
esa irreductible conservación de sus bienes, que los caracterizaba en la frontera.
Las casas nuestras tenían, pues, algo de campamento. O de empresas descubridoras. Al entrar se
veían barricas, aperos, monturas, y objetos indescriptibles.
Quedaban siempre habitaciones sin terminar, escaleras inconclusas. Se hablaba toda la vida de
continuar la construcción. Los padres comenzaban a pensar en la universidad para sus hijos.
En la casa de don Carlos Masón se celebraban los grandes festejos.
En toda comida de onomástico había pavos con apio, corderos asados al palo y leche nevada de
postre. Hace ya muchos años que no pruebo la leche nevada. El patriarca de pelo blanco se sentaba en la
cabecera de la mesa interminable, con su esposa, doña Micaela Canda. Detrás de él había una inmensa
bandera chilena, a la que se le había adherido con un alfiler una minúscula banderita norteamericana. Esa
era también la proporción de la sangre. Prevalecía la estrella solitaria de Chile.
En esta casa de los Masón había también un salón al que no nos dejaban entrar a los chicos. Nunca
supe el verdadero color de los muebles porque estuvieron cubiertos con fundas blancas hasta que se los
llevó un incendio. Había allí un álbum con fotografías de la familia. Estas fotos eran más finas y delicadas
que las terribles ampliaciones iluminadas que invadieron después la frontera.
Allí había un retrato de mi madre. Era una señora vestida de negro, delgada y pensativa. Me han
dicho que escribía versos, pero nunca los vi, sino aquel hermoso retrato.
Mi padre se había casado en segundas nupcias con doña Trinidad Canda Marverde, mi madrastra.
Me parece increíble tener que dar este nombre al ángel tutelar de mi infancia. Era diligente y dulce, tenía
sentido de humor campesino, una bondad activa e infatigable.
Apenas llegaba mi padre, ella se transformaba sólo en una sombra suave como todas las mujeres de
entonces y de allá.
En aquel salón vi bailar mazurcas y cuadrillas.
Había en mi casa también un baúl con objetos fascinantes. En el fondo relucía un maravilloso loro de
calendario. Un día que mi madre revolvía aquella arca sagrada yo me caí de cabeza adentro para alcanzar
el loro. Pero cuando fui creciendo la abría secretamente. Había unos abanicos preciosos e impalpables.
Conservo otro recuerdo de aquel baúl. La primera novela de amor que me apasionó. Eran centenares
de tarjetas postales, enviadas por alguien que las firmaba no sé si Enrique o Alberto y todas dirigidas a
María Thielman. Estas tarjetas eran maravillosas. Eran retratos de las grandes actrices de la época con
vidriecitos engastados y a veces cabellera pegada. También había castillos, ciudades y paisajes lejanos.
Durante años sólo me complací en las figuras. Pero, a medida que fui creciendo, fui leyendo aquellos
mensajes de amor escritos con una perfecta caligrafía. Siempre me imaginé que el galán aquél era un
hombre de sombrero hongo, de bastón y brillante en la corbata. Pero aquellas líneas eran de arrebatadora
pasión. Estaban enviadas desde todos los puntos del globo por el viajero. Estaban llenas de frases
deslumbrantes, de audacia enamorada. Comencé yo a enamorarme también de María Thielman. A ella me
la imaginaba como una desdeñosa actriz, coronada de perlas. Pero ¿cómo habían llegado al baúl de mi
madre esas cartas? Nunca pude saberlo.
A la ciudad de Temuco llegó el año 1910. En este año memorable entré al liceo, un vasto caserón con
salas destartaladas y subterráneos sombríos. Desde la altura del liceo, en primavera, se divisaba el
ondulante y delicioso río Cautín, con sus márgenes pobladas por manzanos silvestres. Nos escapábamos
de las clases para meter los pies en el agua fría que corría sobre las piedras blancas.
Pero el liceo era un terreno de inmensas perspectivas para mis seis años de edad. Todo tenía
posibilidad de misterio. El laboratorio de Física, al que no me dejaban entrar, lleno de instrumentos
deslumbrantes, de retortas y cubetas. La biblioteca, eternamente cerrada. Los hijos de los pioneros no
gustaban de la sabiduría. Sin embargo, el sitio de mayor fascinación era el subterráneo. Había allí un
silencio y una oscuridad muy grandes. Alumbrándonos con velas jugábamos a la guerra. Los vencedores
amarraban a los prisioneros a las viejas columnas. Todavía conservo en la memoria el olor a humedad, a
sitio escondido, a tumba, que emanaba del subterráneo del liceo de Temuco.
Fui creciendo. Me comenzaron a interesar los libros. En las hazañas de Búfalo Bill, en los viajes de
Salgari, se fue extendiendo mi espíritu por las regiones del sueño. Los primeros amores, los purísimos, se
desarrollaban en cartas enviadas a Blanca Wilson. Esta muchacha era la hija del herrero y uno de los
muchachos, perdido de amor por ella, me pidió que le escribiera sus cartas de amor. No recuerdo cómo
serían estas cartas, pero tal vez fueron mis primeras obras literarias, pues, cierta vez, al encontrarme con la
colegiala, ésta me preguntó si yo era el autor de las cartas que le llevaba su enamorado. No me atreví a
renegar de mis obras y muy turbado le respondí que sí. Entonces me pasó un membrillo que por supuesto
no quise comer y guardé como un tesoro. Desplazado así mi compañero en el corazón de la muchacha,
continué escribiéndole a ella interminables cartas de amor y recibiendo membrillos.
Los muchachos en el liceo no conocían ni respetaban mi condición de poeta. La frontera tenía ese
sello maravilloso de Far West sin prejuicios. Mis compañeros se llamaban Schnakes, Schlers, Hausers,
Smiths, Taitos, Seranis. Eramos iguales entre los Aracenas y los Ramírez y los Reyes. No había apellidos
vascos. Había sefarditas: Albalas, Francos. Había irlandeses: Me Gyntis. Polacos: Yanichewkys. Brillaban
con luz oscura los apellidos araucanos, olorosos a madera y agua: Melivilus, Catrileos.
Combatíamos, a veces, en el gran galpón cerrado, con bellotas de encina. Nadie que no lo haya
recibido sabe lo que duele un bellotazo. Antes de llegar al liceo nos llenábamos los bolsillos de armamentos.
Yo tenía escasa capacidad, ninguna fuerza y poca astucia. Siempre llevaba la peor parte. Mientras me
entretenía observando la maravillosa bellota, verde y pulida, con su caperuza rugosa y gris, mientras trataba
torpemente de fabricarme con ella una de esas pipas que luego me arrebataban, ya me había caído un
diluvio de bellotazos en la cabeza. Cuando estaba en el segundo año se me ocurrió llevar un sombrero
impermeable de color verde vivo. Este sombrero pertenecía a mi padre; como su manta de castilla, sus
faroles de señales verdes y rojas que estaban cargados de fascinación para mí y apenas podía los llevaba
al colegio para pavonearme con ellos... Esta vez llovía implacablemente y nada más formidable que el
sombrero de hule verde que parecía un loro. Apenas llegué al galpón en que corrían como locos trescientos
forajidos, mi sombrero voló como un loro. Yo lo perseguía y cuando lo iba a cazar volaba de nuevo entre los
aullidos más ensordecedores que escuché jamás. Nunca lo volví a ver.
En estos recuerdos no veo bien la precisión periódica del tiempo. Se me confunden hechos
minúsculos que tuvieron importancia para mí y me parece que debe ser ésta mi primera aventura erótica,
extrañamente mezclada a la historia natural. Tal vez el amor y la naturaleza fueron desde muy temprano los
yacimientos de mi poesía.
Frente a mi casa vivían dos muchachas que de continuo me lanzaban miradas que me ruborizaban.
Lo que yo tenía de tímido y de silencioso lo tenían ellas de precoces y diabólicas. Esa vez, parado en la
puerta de mi casa, trataba de no mirarlas. Tenían en sus manos algo que me fascinaba. Me acerqué con
cautela y me mostraron un nido de pájaro silvestre, tejido con musgo y plumillas, que guardaba en su
interior unos maravillosos huevecillos de color turquesa. Cuando fui a tomarlo una de ellas me dijo que
primero debían hurgar en mis ropas. Temblé de terror y me escabullí rápidamente, perseguido por las
jóvenes ninfas que enarbolaban el incitante tesoro. En la persecución entré por un callejón hacia el local
deshabitado de una panadería de propiedad de mi padre. Las asaltantes lograron alcanzarme y
comenzaban a despojarme de mis pantalones cuando por el corredor se oyeron los pasos de mi padre. Allí
terminó el nido. Los maravillosos huevecillos quedaron rotos en la panadería abandonada, mientras, debajo
del mostrador, asaltado y asaltantes conteníamos la respiración.
Recuerdo también que una vez, buscando los pequeños objetos y los minúsculos seres de mi mundo
en el fondo de mi casa, encontré un agujero en una tabla del cercado. Miré a través del hueco y vi un
terreno igual al de mi casa, baldío y silvestre. Me retiré unos pasos porque vagamente supe que iba a pasar
algo. De pronto apareció una mano. Era la mano pequeñita de un niño de mi edad. Cuando me acerqué ya
no estaba la mano y en su lugar había una diminuta oveja blanca.
Era una oveja de lana desteñida. Las ruedas con que se deslizaba se habían escapado. Nunca había
visto yo una oveja tan linda. Fui a mi casa y volví con un regalo que dejé en el mismo sitio: una piña de pino,
entreabierta, olorosa y balsámica que yo adoraba.
Nunca más vi la mano del niño. Nunca más he vuelto a ver una ovejita como aquélla. La perdí en un
incendio. Y aún ahora, en estos años, cuando paso por una juguetería, miro furtivamente las vitrinas. Pero
es inútil. Nunca más se hizo una oveja como aquélla.
EL ARTE DE LA LLUVIA
Así como se desataban el frío, la lluvia y el barro de las calles, es decir, el cínico y desmantelado
invierno del sur de América, el verano también llegaba a esas regiones, amarillo y abrasador. Estábamos
rodeados de montañas vírgenes, pero yo quería conocer el mar. Por suerte mi voluntarioso padre consiguió
una casa prestada de uno de sus numerosos compadres ferroviarios. Mi padre, el conductor, en plenas
tinieblas, a las cuatro de la noche (nunca he sabido por qué se dice las cuatro de la mañana) despertaba a
toda la casa con su pito de conductor. Desde ese minuto no había paz, ni tampoco había luz, y entre velas
cuyas llamitas se doblegaban por causa de las rachas que se colaban por todas partes, mi madre, mis
hermanos Laura y Rodolfo y la cocinera corrían de un lado a otro enrollando grandes colchones que se
transformaban en pelotas inmensas envueltas en telas de yute que eran apresuradamente corridas por las
mujeres. Había que embarcar las camas en el tren. Estaban calientes todavía los colchones cuando partían
a la estación cercana. Enclenque y febe por naturaleza, sobresaltado en mitad del sueño, yo sentía náuseas
y escalofríos. Mientras tanto los trajines seguían, sin terminar nunca, en la casa. No había cosa que no se
llevaran para ese mes de vacaciones de pobres. Hasta los secadores de mimbre, que se ponían sobre los
braseros encendidos para secar las sábanas y la ropa perpetuamente humedecida por el clima, eran
etiquetados y metidos en la carreta que esperaba los bultos.
El tren recorría un trozo de aquella provincia fría desde Temuco hasta Carahue. Cruzaba inmensas
extensiones deshabitadas sin cultivos, cruzaba los bosques vírgenes, sonaba como un terremoto por
túneles y puentes. Las estaciones quedaban aisladas en medio del campo, entre aromos y manzanos
floridos. Los indios araucanos con sus ropas rituales y su majestad ancestral esperaban en las estaciones
para vender a los pasajeros corderos, gallinas, huevos y tejidos. Mi padre siempre compraba algo con
interminable regateo. Era de ver su pequeña barba rubia levantando una gallina frente a una araucana
impenetrable que no bajaba en medio centavo el precio de su mercadería.
Cada estación tenía un nombre más hermoso, casi todos heredados de las antiguas posesiones
araucanas. Esa fue la región de los más encarnizados combates entre los invasores españoles y los
primeros chilenos, hijos profundos de aquella tierra.
Labranza era la primera estación, Boroa y Ranquilco la seguían. Nombres con aroma de plantas
salvajes, y a mí me cautivaban con sus sílabas. Siempre estos nombres araucanos significaban algo
delicioso: miel escondida, lagunas o río cerca de un bosque, o monte con apellido de pájaro. Pasábamos
por la pequeña aldea de Imperial donde casi fue ejecutado por el gobernador español el poeta don Alonso
de Ercilla. En los siglos XV y XVI aquí estuvo la capital de los conquistadores. Los araucanos en su guerra
patria inventaron la táctica de tierra arrasada. No dejaron piedra sobre piedra de la ciudad descrita por
Ercilla como bella y soberbia.
Y luego la llegada a la ciudad fluvial. El tren daba sus pitazos más alegres, oscurecía el campo y la
estación ferroviaria con inmensos penachos de humo de carbón, tintineaban las campanas y se olía ya el
curso ancho, celeste y tranquilo, del río Imperial que se acercaba al océano. Bajar los bultos innumerables,
ordenar la pequeña familia y dirigirnos en carreta tirada por bueyes hasta el vapor que bajaría por el río
Imperial, era toda una función dirigida por los ojos azules y el pito ferroviario de mi padre. Bultos y nosotros
nos metíamos en el barquito que nos llevaba al mar. No había camarotes. Yo me sentaba cerca de proa.
Las ruedas movían con sus paletas la corriente fluvial, las máquinas de la pequeña embarcación resoplaban
y rechinaban, la gente sureña taciturna se quedaba como muebles inmóviles dispersos por la cubierta.
Algún acordeón lanzaba su lamento romántico, su incitación al amor. No hay nada más invasivo para
un corazón de quince años que una navegación por un río ancho y desconocido, entre riberas montañosas,
en el camino del misterioso mar.
Bajo Imperial era sólo una hilera de casas de techos colorados. Estaba situado sobre la frente del río.
Desde la casa que nos esperaba y, aún antes, desde los muelles desvencijados donde atracó el vaporcito,
escuché a la distancia el trueno marino, una conmoción lejana. El oleaje entraba en mi existencia.
La casa pertenecía a don Horacio Pacheco, agricultor gigantón que, durante ese mes de nuestra
ocupación de su casa, iba y llevaba por las colinas y los caminos intransitables su locomóvil y su trilladora.
Con su máquina cosechaba el trigo de los indios y de los campesinos, aislados de la población costera. Era
un hombrón que de repente irrumpía en nuestra familia ferroviaria hablando con voz estentórea y cubierto
de polvo y paja cereales. Luego, con el mismo estruendo, volvía a sus trabajos en las montañas. Fue para
mí un ejemplo más de las vidas duras de mi región austral.
Todo era misterioso para mí en aquella casa, en las calles maltrechas, en las desconocidas
existencias que me rodeaban, en el sonido profundo de la marina lejanía. La casa tenía lo que me pareció
un inmenso jardín desordenado, con una glorieta central menoscabada por la lluvia, glorieta de maderos
blancos cubiertos por las enredaderas. Salvo mi insignificante persona nadie entraba jamás en la sombría
soledad donde crecían las yedras, las madreselvas y mi poesía. Por cierto que había en aquel jardín
extraño otro objeto fascinante: era un bote grande, huérfano de un gran naufragio, que allí en el jardín yacía
sin olas ni tormentas, encallado entre las amapolas.
Porque lo extraño de aquel jardín salvaje era que por designio o por descuido había solamente
amapolas. Las otras plantas se habían retirado del sombrío recinto. Las había grandes y blancas como
palomas, escarlatas como gotas de sangre, moradas y negras, como viudas olvidadas. Yo nunca había
visto tanta inmensidad de amapolas y nunca más las he vuelto a ver. Aunque las miraba con mucho
respeto, con cierto supersticioso temor que sólo ellas infunden entre todas las flores, no dejaba de cortar de
cuando en cuando alguna cuyo tallo quebrado dejaba una leche áspera en mis manos y una ráfaga de
perfume inhumano. Luego acariciaba y guardaba en un libro los pétalos de seda suntuosos. Eran para mí
alas de grandes mariposas que no sabían volar.
Cuando estuve por primera vez frente al océano quedé sobrecogido. Allí entre dos grandes cerros (el
Huilque y el Maule) se desarrollaba la furia del gran mar. No sólo eran las inmensas olas nevadas que se
levantaban a muchos metros sobre nuestras cabezas, sino un estruendo de corazón colosal, la palpitación
del universo.
Allí la familia disponía sus manteles y sus teteras. Los alimentos me llegaban enarenados a la boca,
lo que no me importaba mucho. Lo que me asustaba era el momento apocalíptico en que mi padre nos
ordenaba el baño de mar de cada día. Lejos de las olas gigantes, el agua nos salpicaba a mi hermana
Laura y a mí con sus latigazos de frío. Y creíamos temblando que el dedo de una ola nos arrastraría hacia
las montañas del mar. Cuando ya con los dientes castañeteando y las costillas amoratadas, nos
disponíamos mi hermana y yo, tomados de la mano, a morir, sonaba el pito ferroviario y mi padre nos
ordenaba salir del martirio.
Contaré otros misterios del territorio aquél. Uno eran los percherones y otro la casa de las tres
mujeres encantadas.
Al extremo del villorrio se alzaban unas casas grandes. Eran establecimientos posiblemente de
curtiembres. Pertenecían a unos vascos franceses. Casi siempre estos vascos manejaban en el sur de
Chile las industrias del cuero. La verdad es que no sé bien de qué se trataba. Lo único que me interesaba
era ver cómo salían de los portones, a cierta hora del atardecer, unos grandes caballos que atravesaban el
pueblo.
Eran caballos percherones, potros y yeguas de estatura gigantesca. Sus grandes crines caían como
cabelleras sobre los altísimos lomos. Tenían patas inmensas también cubiertas de ramos de pelambre que,
al galopar, ondulaban como penachos. Eran rojos, blancos, rosillos, poderosos. Así habrían andado los
volcanes si pudieran trotar y galopar como aquellos caballos colosales. Como una conmoción de terremoto
caminaban sobre las calles polvorientas y pedregosas. Relinchaban roncamente haciendo un ruido
subterráneo que estremecía la tranquila atmósfera. Arrogantes, inconmensurables y estatuarios, nunca he
vuelto a ver caballos como ésos en mi vida, a no ser aquellos que vi en China, tallados en piedra como
monumentos tumbales de la dinastía Ming. Pero la piedra más venerable no puede dar el espectáculo de
aquellas tremendas vidas animales que parecían, a mis ojos de niño, salir de la oscuridad de los sueños
para dirigirse a otro mundo de gigantes.
En realidad, aquel mundo silvestre estaba lleno de caballos. Por las calles, jinetes chilenos, alemanes
o mapuches, todos con ponchos de lana negra de castilla, subían o bajaban de sus monturas. Los animales
flacos o bien tratados, escuálidos u opulentos, se quedaban allí donde los jinetes los dejaban, rumiando
hierbas de las veredas y echando vapor por las narices. Estaban acostumbrados a sus amos y a la solitaria
vida de poblado. Volvían más tarde, cargados con bolsas de comestibles o de herramientas, hacia las
intrincadas alturas, subiendo por pésimos caminos o galopando infinitamente por la arena junto al mar. De
cuando en cuando salía de una agencia de empeño o de una taberna sombría algún jinete araucano que,
con dificultad, montaba a su inmutable caballo y que luego tomaba el camino de regreso a su casa entre los
montes, tambaleando de lado a lado, borracho hasta la inconsciencia. Al mirarlo comenzar y continuar su
camino, me parecía que el centauro alcoholizado iba a caer al suelo cada vez que se ladeaba
peligrosamente, pero me equivocaba: siempre volvía a erguirse para luego inclinarse otra vez doblándose
hacia el otro lado y siempre recuperándose pegado a la montura. Así continuaría montado sobre el caballo
por kilómetros y kilómetros, hasta undirse en la salvaje naturaleza como un animal vacilante, oscuramente
invulnerable.
Muchos veranos más volvimos, con las mismas ceremonias domésticas, a la región fascinante. Fui
creciendo, leyendo, enamorándome y escribiendo al paso del tiempo, entre los amargos inviernos de
Temuco y el misterioso estío de la costa.
Me acostumbré a andar a caballo. Mi vida fue haciéndose más alta y espaciosa por las rutas de
empinada arcilla, por caminos de curvas imprevistas. Me salían al encuentro los vegetales enmarañados, el
silencio o el sonido de los pájaros selváticos, el estallido súbito de un árbol florido, cubierto con un traje
escarlata como un inmenso arzobispo de las montañas, o nevado por una batalla de flores desconocidas. O
de cuando en cuando también, inesperada, la flor del copihue, salvaje, indomable, irreductibles, colgando de
los matorrales como una gota fresca de sangre. Fui habituándome al caballo, a la montura, a los duros y
complicados aperos, a las crueles espuelas que tintineaban en mis talones. Se comenzó por infinitas playas
o montes enmarañados una comunicación entre mi alma, es decir, entre mi poesía y la tierra más solitaria
del mundo. De esto hace muchos años, pero esa comunicación, esa revelación, ese pacto con el espacio
han continuado existiendo en mi vida.
MI PRIMER POEMA
Ahora voy a contarles alguna historia de pájaros. En el lago Budi perseguían a los cisnes con
ferocidad. Se acercaban a ellos sigilosamente en los botes y luego rápido, rápido remaban... Los cisnes,
como los albatros, emprenden difícilmente el vuelo, deben correr patinando sobre el agua. Levantan con
dificultad sus grandes alas. Los alcanzaban y a garrotazos terminaban con ellos.
Me trajeron un cisne medio muerto. Era una de esas maravillosas aves que no he vuelto a ver en el
mundo, el cisne cuello negro.
Una nave de nieve con el esbelto cuello como metido en una estrecha media de seda negra. El pico
anaranjado y los ojos rojos.
Esto fue cerca del mar, en Puerto Saavedra, Imperial del Sur.
Me lo entregaron casi muerto. Bañé sus heridas y le empujé pedacitos de pan y de pescado a la
garganta. Todo lo devolvía. Sin embargo, fue reponiéndose de sus lastimaduras, comenzó a comprender
que yo era su amigo. Y yo comencé a comprender que la nostalgia lo mataba. Entonces, cargando el
pesado pájaro en mis brazos por las calles, lo llevaba al río. El nadaba un poco, cerca de mí. Yo quería que
pescara y e indicaba las piedrecitas del fondo, las arenas por donde se deslizaban los plateados peces de
sur. Pero él miraba con ojos tristes la distancia.
Así cada día, por más de veinte, lo llevé al río y lo traje a mi casa. El cisne era casi tan grande como
yo. Una tarde estuvo más ensimismado, nadó cerca de mí, pero no se distrajo con las musarañas con que
yo quería enseñarle de nuevo a pescar. Se estuvo muy quieto y lo tomé de nuevo en brazos para llevármelo
a casa. Entonces, cuando lo tenía a la altura de mi pecho, sentí que se desenrollaba una cinta, algo como
un brazo negro me rozaba la cara. Era su largo y ondulante cuello que caía. Así aprendí que los cisnes no
cantan cuando mueren.
El verano es abrasador en Cautín. Quema el cielo y el trigo. La tierra quiere recuperarse de su
letargo. Las casas no están preparadas para el verano, como no lo estuvieron para el invierno. Yo me voy
por el campo y ando, ando. Me pierdo en el cerro Ñielol. Estoy solo, tengo el bolsillo lleno de escarabajos.
En una caja llevo una araña peluda recién cazada. Arriba no se ve el cielo. La selva está siempre húmeda,
me resbalo; de repente grita un pájaro, es el grito fantasmal del chucao. Crece desde mis pies una
advertencia aterradora. Apenas se distinguen como gotas de sangre los copihues. Soy sólo un ser
minúsculo bajo los heléchos gigantes. Junto a mi boca vuela una torcaza con un ruido seco de alas. Más
arriba otros pájaros se ríen de mí con risa ronca. Encuentro difícilmente el camino. Ya es tarde.
Mi padre no ha llegado. Llegará a las tres o a las cuatro de la mañana. Me voy arriba, a mi pieza. Leo
a Salgari. Se descarga la lluvia como una catarata. En un minuto la noche y la lluvia cubren el mundo. Allí
estoy solo y en mi cuaderno de aritmética escribo versos. A la mañana siguiente me levanto muy temprano.
Las ciruelas están verdes. Salto los cerros. Llevo un paquetito con sal. Me subo a un árbol, me instalo
cómodamente, muerdo con cuidado una ciruela y le saco un pedacito, luego la empapo con la sal. Me la
como. Así hasta cien ciruelas. Ya lo sé que es de masiado.
Como se nos ha incendiado la casa, esta nueva es misteriosa. Subo al cerco y miro a los vecinos. No
hay nadie. Levanto unos palos. Nada más que unas miserables arañas chicas. En el fondo del sitio está el
excusado. Los árboles junto a él tienen orugas. Los almendros muestran su fruta forrada en felpa blanca. Sé
cómo cazar los moscardones sin hacerles daño, con un pañuelo. Los mantengo prisioneros un rato y los
levanto a mis oídos. ¡Qué precioso zumbido!
Qué soledad la de un pequeño niño poeta, vestido de negro, en la frontera espaciosa y terrible. La
vida y los libros poco a poco me van dejando entrever misterios abrumadores.
No puedo olvidarme de lo que leí anoche: la fruta del pan salvó a Sandokán y a sus compañeros en
una lejana Malasia.
No me gusta Búfalo Bill porque mata a los indios. ¡Pero qué buen corredor de caballo! ¡Qué hermosas
las praderas y las tiendas cónicas de los pieles rojas!
Muchas veces me han preguntado cuándo escribí mi primer poema, cuándo nació en mí la poesía.
Trataré de recordarlo. Muy atrás en mi infancia y habiendo apenas aprendido a escribir, sentí una vez
una intensa emoción y tracé unas cuantas palabras semirrimadas, pero extrañas a mí, diferentes del
lenguaje diario. Las puse en limpio en un papel, preso de una ansiedad profunda, de un sentimiento hasta
entonces desconocido, especie de angustia y de tristeza. Era un poema dedicado a mi madre, es decir, a la
que conocí por tal, a la angelical madrastra cuya suave sombra protegió toda mi infancia. Completamente
incapaz de juzgar mi primera producción, se la llevé a mis padres. Ellos estaban en el comedor, sumergidos
en una de esas conversaciones en voz baja que dividen más que un río el mundo de los niños y el de los
adultos. Les alargué el papel con las líneas, tembloroso aún con la primera visita de la inspiración. Mi padre,
distraídamente, lo tomó en sus manos, distraídamente lo leyó, distraídamente me lo devolvió, diciéndome:
—¿De dónde lo copiaste?
Y siguió conversando en voz baja con mi madre de sus importantes y remotos asuntos.
Me parece recordar que así nació mi primer poema y que así recibí la primera muestra distraída de la
crítica literaria.
Mientras tanto avanzaba en el mundo del conocimiento, en el desordenado río de los libros como un
navegante solitario. Mi avidez de lectura no descansaba de día ni de noche. En la costa, en el pequeño
Puerto Saavedra, encontré una biblioteca municipal y un viejo poeta, don Augusto Winter, que se admiraba
de mi voracidad literaria. "¿Ya los leyó?", me decía, pasándome un nuevo Vargas Vila, un Ibsen, un
Rocambole. Como un avestruz, yo tragaba sin discriminar.
Por ese tiempo llegó a Temuco una señora alta, con vestidos muy largos y zapatos de taco bajo. Era
la nueva directora del liceo de niñas. Venía de nuestra ciudad austral, de las nieves de Magallanes. Se
llamaba Gabriela Mistral.
Yo la miraba pasar por las calles de mi pueblo con sus ropones talares, y le tenía miedo. Pero,
cuando me llevaron a visitarla, la encontré buenamoza. En su rostro tostado en que la sangre india
predominaba como en un bello cántaro araucano, sus dientes blanquísimos se mostraban en una sonrisa
plena y generosa que iluminaba la habitación.
Yo era demasiado joven para ser su amigo, y demasiado tímido y ensimismado. La vi muy pocas
veces. Lo bastante para que cada vez saliera con algunos libros que me regalaba. Eran siempre novelas
rusas que ella consideraba como lo más extraordinario de la literatura mundial. Puedo decir que Gabriela
me embarcó en esa seria y terrible visión de los novelistas rusos y que Tolstoi, Destines, Chejov, entraron
en mi más profunda predilección. Siguen acompañándome.
LA CASA DE LAS TRES VIUDAS
Una vez me convidaron a una trilla de yeguas. Era un sitio alto, por las montañas, y quedaba bastante
lejos del pueblo. Me gustó la aventura de irme solo, adivinando los caminos en aquellas serranías. Pensé
que, si me perdía, alguien me daría auxilio. Con mi cabalgadura nos distanciamos de Bajo Imperial y
pasamos estrechamente la barra del río. El Pacífico allí se desencadena y ataca con intermitencia las rocas
y los matorrales del cerro Maule, última colina, muy alta ella. Luego me desvié por las márgenes del lago
Budi. El oleaje asaltaba con tremendos golpes los pedestales del cerro. Había que aprovechar aquellos
minutos en que una ola se desbarataba y se recogía para recobrar su fuerza. Entonces atravesábamos
apresuradamente el trecho entre el cerro y el agua, antes de que una nueva ola nos aplastara a mí y a mi
cabalgadura contra el áspero cerro.
Pasado el peligro, hacia el poniente comenzaba la lámina inmóvil y azul del lago. El arenal de la costa
se extendía interminablemente hacia la desembocadura del lago Toltén, muy lejos de allí. Estas costas de
Chile, a menudo faraónicas y rocosas, se transforman de pronto en cintas interminables y se puede viajar
dos días y noches sobre la arena y junto a la espuma del mar.
Son playas que parecen infinitas. Forman a lo largo de Chile como el anillo de un planeta, como una
sortija envolvente acosada por el estruendo de los mares australes: una pista que semeja dar la vuelta por
la costa chilena hasta más allá del Polo Sur.
Por el lado de los bosques me saludaban los avellanos de ramajes verdeoscuros y brillantes,
tachonados a veces por racimos de frutas, avellanas que parecían pintadas de bermellón, tan rojas son en
esa época del año. Los colosales heléchos del sur de Chile eran tan altos que pasábamos bajo sus ramas
sin tocarlos, yo y mi caballo. Cuando mi cabeza rozaba sus verdes, caía sobre nosotros una descarga de
rocío. A mi lado derecho se extendía el lago Budi: una lámina constante y azul que limitaba con los lejanos
bosques.
Solamente al final vi algunos habitantes. Eran extraños pescadores. En aquel trecho en que se unen,
o se besan, o se agreden el océano y el lago, quedaban entre dos aguas algunos peces marinos,
expulsados por las aguas violentas. Especialmente codiciadas eran las grandes lisas, anchos peces
plateados que en esos bajíos se debatían extraviados. Los pescadores, uno, dos, cuatro, cinco, verticales y
ensimismados, acechaban el rastro de los peces perdidos y, de pronto, con un golpe formidable dejaban
caer un largo tridente sobre el agua. Luego levantaban en lo alto aquellas ovaladas pulpas de plata que
temblaban y brillaban al sol antes de morir en el cesto de los pescadores. Ya atardecía. Había abandonado
las riberas del lago y me había internado buscando el rumbo en las encrespadas estribaciones de los
montes. Oscurecía palmo a palmo. De pronto cruzaba como un ronco susurro el lamento de un desconocido
pájaro selvático. Algún águila o cóndor desde la altura crepuscular parecía detener sus alas negras,
señalando mi presencia, siguiéndome con pesado vuelo. Aullaban o ladraban o cruzaban el camino veloces
zorros de cola roja, o ignoradas alimañas del bosque secreto.
Comprendí que me había extraviado. La noche y la selva, que fueron mi regocijo, ahora me
amenazaban, me llenaban de pavor. Un único, solitario viajero se cruzó de repente conmigo en la
oscureciente soledad del camino. Al acercarnos y detenerme vi que era uno más de esos campesinos
desgarbados, de poncho pobre y caballo flaco, que de cuando en cuando emergían del silencio.
Le conté lo que me pasaba.
Me contestó que ya no llegaría yo aquella noche a la trilla. El conocía rincón por rincón todo el
paisaje; sabía el lugar exacto donde estaban trillando. Le dije que yo no quería pasar la noche a la
intemperie; le pedí que me diera algún consejo para guarecerme hasta que amaneciera. Sobriamente me
indicó que siguiera por dos leguas un pequeño sendero derivado del camino. "De lejos va a ver las luces de
una casa grande de madera, de dos pisos", me dijo.
—¿Es un hotel? —le pregunté.
—No, jovencito. Pero lo recibirán muy bien. Son tres señoras francesas madereras que viven aquí
desde hace treinta años. Son muy buenas con todo el mundo. Lo acogerán a usted.
Agradecí al huaso sus parsimoniosos consejos y él se alejó trotando sobre el desvencijado caballejo.
Yo continué por el estrecho sendero, como un alma en pena. Una luna virginal, curva y blanca como un
fragmento de uña recién cortada, comenzaba su ascenso por el cielo.
Cerca de las nueve de la noche divisé las inconfundibles luces de una casa. Apresuré mi caballo
antes de que cerrojos y trancas me vedaran la entrada a aquel milagroso santuario. Pasé las tranqueras de
la propiedad y, esquivando troncos cortados y montañas de aserrín, llegué a la puerta o pórtico blanco de
aquella casa tan insólitamente perdida en aquellas soledades. Llamé a la puerta, primero suavemente,
luego con más fuerza. Cuando pasaron los minutos y pavorosamente imaginé que no había nadie, apareció
una señora de pelo blanco, delgada y enlutada. Me examinó con ojos severos y luego entreabrió la puerta
para interrogar al intempestivo viajero.
—¿Quién es usted y qué desea? —dijo una voz suave de fantasma.
—Me he perdido en la selva. Soy estudiante. Me convidaron a la trilla de los Hernández. Vengo muy
cansado. Me dijeron que usted y sus hermanas son muy bondadosas. Sólo deseo dormir en cualquier
rincón y seguir al alba mi camino hacia la cosecha de los Hernández.
—Adelante —me contestó—. Está usted en su casa. Me llevó a un salón oscuro y ella misma
encendió dos o tres lámparas de parafina. Observé que eran bellas lámparas art nouveau, de opalina y
bronces dorados. El salón olía a húmedo.
Grandes cortinas rojas resguardaban las altas ventanas. Los sillones estaban cubiertos por una
camisa blanca que los preservaba. ¿De qué?
Aquél era un salón de otro siglo, indefinible e inquietante como un sueño. La nostálgica dama de
cabellera blanca, vestida de luto, se movía sin que yo viera sus pies, sin que se oyeran sus pasos, tocando
sus manos una cosa u otra, un álbum, un abanico, de aquí para allá, dentro del silencio.
Me pareció haber caído al fondo de un lago y en sus honduras sobrevivir soñando, muy cansado. De
pronto entraron dos señoras idénticas a la que me recibió. Era ya tarde y hacía frío. Se sentaron a mi
alrededor, una con leve sonrisa de lejanísima coquetería, la otra mirándome con los mismos melancólicos
ojos de la que me abrió la puerta.
La conversación se fue súbitamente muy lejos de aquellos campos remotos, lejos también de la
noche taladrada por miles de insectos, croar de ranas y cantos de pájaros nocturnos. Indagaban sobre mis
estudios. Nombré inesperadamente a Baudelaire, diciéndoles que yo había empezado a traducir sus versos.
Fue como una chispa eléctrica. Las tres damas apagadas se encendieron. Sus transidos ojos y sus
rígidos rostros se transmutaron, como si se les hubieran desprendido tres máscaras antiguas de sus
antiguos rasgos.
—¡Baudelaire! —exclamaron—. Es quizá la primera vez, desde que el mundo existe, que se
pronuncia ese nombre en estas soledades. Aquí tenemos sus Fleurs du mal. Solamente nosotras podemos
leer sus maravillosas páginas en 500 kilómetros a la redonda. Nadie sabe francés en estas montañas.
Dos de las hermanas habían nacido en Aviñón. La más joven, francesa también de sangre, era
chilena de nacimiento. Sus abuelos, sus padres, todos sus familiares habían muerto hacía mucho tiempo.
Ellas tres se acostumbraron a la lluvia, al viento, al aserrín del aserradero, al contacto de un escasísimo
número de campesinos primitivos y de sirvientes rústicos. Decidieron quedarse allí, única casa en aquellas
montañas hirsutas.
Entró una empleada indígena y susurró algo al oído de la señora mayor. Salimos entonces, a través
de corredores helados, para llegar al comedor. Me quedé atónito. En el centro de la estancia, una mesa
redonda de largos manteles blancos se iluminaba con dos candelabros de plata llenos de velas encendidas.
La plata y el cristal brillaban al par en aquella mesa sorprendente. Me invadió una timidez extrema, como si
me hubiera invitado la reina Victoria a comer en su palacio. Llegaba desgreñado, fatigado y polvoriento, y
aquélla era una mesa que parecía haber estado esperando a un príncipe. Yo estaba muy lejos de serlo.
Más bien debía parecerles un sudoroso arriero que había dejado a la puerta su tropilla de ganado.
Pocas veces he comido tan bien. Mis anfitrionas eran maestras de cocina y habían heredado de sus
abuelos las recetas de la dulce Francia. Cada guiso era inesperado, sabroso y oloroso. De sus bodegas
trajeron vinos viejos, conservados por ellas según las leyes del vino de Francia.
A pesar de que el cansancio me cerraba de repente los ojos, les oía referir cosas extrañas. El mayor
orgullo de las hermanas era e refinamiento culinario; la mesa era para ellas el cultivo de una herencia
sagrada, de una cultura a la que nunca más regresarían, apartadas de su patria por el tiempo y por mares
inmensos. Me mostraron, como burlándose de sí mismas, un curioso fichero.
—Somos unas viejas maniáticas —me dijo la menor. Durante 30 años habían sido visitadas por 27
viajeros que llegaron hasta esta casa remota, unos por negocios, otros por curiosidad, algunos como yo por
azar. Lo nunca visto era que guardaban una ficha relativa a cada uno de ellos, con a fecha de la visita y el
menú que ellas habían aderezado en cada ocasión.
—El menú lo conservamos para no repetir un solo plato, si alguna vez volvieran esos amigos.
Me fui a dormir y caí en la cama como un saco de cebollas en un mercado. Al alba, en la oscuridad,
encendí una vela, me lavé y me vestí. Ya clareaba cuando uno de los mozos me ensilló el caballo. No me
atreví a despedirme de las damas gentiles y enlutadas. En el fondo de mí algo me decía que todo aquello
había sido un sueño extraño y encantador y que no debía despertarme para no romper el hechizo.
Hace ya cuarenta y cinco años de este suceso, acontecido en el comienzo de mi adolescencia. ¿Qué
habrá pasado con aquellas tres señoras desterradas con sus Fleurs du mal en medio de la selva virgen?
¿Qué habrá sido de sus viejas botellas de vino, de su mesa resplandeciente iluminada por 20 bujías? ¿Cuál
habrá sido el destino de los aserraderos y de la casa blanca perdida entre los árboles?
Habrá sobrevenido lo más sencillo de todo: la muerte y el olvido. Quizá la selva devoró aquellas vidas
y aquellos salones que me acogieron en una noche inolvidable. Pero en mi recuerdo siguen viviendo como
en el fondo transparente del lago de los sueños.
Honor a esas tres mujeres melancólicas que en su salvaje soledad lucharon sin utilidad ninguna para
mantener un antiguo decoro. Defendían lo que supieron hacer las manos de sus antepasados, es decir, las
últimas gotas de una cultura deliciosa, allá lejos, en el último límite de las montañas más impenetrables y
más solitarias del mundo.
EL AMOR JUNTO AL TRIGO
Llegué al campamento de los Hernández antes del mediodía, fresco y alegre. Mi cabalgata solitaria
por los caminos desiertos, el descanso del sueño, todo eso refulgía en mi taciturna juventud.
La trilla del trigo, de la avena, de la cebada, se hacía aún a yegua. No hay nada más alegre en el
mundo que ver girar las yeguas, trotando alrededor de la parva del grano, bajo el grito acucioso de los
jinetes. Había un sol espléndido, y el aire era un diamante silvestre que hacía brillar las montañas. La trilla
es una fiesta de oro. La paja amarilla se acumula en montañas doradas; todo es actividad y bullicio; sacos
que corren y se llenan; mujeres que cocinan; caballos que se desbocan; perros que ladran; niños que a
cada instante hay que librar, como si fueran frutos de la paja, de las patas de los caballos.
Los Hernández eran una tribu singular. Los hombres despeinados y sin afeitarse, en mangas de
camisa y con revólver al cinto, estaban casi siempre pringados de aceite, de polvo cereal, de barro, o
mojados hasta los huesos por la lluvia. Padres, hijos, sobrinos, primos eran todos de la misma catadura.
Permanecían horas enteras ocupados debajo de un motor, encima de un techo, trepados a una máquina
trilladora. Nunca conversaban. De todo hablaban en broma, salvo cuando se peleaban. Para pelear eran
unas trombas marinas; arrasaban con lo que se les ponía por delante. Eran también los primeros en los
asados de res a pleno campo, en el vino tinto y en las guitarras plañideras. Eran hombres de la frontera, la
gente que a mí me gustaba. Yo, estudiantil y pálido, me sentía disminuido junto a aquellos bárbaros activos;
y ellos, no sé por qué, me trataban con cierta delicadeza que en general no tenían para nadie.
Después del asado, de las guitarras, del cansancio cegador del sol y del trigo, había que
arreglárselas para pasar la noche. Los matrimonios y las mujeres solas se acomodaban en el suelo, dentro
del campamento levantado con tablas recién cortadas. Encuanto a los muchachos, fuimos destinados a
dormir en la era. La era elevaba su montaña de paja y podía incrustarse un pueblo entero en su blandura
amarilla.
Para mí todo aquello era una inusitada incomodidad. No sabía cómo desenvolverme. Puse
cuidadosamente mis zapatos bajo una capa de paja de trigo, la cual debía servirme como almohada. Me
quité la ropa, me envolví en mi poncho y me hundí en la montaña de paja. Quedé lejos de todos los otros
que, de inmediato y en forma unánime, se consagraron a roncar.
Yo me quedé mucho tiempo tendido de espaldas, con los ojos abiertos, la cara y los brazos cubiertos
por la paja. La noche era clara, fría y penetrante. No había luna pero las estrellas parecían recién mojadas
por la lluvia y, sobre el sueño ciego de todos los demás, solamente para mí titilaban en el regazo del cielo.
Luego me quedé dormido. Desperté de pronto porque algo se aproximaba a mí, un cuerpo desconocido se
movía debajo de la paja y se acercaba al mío. Tuve miedo. Ese algo se arrimaba lentamente. Sentía
quebrarse las briznas de paja, aplastadas por la forma desconocida que avanzaba. Todo mi cuerpo estaba
alerta, esperando. Tal vez debía levantarme o gritar. Me quedé inmóvil. Oía una respiración muy cercana a
mi cabeza.
De pronto avanzó una mano sobre mí, una mano grande, trabajadora, pero una mano de mujer. Me
recorrió la frente, los ojos, todo el rostro con dulzura. Luego una boca ávida se pegó a la mía y sentí, a lo
largo de todo mi cuerpo, hasta mis pies, un cuerpo de mujer que se apretaba conmigo.
Poco a poco mi temor se cambió en placer intenso. Mi mano recorrió una cabellera con trenzas, una
frente lisa, unos ojos de párpados cerrados, suaves como amapolas. Mi mano siguió buscando y toqué dos
senos grandes y firmes, unas anchas y redondas nalgas, unas piernas que me entrelazaban, y hundí los
dedos en un pubis como musgo de las montañas. Ni una palabra salía ni salió de aquella boca anónima.
Cuan difícil es hacer el amor sin causar ruido en una montaña de paja, perforada por siete u ocho
hombres más, hombres dormidos que por nada del mundo deben ser despertados. Mas lo cierto es que
todo puede hacerse, aunque cueste infinito cuidado. Algo más tarde, también la desconocida se quedó
bruscamente dormida junto a mí y yo, afiebrado por aquella situación, comencé a aterrorizarme. Pronto
amanecería, pensaba, y los primeros trabajadores encontrarían a la mujer desnuda en la era, tendida junto
a mí. Pero también yo me quedé dormido. Al despertar extendí la mano sobresaltado y sólo encontré un
hueco tibio, su tibia ausencia. Pronto un pájaro empezó a cantar y luego la selva entera se llenó de gorjeos.
Sonó un pitazo de motor, y hombres y mujeres comenzaron a transitar y afanarse junto a la era y sus
trabajos. El nuevo día de la trilla se iniciaba.
Al mediodía almorzábamos reunidos alrededor de unas largas tablas. Yo miraba de soslayo mientras
comía, buscando entre las mujeres la que pudiera haber sido la visitante nocturna. Pero unas eran
demasiado viejas, otras demasiado flacas, muchas eran jovencitas delgadas como sardinas. Y yo buscaba
una mujer compacta, de buenos pechos y trenzas largas. De repente entró una señora que traía un trozo de
asado para su marido, uno de los Hernández. Esta sí que podía ser. Al contemplarla yo desde el otro
extremo de la mesa creí notar que aquella hermosa mujer de grandes trenzas me miraba con una mirada
rápida y me sonreía con una pequeñísima sonrisa. Y me pareció que esa sonrisa se hacía más grande y
más profunda, se abría dentro de mi cuerpo.

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