2. PERDIDO EN LA CIUDAD
LAS CASAS DE PENSIÓN
Después de muchos años de Liceo, en que tropecé siempre en el mes de diciembre con el examen
de matemáticas, quedé exteriormente listo para enfrentarme con la universidad, en Santiago de Chile. Digo
exteriormente, porque por dentro mi cabeza iba llena de libros, de sueños y de poemas que me zumbaban
como abejas.
Provisto de un baúl de hojalata, con el indispensable traje negro del poeta, delgadísimo y afilado
como un cuchillo, entré en la tercera clase del tren nocturno que tardaba un día y una noche interminables
en llegar a Santiago.
Este largo tren que cruzaba zonas y climas diferentes, y en el que viajé tantas veces, guarda para mí
aún su extraño encanto. Campesinos de ponchos mojados y canastos con gallinas, taciturnos mapuches,
toda una vida se desarrollaba en el vagón de tercera. Eran numerosos los que viajaban sin pagar, bajo los
asientos. Al aparecer el inspector se producía una metamorfosis. Muchos desaparecían y algunos se
ocultaban debajo de un poncho sobre el cual de inmediato dos pasajeros fingían jugar a las cartas, sin que
al inspector le llamara la atención esta mesa improvisada.
Entretanto el tren pasaba, de los campos con robles y araucarias y las casas de madera mojada, a
los álamos del centro de Chile, a las polvorientas construcciones de adobe. Muchas veces hice aquel viaje
de ida y vuelta entre la capital y la provincia, pero siempre me sentí ahogar cuando salía de los grandes
bosques, de la madera maternal. Las casas de adobe, las ciudades con pasado, me parecían llenas de
telarañas y silencio. Hasta ahora sigo siendo un poeta de la intemperie, de la selva fría que perdí desde
entonces.
Venía recomendado a una casa de pensión de la calle Maruri 513. No olvido este número por ninguna
razón. Olvido todas las fechas y hasta los años, pero ese número 513 se me quedó galvanizado en la
cabeza, donde lo metí hace tantos años, por temor de no llegar nunca a esa pensión y extraviarme en la
capital grandiosa y desconocida. En la calle nombrada me sentaba yo al balcón a mirar la agonía de cada
tarde, el cielo embanderado de verde y carmín, la desolación de los techos suburbanos amenazados por el
incendio del cielo.
La vida de aquellos años en la pensión de estudiantes era de un hambre completa. Escribí mucho
más que hasta entonces, pero comí mucho menos. Algunos de los poetas que conocí por aquellos días
sucumbieron a causa de las dietas rigurosas de la pobreza. Entre éstos recuerdo a un poeta de mi edad,
pero mucho más alto y más desgarbado que yo, cuya lírica sutil estaba llena de esencias e impregnaba todo
sitio en que era escuchada. Se llamaba Romeo Murga.
Con este Romeo Murga fuimos a leer nuestras poesías a la ciudad de San Bernardo, cerca de la
capital. Antes de que apareciéramos en el escenario, todo se había desarrollado en un ambiente de gran
fiesta: la reina de los Juegos Florales con su corte blanca y rubia, los discursos de los notables del pueblo y
los conjuntos vagamente musicales de aquel sitio; pero, cuando yo entré y comencé a recitar mis versos
con la voz más quejumbrosa del mundo, todo cambió: el público tosía, lanzaba chirigotas y se divertía
muchísimo con mi melancólica poesía. Al ver esta reacción de los bárbaros, apresuré mi lectura y dejé el
sitio a mi compañero Romeo Murga. Aquello fue memorable. Al ver entrar a aquel quijote de dos metros de
altura, de ropa oscura y raída, y empezar su lectura con voz aún más quejumbrosa que la mía, el público en
masa no pudo ya contener su indignación y comenzó a gritar: "¡Poetas con hambre! Váyanse! No echen a
perder la fiesta".
De la pensión de la calle Maruri me retiré como un molusco que sale de su concha. Me despedí de
aquel caparazón para conocer el mar, es decir, el mundo. El mar desconocido eran las calles de Santiago,
apenas entrevistas mientras caminaba entre la vieja escuela universitaria y la despoblada habitación de la
pensión de familia.
Yo sabía que mis hambres atrasadas aumentarían en esta aventura. Las señoras de la pensión,
remotamente ligadas a mi provincia, me auxiliaron alguna vez con alguna papa o cebolla misericordiosas.
Pero no había más remedio: la vida, el amor, la gloria, la emancipación me reclamaban. O así me parecía.
La primera pieza independiente que tuve la alquilé en la calle Argüelles, cercana al Instituto de
Pedagogía. En una ventana de esa calle gris se asomaba un letrero: "Se alquilan habitaciones". El dueño de
la casa ocupaba los cuartos frontales. Era, un hombre de pelo canoso, de noble apariencia, y de ojos que
me parecieron extraños. Era locuaz y elocuente. Se ganaba la vida como peluquero de señoras, ocupación
a la que no le daba importancia. Sus preocupaciones, según me explicó, concernían más bien al mundo
invisible, al más allá.
Saqué mis libros y mis escasas ropas, de la maleta y el baúl que viajaban conmigo desde Temuco, y
me tendí en la cama a leer y dormir, ensoberbecido por mi independencia y por mi pereza.
La casa no tenía patio, sino una galería a la que asomaban incontables habitaciones cerradas. Al
explorar los vericuetos de la mansión solitaria, por la mañana del día siguiente, observé que en todas las
paredes y aun en el retrete surgían letreros que decían más o menos la misma cosa: "Confórmate. No
puedes comunicarte con nosotros. Estás muerta". Advertencias inquietantes que se prodigaban en cada
habitación, en el comedor, en los corredores, en los saloncitos.
Era uno de esos inviernos fríos de Santiago de Chile. La herencia colonial de España le dejó a mi
país la incomodidad y el menosprecio hacia los rigores naturales. (Cincuenta años después de lo que estoy
contando, Uya Ehrenburg me decía que nunca sintió tanto frío como en Chile, él que llegaba desde las
calles nevadas de Moscú.) Aquel invierno había empavonado los vidrios. Los árboles de la calle tiritaban de
frío. Los caballos de los antiguos coches echaban nubes de vapor por los hocicos. Era el peor momento
para vivir en aquella casa, entre oscuras insinuaciones del más allá.
El dueño de casa, coiffeur pour dames y ocultista, me explicó con serenidad, mientras me miraba
profundamente con sus ojos de loco:
—Mi mujer, la Chanto, murió hace cuatro meses. Este momento es muy difícil para los muertos. Ellos
siguen frecuentando los mismos sitios en que vivían. Nosotros no los vemos, pero ellos no se dan cuenta de
que no los vemos. Hay que hacérselo saber para que no nos crean indiferentes y para que no sufran por
ello. De ahí que yo le haya puesto a la Charito esos letreros que le harán más fácil comprender su estado
actual de difunta.
Pero el hombre de la cabeza gris me creía tal vez demasiado vivo. Comenzó a vigilar mis entradas y
salidas, a reglamentar mis visitas femeninas, a espiar mis libros y mi correspondencia. Entraba yo
intempestivamente a mi habitación y encontraba al ocultista explorando mi exiguo mobiliario, fiscalizando
mis pobres pertenencias.
Tuve que buscar en pleno invierno, dando tumbos por las calles hostiles, un nuevo alojamiento donde
albergar mi amenazada independencia. Lo encontré a pocos metros de allí, en una lavandería. Saltaba a la
vista que aquí la propietaria no tenía nada que ver con el más allá. A través de patios fríos, con fuentes de
agua estancada que el musgo acuático recubría de sólidas alfombras verdes, se alargaban unos jardines
desamparados. En el fondo había una habitación de cielo raso muy alto, con ventanas trepadas sobre el
dintel de las altas puertas, lo cual agrandaba a mis ojos la distancia entre el suelo y el techo. En esa casa y
en esa habitación me quedé.
Hacíamos los poetas estudiantiles una vida extravagante. Yo defendí mis costumbres provincianas
trabajando en mi habitación, escribiendo varios poemas al día y tomando interminables tazas de té, que me
preparaba yo mismo. Pero, fuera de mi habitación y de mi calle, la turbulencia de la vida de los escritores de
la época tenía su especial fascinación. Estos no concurrían al café, sino a las cervecerías y a las tabernas.
Las conversaciones y los versos iban y venían hasta la madrugada. Mis estudios se iban resintiendo.
La empresa de ferrocarriles proveía a mi padre, para sus labores a la intemperie, de una capa de
grueso paño gris que nunca usó. Yo la destiné a la poesía. Tres o cuatro poetas comenzaron a usar
también capas parecidas a la mía, que cambiaba de mano. Esta prenda provocaba la furia de las buenas
gentes y de algunos no tan buenos. Era la época del tango que llegaba a Chile no sólo con sus compases y
su rasgueante "tijera", sus acordeones y su ritmo, sino también con un cortejo de hampones que invadieron
la vida nocturna y los rincones en que nos reuníamos. Esta gente del hampa, bailarines y matones, creaban
conflictos contra nuestras capas y existencias. Los poetas nos batíamos con firmeza.
Por aquellos días adquirí la amistad inesperada de una viuda indeleble, de inmensos ojos azules que
se velaban tiernamente en recuerdo de su recientemente fallecido esposo. Este había sido un joven
novelista, célebre por su hermosa Apostura.
Juntos habían integrado una memorable pareja, ella con su cabellera color de trigo, su cuerpo
irreprochable y sus ojos ultramarinos, y él muy alto y atlético. El novelista había sido aniquilado por una
tuberculosis de aquellas que llamaban galopantes. Después he pensado que la rubia compañera puso
también su parte de Venus galopante, y que la época prepenicilínica, más la rubia fogosa, se llevaron de
este mundo al marido monumental en un par de meses.
La bella viuda no se había despojado aún para mí de sus ropajes oscuros, sedas negras y violetas
que la hacían aparecer como una fruta nevada envuelta en corteza de duelo. Esa corteza se deslizó una
tarde allá en mi cuarto, al fondo de la lavandería, y pude tocar y recorrer la entera fruta de nieve quemante.
Estaba por consumarse el arrebato natural cuando vi que bajo mis ojos ella cerraba los suyos y exclamaba:
"¡Oh, Roberto, Roberto!", suspirando o sollozando. (Me pareció un acto litúrgico. La vestal invocaba al dios
desaparecido antes de entregarse a un nuevo rito.) Sin embargo, y a pesar de mi juventud desamparada,
esta viuda me pareció excesiva. Sus invocaciones se hacían cada vez más urgentes y su corazón fogoso
me conducía lentamente a un aniquilamiento prematuro. El amor, en tales dosis, no está de acuerdo con la
desnutrición. Y mi desnutrición se volvía cada día más dramática.
LA TIMIDEZ
La verdad es que viví muchos de mis primeros años, tal vez de mis segundos y de mis terceros, como
una especie de sordomudo.
Ritualmente vestido de negro desde muy jovencito, como se visten los verdaderos poetas del siglo
pasado, tenía una vaga impresión de no estar tan mal de aspecto. Pero, en vez de acercarme a las
muchachas, a sabiendas de que tartamudearía o enrojecería delante de ellas, prefería pasarles de perfil y
alejarme mostrando un desinterés que estaba muy lejos de sentir. Todas eran un gran misterio para mí. Yo
hubiera querido morir abrasado en esa hoguera secreta, ahogarme en ese pozo de enigmática profundidad,
pero no me atrevía a tirarme al fuego o al agua. Y como no encontraba a nadie que me diera un empujón,
pasaba por las orillas de la fascinación, sin mirar siquiera, y mucho menos sonreír.
Lo mismo me sucedía con los adultos, gente mínima, empleados de ferrocarriles y de correos y sus
"señoras esposas", así llamadas porque la pequeña burguesía se escandaliza intimidada ante la palabra
mujer. Yo escuchaba las conversaciones en la mesa de mi padre. Pero, al día siguiente, si tropezaba en la
calle a los que habían comido la noche anterior en mi casa, no me atrevía a saludarlos, y hasta cambiaba
de vereda para esquivar el mal rato.
La timidez es una condición extraña del alma, una categoría, una dimensión que se abre hacia la
soledad. También es un sufrimiento inseparable, como si se tienen dos epidermis, y la segunda piel interior
se irrita y se contrae ante la vida. Entre las estructuraciones del hombre, esta calidad o este daño son parte
de la aleación que va fundamentando, en una larga circunstancia, la perpetuidad del ser.
Mi lluviosa torpeza, mi ensimismamiento prolongado duró más de lo necesario. Cuando llegué a la
capital adquirí lentamente amigos y amigas. Mientras menos importancia me concedieron, más fácilmente
les daba mi amistad. No tenía en ese tiempo gran curiosidad por el género humano. No puedo llegar a
conocer a todas las personas de este mundo, me decía. Y así y todo surgía en ciertos medios una pálida
curiosidad por este nuevo poeta de poco más de 16 años, muchacho reticente y solitario a quien se veía
llegar y partir sin dar los buenos días ni despedirse. Fuera de que yo iba vestido con una larga capa
española que me hacía semejar un espantapájaros. Nadie sospechaba que mi vistosa indumentaria era
directamente producida por mi pobreza.
Entre la gente que me buscó estaban dos grandes snobs de la época: Pilo Yáñez y su mujer Mina.
Encarnaban el ejemplo perfecto de la bella ociosidad en que me hubiera gustado vivir, más lejana que un
sueño. Por primera vez entré en una casa con calefacción, lámparas sosegadas, asientos agradables,
paredes repletas de libros cuyos lomos multicolores significaban una primavera inaccesible. Los Yáñez me
invitaron muchas veces, gentiles y discretos, sin hacer caso a mis diversas capas de mutismo y aislamiento.
Me iba contento de su casa, y ellos lo notaban y volvían a invitarme.
En aquella casa vi por primera vez cuadros cubistas y entre ellos un Juan Gris. Me informaron que
Juan Gris había sido amigo de la familia en París. Pero lo que más me llamó la atención fue el pijama de mi
amigo. Aprovechaba toda ocasión para mirarlo de reojo, con intensa admiración. Estábamos en invierno y
aquél era un pijama de paño grueso como de tela de billar, pero de un azul ultramar. Yo no concebía
entonces otro color de pijama que las rayas como de uniformes carcelarios. Este de Pilo Yáñez se salía de
todos los marcos. Su paño grueso y su resplandeciente azul avivaban la envidia de un poeta pobre que
vivía en los suburbios de Santiago. Pero, en verdad, jamás en cincuenta años he encontrado un pijama
como aquél.
Perdí de vista a los Yáñez por muchos años. Ella abandonó a su marido, y abandonó igualmente las
lámparas suaves y los excelentes sillones por el acróbata de un circo ruso que pasó por Santiago. Más
tarde vendió boletos, desde Australia hasta las islas Británicas, para colaborar con las exhibiciones del
acróbata que la deslumbró. Por último fue Rosa Cruz o algo parecido, en un campamento místico del sur de
Francia.
En cuanto a Pilo Yáñez, el marido, se cambió el nombre por el de Juan Emar y se convirtió con el
tiempo en un escritor poderoso y secreto. Fuimos amigos toda la vida. Silencioso y gentil pero pobre, así
murió. Sus muchos libros están aún sin publicarse, pero su germinación es segura.
Terminaré sobre Pilo Yáñez o Juan Emar (y volveré sobre mi timidez) recordando que, durante mi
época estudiantil, mi amigo Pilo se empeñó en presentarme a su padre. "Te conseguirá un viaje a Europa
con toda seguridad", me dijo. En ese momento todos los poetas y pintores latinoamericanos tenían los ojos
atornillados en París. El padre de Pilo era una persona muy importante, un senador. Vivía en una de esas
casas enormes y feas, en una calle cercana a la plaza de Armaí, y el palacio presidencial, que era sin duda
el sitio donde él hubiera preferido vivir.
Mis amigos se quedaron en la antesala, tras despojarme de mi capa para que yo hiciera una figura
más normal. Me abrieron la puerta de la sala del senador y la cerraron a mi espalda. Era una sala inmensa,
tal vez había sido en otro tiempo un gran salón de recepciones, pero estaba vacía. Sólo allá en el fondo, al
extremo de la habitación, bajo una lámpara de pie, distinguí un sillón con el senador encima. Las páginas
del periódico que leía lo ocultaban totalmente como un biombo.
Al dar el primer paso sobre el parquet bruñido y criminalmente encerado, resbalé como un esquiador.
Mi velocidad crecía vertiginosamente; frenaba para detenerme y solamente lograba dar bandazos y caer
varias veces. Mi última caída fue justo a los pies del senador que me observaba ahora con fríos ojos, sin
soltar el periódico.
Logré sentarme en una sillita a su lado. El gran hombre me examinó con una mirada de entomólogo
fatigado a quien le trajeran un ejemplar que ya conoce de memoria, una araña inofensiva. Me preguntó
vagamente por mis proyectos. Yo, después de la caída, era todavía más tímido y menos elocuente de lo
que acostumbraba.
No sé lo que le dije. Al cabo de veinte minutos me alargó una mano chiquitita en signo de despedida.
Creí oírle prometer con una voz muy suave que me daría noticias suyas. Luego volvió a tomar su periódico
y yo emprendí el regreso, a través del peligroso parquet, derrochando las precauciones que debí haber
tenido para entrar en él. Naturalmente que nunca el senador, padre de mi amigo, me hizo llegar ninguna
noticia. Por otra parte, una revuelta militar, estúpida y reaccionaria por cierto, lo hizo saltar más tarde de su
asiento junto con su interminable periódico. Confieso que me alegré.
LA FEDERACIÓN DE ESTUDIANTES
Yo había sido en Temuco el corresponsal de la revista Claridad, órgano de la Federación de
Estudiantes, y vendía 20 o 30 ejemplares entre mis compañeros de liceo. Las noticias que el año de 1920
nos llegaron a Temuco marcaron a mi generación con cicatrices sangrientas. La "juventud dorada", hija de
la oligarquía, había asaltado y destruido el local de la Federación de Estudiantes. La justicia, que desde la
colonia hasta el presente ha estado al servicio de los ricos, no encarceló a los asaltantes sino a los
asaltados. Domingo Gómez Rojas, joven esperanza de la poesía chilena, enloqueció y murió torturado en
un calabozo. La repercusión de este crimen, dentro de las circunstancias nacionales de un pequeño país,
fue tan profunda y vasta como habría de ser el asesinato en Granada de Federico García Lorca.
Cuando llegué a Santiago, en marzo de 1921, para incorporarme a la universidad, la capital chilena
no tenía más de quinientos mil habitantes. Olía a gas y a café. Miles de casas estaban ocupadas por gentes
desconocidas y por chinches. El transporte en las calles lo hacían pequeños y destartalados tranvías. que
se movían trabajosamente con gran bullicio de fierros y campanillas. Era interminable el trayecto entre la
avenida Independencia y el otro extremo de la capital, cerca de la estación central, donde estaba mi colegio.
Al local de la Federación de Estudiantes entraban y salían las más famosas figuras de la rebelión
estudiantil, ideológicamente vinculada al poderoso movimiento anarquista de la época. Alfredo Demaría,
Daniel Schweitzer, Santiago Labarca, Juan Gandulfo eran los dirigentes de más historia. Juan Gandulfo era
sin duda el más formidable de ellos, temido por su atrevida concepción política y por su valentía a toda
prueba. A mí me trataba como si fuera un niño, que en realidad lo era. Una vez que llegué tarde a su
estudio, para una consulta médica, me miró ceñudo y me dijo: "¿Por qué no vino a la hora? Hay otros
pacientes que esperan". "No sabía qué hora era", le respondí. "Tome para que la sepa la próxima vez", me
dijo, y sacó su reloj del chaleco y me lo entregó de regalo.
Juan Gandulfo era pequeño de estatura, redondo de cara y prematuramente calvo. Sin embargo, su
presencia era siempre imponente. En cierta ocasión un militar golpista, con fama de matón y de espadachín,
lo desafío a duelo. Gandulfo aceptó, aprendió esgrima en quince días y dejó maltrecho y asustadísimo a su
contrincante. Por esos mismos días grabó en madera la portada y todas las ilustraciones de Crepusculario,
mi primer libro, grabados impresionantes hechos por un hombre que nadie relaciona nunca con la creación
artística.
En la vida literaria revolucionaria, la figura más importante era Roberto Meza Fuentes, director de la
revista Juventud, que también pertenecía a la Federación de Estudiantes, aunque más antológica y
deliberada que Claridad. Allí descollaban González Vera y Manuel Rojas, gente para mí de una generación
mucho más antigua. Manuel Rojas llegaba hace poco de la Argentina, después de muchos años, y nos
dejaba asombrados con su imponente estatura y sus palabras que dejaba caer con una suerte de
menosprecio, orgullo o dignidad. Era linotipista. A González Vera lo había conocido yo en Temuco, fugitivo
tras el asalto policial a la Federación de Estudiantes. Vino directamente a verme desde la estación de
ferrocarril, que quedaba a algunos pasos de mi casa. Su aparición fue forzosamente memorable para un
poeta de 16 años. Nunca había visto a un hombre tan pálido. Su cara delgadísima parecía trabajada en
hueso o marfil. Vestía de negro, un negro deshilachado en los extremos de sus pantalones y de sus
mangas, sin que por eso perdiera su elegancia. Su palabra me sonó irónica y aguda desde el primer
momento. Su presencia me conmovió en aquella noche de lluvia que lo llevó a mi casa, sin que yo hubiera
sabido antes de su existencia, tal como la llegada del nihilista revolucionario a la casa de Sacha Yegulev, el
personajede Andreiev que la juventud rebelde latinoamericana veía como ejemplo.
ALBERTO ROJAS GIMÉNEZ
En la revista Claridad, a la que yo me incorporé como militante político y literario, casi todo era
dirigido por Alberto Rojas Giménez, quien iba a ser uno de mis más queridos compañeros generacionales.
Usaba sombrero cordobés y largas chuletas del prócer. Elegante y apuesto, a pesar de la miseria en la que
parecíabailar como pájaro dorado, resumía todas las cualidades de nuevo dandismo: una desdeñosa
actitud, una comprensión inmediata de los numerosos conflictos y una alegre sabiduría (y apetencia de
todas las cosas vitales. Libros y muchachas, botellas y barcos, itinerarios y archipiélagos, todo lo conocía y
lo utilizaba hasta en sus más pequeños gestos. Se movía en el mundo literario con un aire displicente de
perdulario perpetuo, de despilfarrador profesional de su talento y su encanto. Sus corbatas eran siempre
espléndidas muestras de opulencia, dentro de la pobreza general. Cambiaba de casa y de ciudad
constantemente, y de ese modo su desenfadada alegría, su bohemia perseverante y espontánea
regocijaban por algunas semanas a los sorprendidos habitantes de Rancagua, de Curicó, de Valdivia, de
Concepción, de Valparaíso. Se iba como había llegado, dejando versos, dibujos, corbatas, amores y
amistades en donde estuvo. Como tenía una idiosincrasia de príncipe de cuento y un desprendimiento
inverosímil, lo regalaba todo, su sombrero, su camisa, su chaqueta y hasta sus zapatos. Cuando no le
quedaba nada material, trazaba una frase en un papel, la línea de un verso o cualquier graciosa ocurrencia,
y con un gesto magnánimo te lo obsequiaba al partir, como si te dejara en las manos una joya inapreciable.
Escribía sus versos a la última moda, siguiendo las enseñanzas de Apollinaire y del grupo ultraísta de
España. Había fundado una nueva escuela poética con el nombre de "Agu", que, según él, era el grito
primario del hombre, el primer verso de) recién nacido.
Rojas Giménez nos impuso pequeñas modas en el traje, en la manera de fumar, en a caligrafía.
Burlándose de mí, con infinita delicadeza, me ayudó a despojarme de mi tono sombrío. Nunca me contagió
con su apariencia escéptica, ni con su torrencial alcoholismo, pero hasta ahora recuerdo con intensa
emoción 'la figura que lo iluminaba todo, que hacía volar la belleza de todas partes, como si animara a una
mariposa escondida. De don Miguel de Unamuno había aprendido a hacer pajaritas de papel. Construía una
de largo cuello y alas extendidas que 'luego él soplaba. A esto lo llamaba darles el "impulso vital". Descubría
poetas de Francia, botellas oscuras sepultadas en las bodegas, dirigía cartas de amor a las heroínas de
Francis Jammes. I Sus bellos versos andaban arrugados en sus bolsillos sin quejamás hasta hoy, se
publicaran.
Tanto llamaba la atención su derrochadora personalidad, que un día, en un café, se le acercó un
desconocido que le dijo:
——Señor, lo he estado escuchando conversar y he cobrado gran simpatía por usted. ¿Puedo pedirle
algo?". "¿Qué será?", le contestó con displicencia Rojas Giménez. "Que me permita saltarlo", dijo el
desconocido. Pero, ¿cómo?", respondió el poeta. "¿Es usted tan poderoso que puede saltarme aquí,
sentado en esta mesa?" "No,señor, repuso con voz humilde el desconocido. Yo quiero saltarlo más tarde,
cuando usted ya esté tranquilo en su ataúd. Es lamanera de rendir mi homenaje a las personas interesantes
que he encontrado en mi vida: saltarlos, si me lo permiten, despuésde muertos. Soy un hombre solitario y
éste es mi único hobby" Y sacando una libreta le dijo: "Aquí llevo la lista de las personas que he saltado".
Rojas Giménez aceptó loco de alegría aquella extraña proposición. Algunos años después, en el invierno
más lluvioso de que haya recuerdo en Chile, moría Rojas Giménez. Había dejado su chaqueta como de
costumbre en algún bar del centro de Santiago. En mangas de camisa, en aquel invierno antártico, cruzó la
ciudad hasta llegar a la quinta Normal, a casa de su hermana Rosita. Dos días después una
bronconeumonía se llevó de este mundo a uno de los seres más fascinantes que he conocido. Se fue el
poeta con sus pajaritas de papel volando por el cielo y bajo la lluvia.
Pero aquella noche los amigos que le velaban recibieron una insólita visita. La lluvia torrencial caía
sobre los techos, los relámpagos y el viento iluminaban y sacudían los grandes plátanos de la quinta
Normal, cuando se abrió la puerta y entró un hombre de riguroso luto y empapado por la lluvia. Nadie lo
conocía. Ante la expectación de los amigos que lo velaban, el desconocido tomó impulso y saltó sobre el
ataúd. En seguida, sin decir una palabra, se retiró tan sorpresivamente como había llegado, desapareciendo
en la lluvia y en la noche. Y así fue como la sorprendente vida de Alberto Rojas Giménez fue sellada con un
rito mis terioso que aún nadie puede explicarse.
Yo estaba recién llegado a España cuando recibí la noticia de su muerte. Pocas veces he sentido un
dolor tan intenso. Fue en Barcelona. Comencé de inmediato a escribir mi elegía "Alberto Rojas Giménez
viene volando", que publicó después la Revista de Occidente.
Pero, además, debía hacer algo ritual para despedirlo. Había muerto tan lejos, en Chile, en días de
tremenda lluvia que anegaron el cementerio. El no poder estar junto a sus restos, el no poder acompañarlo
en su último viaje, me hizo pensar en una ceremonia. Me acerqué a mi amigo el pintor Isaías Cabezón y con
él nos dirigimos a la maravillosa basílica de Santa María del Mar. Compramos dos inmensas velas, tan altas
casi como un hombre, y entramos con ellas a la penumbra de aquel extraño templo. Porque Santa María del
Mar era la catedral de los navegantes. Pescadores y marineros la construyeron piedra a piedra hace
muchos siglos. Luego fue decorada con millares de exvotos; barquitos de todos los tamaños y formas, que
navegan en la eternidad, tapizan enteramente los muros y los techos de la bella basílica. Se me ocurrió que
aquél era el gran escenario para el poeta desaparecido, su lugar de predilección si lo hubiera conocido.
Hicimos encender los velones en el centro de la basílica, junto a las nubes del artesonado, y sentados con
mi amigo, el pintor, en la iglesia vacía, con una botella de vino verde junto a cada uno, pensamos que
aquella ceremonia silenciosa, pese a nuestro agnosticismo, nos acercaba de alguna manera misteriosa a
nuestro amigo muerto. Las velas, encendidas en lo más alto de la basílica vacía, eran algo vivo y brillante
como si nos miraran desde la sombra y entre los exvotos los dos ojos de aquel poeta loco cuyo corazón se
había extinguido para siempre.
LOCOS DE INVIERNO
A propósito de Rojas Giménez diré que la locura, cierta locura, anda muchas veces del brazo con la
poesía. Así como a las personas más razonables les costaría mucho ser poetas, quizás a los poetas les
cuesta mucho ser razonables. Sin embargo, la razón gana la partida y es la razón, base de la justicia, la que
debe gobernar al mundo. Miguel de Unamuno, que quería mucho a Chile, dijo cierta vez: "Lo que no me
gusta es ese lema.
¿Qué es eso de por la razón o la fuerza? Por la razón y siempre por la razón".
Entre los poetas locos que conocí en otro tiempo, hablaré de Valdivia. El poeta Alberto Valdivia era
uno de los hombres más flacos del mundo y era tan amarillento como si hubiera sido hecho sólo de hueso,
con una brava melena gris y un par de gafas que cubrían sus ojos miopes, de mirada distante. Lo
llamábamos "el cadáver Valdivia".
Entraba y salía silenciosamente en bares y cenáculos, en cafés y en conciertos, sin hacer ruido y con
un misterioso paquetito de periódicos bajo el brazo. "Querido cadáver", le decíamos sus amigos, abrazando
su cuerpo incorpóreo con la sensación de abrazar una corriente de aire.
Escribió preciosos versos cargados de sentimiento sutil, de intensadulzura. Algunos de ellos son
éstos: "Todo se irá, la tarde, el sol, la vida: / será el triunfo del mal, lo irreparable. / Sólo tú quedarás,
inseparable / hermana del ocaso de mi vida".
Un verdadero poeta era aquel a quien llamábamos "el cadáver Valdivia", y lo llamábamos así, con
cariño. Muchas veces le dijimos: "Cadáver, quédate a comer con nosotros". Nuestro sobrenombre no le
molestó nunca. A veces, en sus delgadísimos labios, lucía una sonrisa. Sus frases eran escasas, pero
cargadas de emoción. Se hizo un rito llevarlo todos los años al cementerio. La noche anterior al 1º de
noviembre se le ofrecía una cena tan suntuosa como lo permitían los escuálidos bolsillos de nuestra juvenal
estudiantil y literaria. Nuestro "cadáver" ocupaba el sitio de honor. A las 12 en punto se levantaba la mesa y
en alegre procesión nos íbamos hacia el cementerio. En el silencio nocturno se pronunciaba algún discurso
celebrando al poeta "difunto". Luego, cada uno de nosotros se despedía de él con solemnidad y partíamos
dejándolo completamente solo en la puerta del camposanto. El "cadáver Valdivia" había ya aceptado esta
tradición en la que no había ninguna crueldad, puesto que hasta el último minuto él compartía la farsa.
Antes de irnos se le entregaban algunos pesos para que comiera un sandwich en el nicho.
Dos o tres días después no sorprendía a nadie que el poeta cadáver entrara de nuevo sigilosamente
por corrillos y cafés. Su tranquilidad estaba asegurada hasta el próximo 1º de noviembre.
En Buenos Aires conocí a un escritor argentino, muy excéntrico, que se llamaba o se llama Omar
Vignole. No sé si vive aún. Era un hombre grandote, con un grueso bastón en la mano. Una vez, en un
restaurant del centro donde me había invitado a comer, ya junto a la mesa se dirigió a mí con un ademán
oferente y me dijo con voz estentórea que se escuchó en toda la sala repleta de parroquianos: "¡Sentáte,
Omar Vignole!". Me senté con cierta incomodidad y le pregunté de inmediato: "¿Por qué me llamas Omar
Vignole, a sabiendas de que tú eres Omar Vignole y yo Pablo Neruda?". "Sí —me respondió—, pero en este
restaurant hay muchos que sólo me conocen de nombre y, como varios de ellos me quieren dar una paliza,
yo prefiero que te la den a tí."
Este Vignole había sido agrónomo en una provincia argentina y de allá se trajo una vaca con la cual
trabó una amistad en trañable. Paseaba por todo Buenos Aires con su vaca, tirándola de una cuerda. Por
entonces publicó algunos de sus libros que siempre tenían títulos alusivos: Lo que piensa la vaca, Mi vaca y
yo, etcétera, etcétera. Cuando se reunió por primera vez en Bue nos Aires el congreso del Pen Club
mundial, los escritores presididos por Victoria Ocampo temblaban ante la idea de que llegara al congreso
Vignole con su vaca. Explicaron a las autoridades el peligro que les amenazaba y la policía acordonó las
calles alrededor del Hotel Plaza para impedir que arribara, al lujoso recinto donde se celebraba el congreso,
mi excéntrico amigo con su rumiante. Todo fue inútil. Cuando la fiesta estaba en su apogeo, y los escritores
examinaban las relaciones entre el mundo clásico de los griegos y el sentido moderno de la historia, el gran
Vignole irrumpió en el salón de conferencias con su inseparable vaca, la que para complemento comenzó a
mugir como si quisiera tomar parte en el debate. La había traído al centro de la ciudad dentro de un enorme
furgón cerrado que burló la vigilancia policial.
De este mismo Vignole contaré que una vez desafío a un luchador de catch—as—can. Aceptado el
desafío por el profesional, fijó la noche del encuentro en un Luna Park repleto. Mi amigo apareció
puntualmente con su vaca, la amarró a una esquina del cuadrilátero, se despojó de su elegantísima bata y
se enfrentó a "El Estrangulador de Calcuta".
Pero aquí no servía de nada la vaca, ni el suntuoso atavío del poeta luchador. "El Estrangulador de
Calcuta" se arrojó sobre Vignole y en un dos por tres lo dejó convertido en un nudo indefenso, y le colocó,
además, como signo de humillación, un pie sobre su garganta de toro literario, entre la tremenda rechifla de
un público feroz que exigía la continuación del combate.
Pocos meses después publicó un nuevo libro: Conversaciones con la vaca. Nunca olvidaré la
originalísima dedicatoria impresa en la primera página de la obra. Así decía, si mal no recuerdo: "Dedico
este libro filosófico a los cuarenta mil hijos de puta que me silbaban y pedían mi muerte en el Luna Park la
noche del 24 de febrero".
En París, antes de la última guerra, conocí al pintor Álvaro Guevara, a quien en Europa siempre se le
llamó Chile Guevara. Un día me telefoneó con urgencia. "Es un asunto de primera importancia", me dijo.
Yo venía de España y nuestra lucha de entonces era contra Nixon de aquella época, llamado Hitler.
Mi casa había sido bombardeada en Madrid y vi hombres, mujeres y niños destrozados por los
bombarderos. La guerra mundial se aproximaba. Con otros escritores nos pusimos a combatir al fascismo a
nuestra manera: con nuestros libros queexhortaban con urgencia a reconocer el grave peligro.
Mi compatriota se había mantenido al margen de esta lucha. Era un hombre taciturno y un pintor muy
laborioso, lleno de trabajos. Pero el ambiente era de pólvora. Cuando las grandes potencias impidieron la
llegada de armas para que se defendieran los españoles republicanos, y luego cuando en Munich abrieron
las puertas al ejército hitleriano, la guerra llegaba.
Acudí al llamado del Chile Guevara. Era algo muy importante lo que quería comunicarme; —¿De qué
se trata? —le dije.
—No hay tiempo que perder —me respondió—. No tienes por qué ser antifascista. No hay que ser
antinada. Hay que ir al grano del asunto y ese grano lo he encontrado yo. Quiero comunicártelo con
urgencia para que dejes tus congresos antinazis y te pongas de lleno a la obra. No hay tiempo que perder.
—Bueno, dime de qué se trata. La verdad, Alvaro, es que andocon muy poco tiempo libre.
—La verdad, Pablo, es que mi pensamiento está expresado en una obra de teatro, de tres actos. Aquí
la he traído para leértela —y con su cara de cejas tupidas, de antiguo boxeador, me miraba fijamente
mientras desembolsaba un voluminoso manuscrito.
Presa del terror y pretextando mi falta de tiempo, lo convencí de que me explayara verbalmente las
ideas con las cuales pensaba salvar la humanidad.
—Es el huevo de Colón —me dijo—. Te voy a explicar. Cuántas papas salen de una papa que se
siembra.
—Bueno, serán cuatro o cinco —dije por decir algo.
—Mucho más —respondió—. A veces cuarenta, a veces más de cien papas. Imagínate que cada
persona plante una papa en el jardín, en el balcón, donde sea. ¿Cuántos habitantes tiene Chile? Ocho
millones. Ocho millones de papas plantadas. Multiplica Pablo, por cuatro, por cien. Se acabó el hambre, se
acabó la guerra. ¿Cuántos habitantes tiene China? Quinientos millones, ¿verdad? Cada chino planta una
papa. De cada papa sembrada salen cuarenta papas. Quinientos millones por cuarenta papas.
Lahumanidad está salvada.
Cuando los nazis entraron a París no tomaron en cuenta esa idea salvadora: el huevo de Colón, o
más bien la papa de Colón. I Detuvieron a Alvaro Guevara una noche de frío y niebla en su casa de París.
Lo llevaron a un campo de concentración y ahí lo mantuvieron preso, con un tatuaje en el brazo, hasta el fin
de la guerra. Hecho un esqueleto humano salió del infierno, pero ya nunca pudo reponerse. Vino por última
vez a Chile, como para despedirse de su tierra, dándole un beso final, un beso de sonámbulo, se volvió a
Francia, donde terminó de morir.
Gran pintor, querido amigo, Chile Guevara, quiero decirte una cosa: Ya sé que estás muerto, que no
te sirvió de nada el apoliticismo de la papa. Sé que los nazis te mataron. Sin embargo, en el mes de junio
del año pasado, entré en la National Gallery. Iba solamente para ver los Turner, pero antes de llegar a la
sala grande encontré un cuadro impresionante: un cuadro que era para mí tan hermoso como los Turner,
una pintura deslumbradora. Era el retrato de una dama, de una dama famosa: se llamó Edith Sitwell. Y este
cuadro era una obra tuya, la única obra de un pintor de América Latina que haya alcanzado nunca el
privilegio de estar entre las obras maestras de aquel gran museo de Londres.
No me importa el sitio, ni el honor, y en el fondo me importa también muy poco aquel hermoso
cuadro. Me importa el que no nos hayamos conocido más, entendido más, y que hayamos cruzado nuestras
vidas sin entendernos, por culpa de una papa.
Yo he sido un hombre demasiado sencillo: éste es mi honor y mi vergüenza. Acompañé la farándula
de mis compañeros y envidié su brillante plumaje, sus satánicas actitudes, sus pajaritas de papel y hasta
esas vacas, que tal vez tengan que ver en forma misteriosa con la literatura. De todas maneras me parece
que yo no nací para condenar, sino para amar. Aun hasta los divisionistas que me atacan, los que se
agrupan en montones para sacarme los ojos y que antes se nutrieron de mi poesía, merecen por lo menos
mi silencio. Nunca tuve miedo de contagiarme penetrando en la misma masa de mis enemigos, porque los
únicos que tengo son los enemigos del pueblo.
Apollinaire dijo: "Piedad para nosotros los que exploramos las fronteras de lo irreal", cito de memoria,
pensando en los cuentos que acabo de contar, cuentos de gente no por extravagantemenos querida, no por
incomprensible menos valerosa.
GRANDES NEGOCIOS
Siempre los poetas hemos pensado que poseemos grandes ideas para enriquecernos, que somos
genios para proyectar negocios, aunque genios incomprendidos. Recuerdo que impulsado por una de esas
combinaciones florecientes vendí a mi editor de Chile, en el año 1924, la propiedad de mi libro
Crepusculario, no para una edición, sino para la eternidad. Creí que me iba a enriquecer con esa venta y
firmé la escritura ante notario. El tipo me pagó quinientos pesos, que eran algo menos de cinco dólares por
aquellos días. Rojas Giménez, Alvaro Hinojosa, Homero Arce, me esperaban a la puerta de la notaría para
darnos un buen banquete en honor de este éxito comercial. En efecto, comimos en el mejor restaurant de la
época, "La Bahía", con suntuosos vinos, tabacos y licores. Previamente nos habíamos hecho lustrar los
zapatos y lucían como espejos. Hicieron utilidades con el negocio: el restaurant, cuatro lustrabotas y un
editor. Hasta el poeta no llegó la prosperidad.
Quien decía tener ojo de águila para todos los negocios era Alvaro Hinojosa. Nos impresionaba con
sus grandiosos planes que, de ponerse en práctica, harían llover dinero sobre nuestras cabezas. Para
nosotros, bohemios desastrados, su dominio del inglés, su cigarrillo de tabaco rubio, sus años universitarios
en Nueva York, garantizaban el pragmatismo de su gran cerebro comercial.
Cierto día me invitó a conversar muy secretamente para hacerme partícipe y socio de una formidable
tentativa dirigida a conquistar nuestro enriquecimiento inmediato. Yo sería su socio al cincuenta por ciento
con sólo aportar unos pocos pesos que recibiría de algún lado. El pondría el resto. Aquel día nos sentíamos
capitalistas sin Dios ni ley, decididos a todo.
—¿De qué mercancía se trata? —le pregunté con timidez al incomprendido rey de las finanzas.
Alvaro cerró los ojos, arrojó una bocanada de humo que se desenvolvía en pequeños círculos, y
finalmente contestó con voz sigilosa:
—¡Cueros!
—¿Cueros? —repetí asombrado.
—De lobo de mar. Para ser preciso, de lobo de mar de un solo pelo.
No me atreví a averiguar más detalles. Ignoraba que las focas, o lobos marinos, pudieran tener un
solo pelo. Cuando los contemplé sobre una roca, en las playas del sur, les vi una piel reluciente que brillaba
al sol, sin advertir asomo alguno de cabellera sobre sus perezosas barrigas.
Cobré mis haberes con la velocidad del rayo, sin pagar lo que debía de alquiler, ni la cuota del sastre,
ni el recibo del zapatero, y puse mi participación monetaria en las manos de mi socio financista.
Fuimos a ver los cueros. Alvaro se los había comprado a una tía suya, sureña, que era dueña de
numerosas islas improductivas. Sobre los islotes de desolados roqueríos los lobos marinos acostumbraban
practicar sus ceremonias eróticas. Ahora estaban ante mis ojos, en grandes atados de cueros amarillos,
perforados por las carabinas de los servidores de la tía maligna. Subían hasta el techo los paquetes de
cueros en la bodega alquilada por Alvaro para deslumbrar a los presuntos compradores.
—¿Y qué haremos con esta enormidad, con esta montaña de cueros? —le pregunté encogidamente.
—Todo el mundo necesita cueros de esta clase. Ya verás. —Y salimos de la bodega, Alvaro
despidiendo chispas de energía, yo cabizbajo y callado.
Alvaro iba de aquí para allá con un portafolio, hecho de una de nuestras auténticas pieles de "lobo
marino de un solo pelo", portafolio que rellenó de papeles en blanco para darle apariencia comercial.
Nuestros últimos centavos se fueron en los anuncios de prensa. Que un magnate interesado y comprensivo
los leyera, y bastaba. Seríamos ricos. Alvaro, muy atildado, quería confeccionarse media docena de trajes
de tela inglesa. Yo, mucho más modesto, albergaba, entre mis sueños por satisfacer, el de adquirir un buen
hisopo o brocha para afeitarme, ya que el actual iba camino de una calvicie inaceptable.
Por fin se presentó el comprador. Era un talabartero de cuerpo robusto, bajo de estatura, con ojos
impertérritos, muy parco de palabras, y con cierto alarde de franqueza que a mi juicio se aproximaba a la
grosería. Alvaro lo recibió con protectora displicencia y le señaló una hora, tres días después, apropiada
para mostrarle nuestra fabulosa mercancía. En el curso de esos tres días, Alvaro adquirió espléndidos
cigarrillos ingleses y algunos puros cubanos "Romeo y Julieta", que colocó de manera visible en el bolsillo
exterior de su chaqueta, cuando llegó la hora de esperar al interesado. En el suelo habíamos esparcido las
pieles que revelaban mejor estado.
El hombre concurrió puntualmente a la cita. No se sacó el sombrero y apenas nos saludó con un
gruñido. Miró desdeñosamente y con rapidez las pieles extendidas en el piso. Luego paseó sus ojos astutos
y férreos por los estantes atiborrados. Levantó una mano regordeta y una uña dudosa para señalar un atado
de pieles, uno de aquellos que estaban más arriba y más lejos. Justamente donde yo había arrinconado las
pieles más despreciables.
Alvaro aprovechó el momento culminante para ofrecerle uno de sus auténticos cigarros habanos. El
mercachifle lo tomó rápidamente, le dio una dentellada a la punta y se lo encasquetó en las fauces. Pero
continuó imperturbable, indicando el atado que deseaba inspeccionar.
No había más remedio que mostrárselo. Mi socio trepó por la escalera y, sonriendo como un
condenado a muerte, bajó con el grueso envoltorio. El comprador, interrumpiéndose para sacarle humo y
más humo al puro de Alvaro, revisó una por una todas las pieles del paquete.
El hombre levantaba una piel, la frotaba, la doblaba, la escupía y en seguida pasaba a otra, que a su
vez era rasguñada, raspada, olfateada y dejada caer. Cuando al cabo terminó su inspección, paseó de
nuevo su mirada de buitre por las estanterías colmadas con nuestras pieles de lobo de mar de un solo pelo
y, por último, detuvo sus ojos en la frente de mi socio y experto en finanzas. El momento era emocionante.
Entonces dijo con voz firme y seca una frase inmortal, al menos para nosotros.
—Señores míos, yo no me caso con estos cueros —y se marchó para siempre, con el sombrero
puesto como había entrado, fumando el soberbio cigarro de Alvaro, sin despedirse, matador implacable de
todos nuestros ensueños millonarios.
MIS PRIMEROS LIBROS
Me refugié en la poesía con ferocidad de tímido. Aleteaban sobre Santiago las nuevas escuelas
literarias. En la calle Maruri, 513, terminé de escribir mi primer libro. Escribía dos, tres, cuatro y cinco
poemas al día. En las tardes, al ponerse el sol, frente al balcón se desarrollaba un espectáculo diario que yo
no me perdía por nada del mundo. Era la puesta de sol con grandiosos hacinamientos de colores, repartos
de luz, abanicos inmensos de anaranjado y escarlata. El capítulo central de mi libro se llama "Los
crepúsculos de Maruri". Nadie me ha preguntado nunca qué es eso de Maruri. Tal vez muy pocos sepan
que se trata apenas de una humilde calle visitada por los más extraordinarios crepúsculos.
En 1923 se publicó ese mi primer libro: Crepusculario. Para pagar la impresión tuve dificultades y
victorias cada día. Mis escasos muebles se vendieron. A la casa de empeños se fue rápidamente el reloj
que solemnemente me había regalado mi padre, reloj al que él le había hecho pintar dos banderitas
cruzadas. Al reloj siguió mi traje negro de poeta. El impresor era inexorable y, al final, lista totalmente la
edición y pegadas las tapas, me dijo con aire siniestro: "No. No se llevará ni un solo ejemplar sin antes
pagármelo todo". El crítico Alone aportó generosamente los últimos pesos, que fueron tragados por las
fauces de mi impresor; y salí a la calle con mis libros al hombro, con los zapatos rotos y loco de alegría.
¡Mi primer libro! Yo siempre he sostenido que la tarea del escritor no es misteriosa ni trágica, sino
que, por lo menos la del poeta, es una tarea personal, de beneficio público. Lo más parecido a la poesía es
un pan o un plato de cerámica, o una madera tiernamente labrada, aunque sea por torpes manos. Sin
embargo, creo que ningún artesano puede tener, como el poeta la tiene, por una sola vez durante su vida,
esta embriagadora sensación del primer objeto creado con sus manos, con la desorientación aún palpitante
de sus sueños. Es un momento que ya nunca más volverá. Vendrán muchas ediciones más cuidadas y
bellas. Llegarán sus palabras trasvasadas a la copa de otros idiomas como un vino que cante y perfume en
otros sitios de la tierra. Pero ese minuto en que sale fresco de tinta y tierno de papel el primer libro, ese
minuto arrobador y embriagador, con sonido de alas que revolotean y de primera flor que se abre en la
altura conquistada, ese minuto está presente una sola vez en la vida del poeta.
Uno de mis versos pareció desprenderse de aquel libro infantil y hacer su propio camino: es el
"Farewell", que hasta ahora se sabe de memoria mucha gente por donde voy. En el sitio más inesperado
me lo recitaban de memoria, o me pedían que yo lo hiciera. Aunque mucho me molestara, apenas
presentado en una reunión, alguna muchacha comenzaba a elevar su voz con aquellos versos
obsesionantes y, a veces, ministros de estado me recibían cuadrándose militarmente delante de mí y
espetándome la primera estrofa.
Años más tarde, Federico García Lorca, en España, me contaba cómo le pasaba lo mismo con su
poema "La casada infiel". La máxima prueba de amistad que podía dar Federico, era repetir para uno su
popularísima y bella poesía. Hay una alergia hacia el éxito estático de uno solo de nuestros trabajos. Este
es un sentimiento sano y hasta biológico. Tal imposición de los lectores pretende inmovilizar al poeta en un
solo minuto, cuando en verdad la creación es una constante rueda que gira con mayor aprendizaje y
conciencia, aunque tal vez con menos frescura y espontaneidad.
Ya iba dejando atrás Crepusculario. Tremendas inquietudes movían mi poesía. En fugaces viajes al
sur renovaba mis fuerzas. En 1923 tuve una curiosa experiencia. Había vuelto a mi casa en Temuco. Era
más de medianoche. Antes de acostarme abrí las ventanas de mi cuarto. El cielo me deslumbró. Todo el
cielo vivía poblado por una multitud pululante de estrellas. La noche estaba recién lavada y las estrellas
antárticas se desplegaban sobremi cabeza.
Me embargó una embriaguez de estrellas, celeste, cósmica. Corrí a mi mesa y escribí de manera
delirante, como si recibiera un dictado, el primer poema de un libro que tendría muchos nombres y que
finalmente se llamaría El hondero entusiasta. Me movía en una forma como nadando en mis verdaderas
aguas.
Al día siguiente leí lleno de gozo mi poema nocturno. Más tarde, cuando llegué a Santiago, el mago
Aliro Oyarzún escuchó con admiración aquellos versos míos. Con su voz profunda me preguntó luego:
—¿Estás seguro de que esos versos no tienen influencia de Sabat Ercasty?
—Creo que estoy seguro. Los escribí en un arrebato.
Entonces se me ocurrió enviar mi poema al propio Sabat Ercasty, un gran poeta uruguayo, ahora
injustamente olvidado. En ese poeta había visto yo realizada mi ambición de una poesía que englobara no
sólo al hombre sino a la naturaleza, a las fuerzas escondidas; una poesía epopéyica que se enfrentara con
el gran misterio del universo y también con las posibilidades del hombre. Entré en correspondencia con él.
Al mismo tiempo que yo proseguía y maduraba mi obra, leía con mucha atención las cartas que Sabat
Ercasty dedicaba a un tan desconocido y joven poeta. Le envié el poema de aquella noche a Sabat Ercasty,
a Montevideo, y le pregunté si en él había o no influencia de su poesía. Me contestó muy pronto una noble
carta: "Pocas veces he leído un poema tan logrado, tan magnífico, pero tengo que decírselo: sí hay algo de
Sabat Ercasty en sus versos".
Fue un golpe nocturno, de claridad, que hasta ahora agradezco. Estuve muchos días con la carta en
los bolsillos, arrugándose hasta que se deshizo. Estaban en juego muchas cosas. Sobre todo me
obsesionaba el estéril delirio de aquella noche. En vano había caído en esa sumersión de estrellas, en vano
había recibido sobre mis sentidos aquella tempestad austral. Estaba equivocado. Debía desconfiar de la
inspiración. La razón debía guiarme paso a paso por los pequeños senderos. Tenía que aprender a ser
modesto. Rompí muchos originales, extravié otros. Sólo diez años después reaparecerían estos últimos y se
publicarían.
Terminó con la carta de Sabat Ercasty mi ambición cíclica de una ancha poesía, cerré la puerta a una
elocuencia que para mi sería imposible de seguir, reduje deliberadamente mi estilo y miexpresión.
Buscando mis más sencillos rasgos, mi propio mundo armónico, empecé a escribir otro libro de amor. El
resultado fueron los Veinte poemas".
Los Veinte poemas de amor y una canción desesperada son un libro doloroso y pastoril que contiene
mis más atormentadas pasiones adolescentes, mezcladas con la naturaleza arrolladora del sur de mi patria.
Es un libro que amo porque a pesar de su aguda melancolía está presente en él el goce de la existencia.
Me ayudaron a escribirlo un río y su desembocadura: el río Imperial. Los Veinte poemas" son el romance de
Santiago, con las calles estudiantiles, la universidad y el olor a madreselva del amor compartido.
Los trozos de Santiago fueron escritos entre la calle Echaurren y la avenida España y en el interior
del antiguo edificio del Instituto Pedagógico, pero el panorama son siempre las aguas y los árboles del sur.
Los muelles de la "Canción desesperada" son los viejos muelles de Carahue y de Bajo Imperial; los
tablones rotos y los maderos como muñones golpeados por el ancho río; el aleteo de gaviotas se sentía y
sigue sintiéndose en aquella desembocadura.
En un esbelto y largo bote abandonado, de no sé qué barco náufrago, leí entero el Juan Cristóbal" y
escribí la "Canción desesperada. Encima de mi cabeza el cielo tenía un azul tan violento como jamás he
visto otro. Yo escribía en el bote, escondido en la tierra. Creo que no he vuelto a ser tan alto y tan profundo
como en aquellos días. Arriba el cielo azul impenetrable. En mis manos el "Juan Cristóbal" o los versos
nacientes de mi poema. Cerca de mí todo lo que existió y siguió existiendo para siempre en mi poesía: el
ruido lejano del mar, el grito de los pájaros salvajes, y el amor ardiendo sin consumirse como una zarza
inmortal.
Siempre me han preguntado cuál es la mujer de los Veinte poemas", pregunta difícil de contestar. Las
dos o tres que se entrelazan en esta melancólica y ardiente poesía corresponden, digamos, a Marisol y a
Marisombra. Marisol es el idilio de la provincia encantada con inmensas estrellas nocturnas y ojos oscuros
como el cielo mojado de Temuco. Ella figura con su alegría y su vivaz belleza en casi todas las páginas,
rodeada por las aguas del puerto y por la media luna sobre las montañas. Marisombra es la estudiante de la
capital. Boina gris, ojos suavísimos, el constante olor a madreselva del errante amor estudiantil, el sosiego
físico de los apasionados encuentros en los escondrijos de la urbe.
Mientras tanto, cambiaba la vida de Chile. Clamoroso, se levantaba el movimiento popular chileno
buscando entre los estudiantes y los escritores un apoyo mayor. Por una parte, el gran líder de la pequeña
burguesía, dinámico y demagógico, Arturo Alessandri Palma, llegaba a la Presidencia de la República, no
sin antes haber sacudido al país entero con su oratoria flamígera y amenazante. A pesar de su
extraordinaria personalidad, pronto, en el poder, se convirtió en el clásico gobernante de nuestra América; el
sector dominante de la oligarquía, que él combatió, abrió las fauces y se tragó sus discursos
revolucionarios. El país siguió debatiéndose en los más terribles conflictos.
Al mismo tiempo, un líder obrero, Luis Emilio Recabarren, con una actividad prodigiosa organizaba al
proletariado, formaba centrales sindicales, establecía nueve o diez periódicos obreros a lo largo del país.
Una avalancha de desocupación hizo tambalear las instituciones. Yo escribía semanalmente en Claridad.
Los estudiantes apoyábamos las reivindicaciones populares éramos apaleados por la policía en las calles
de Santiago. A la capital llegaban miles de obreros cesantes del salitre y del cobre. Las manifestaciones y la
represión consiguiente teñían trágicamente la vida nacional.
Desde aquella época y con intermitencias, se mezcló la política en mi poesía y en mi vida. No era
posible cerrar la puerta a la calle dentro de mis poemas, así como no era posible tampoco cerrar la puerta al
amor, a la vida, a la alegría o a la tristeza en mi corazón de joven poeta.
LA PALABRA
...Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan...
Me prosterno ante ellas... Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito... Amo tanto las
palabras... Las inesperadas... Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen...
Vocablos amados.. Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces. son espuma, hilo, metal,
rocío... Persigo algunas palabras... Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema... Las agarro
al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento
cristalinas, vibrantes. ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como
aceitunas... Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las
liberto... Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como
restos de naufragio, regalos de la ola... Todo está en la palabra... Una idea entera se cambia porque una
palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la
esperaba y que le obedeció... Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se
les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces... Son
antiquísimas y recentísimas... Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada... Qué buen
idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos... Estos andaban a zancadas por
las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco
negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo... Todo se lo
tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas...
Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra... Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las
barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí
resplandecientes... el idioma. Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el
oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras.
Δεν υπάρχουν σχόλια:
Δημοσίευση σχολίου