The Deep Conspiracy, Athens, Greece

Τετάρτη 10 Μαρτίου 2010

CONFIESO QUE HE VIVIDO - PABLO NERUDA (11. LA POESÍA ES UN OFICIO)



EL PODER DE LA POESÍA
Ha sido privilegio de nuestra época —entre guerras, revoluciones y grandes movimientos sociales
desarrollar la fecundidad de la poesía hasta límites no sospechados. El hombre común ha debido
confrontarla de manera hiriente o herida, bien en la soledad, bien en la masa montañosa de las reuniones
públicas.
Nunca pensé, cuando escribí mis primeros solitarios libros, que al correr de los años me encontraría
en plazas, calles, fábricas, aulas, teatros y jardines, diciendo mis versos. He recorrido prácticamente todos
los rincones de Chile, desparramando mi poesía entre la gente de mi pueblo.
Contaré lo que me pasó en la Vega Central, el mercado más grande y popular de Santiago de Chile.
Allí llegan al amanecer los infinitos carros, carretones, carretas y camiones que traen las legumbres, las
frutas, los comestibles, desde todas las chacras que rodean la capital devoradora. Los cargadores —un
gremio numeroso, mal pagado y a menudo descalzo—pululan por los cafetines, asilos nocturnos y
fonduchos de los barrios inmediatos a la Vega.
Alguien me vino a buscar un día en un automóvil y entré a él sin saber exactamente a dónde ni a qué
iba. Llevaba en el bolsillo un ejemplar de mi libro España en el corazón. Dentro del auto me explicaron que
estaba invitado a dar una conferencia en el sindicato de cargadores de la Vega.
Cuando entré a aquella sala destartalada sentí el frío del Nocturno de José Asunción Silva, no sólo
por lo avanzado del invierno, sino por el ambiente que me dejaba atónito. Sentados en cajones o en
improvisados bancos de madera, unos cincuenta hombres me esperaban. Algunos llevaban a la cintura un
saco amarrado a manera de delantal, otros se cubrían con viejas camisetas parchadas, y otros desafiaban
el frío mes de julio chileno con el torso desnudo. Yo me senté detrás de una mesita que me separaba de
aquel extraño público. Todos me miraban con los ojos carbónicos y estáticos del pueblo de mi país.
Me acordé del viejo Lafferte. A esos espectadores imperturbables, que no mueven un músculo de la
cara y miran en forma sostenida, Lafferte los designaba con un nombre que a mí me hacía reír. Una vez en
la pampa salitrera me decía: "Mira, allá en el fondo de la sala, apoyados en la columna, nos están mirando
dos musulmanes. Sólo les falta el albornoz para parecerse a los impávidos creyentes del desierto."
Qué hacer con este público? De qué podía hablarles? Qué cosas de mi vida lograrían interesarles?
Sin acertar a decidir nada y ocultando las ganas de salir corriendo, tomé el libro que llevaba conmigo y les
dije:
—Hace poco tiempo estuve en España. Allí había mucha lucha y muchos tiros. Oigan lo que escribí
sobre aquello.
Debo explicar que mi libro España en el corazón nunca me ha parecido un libro de fácil comprensión.
Tiene una aspiración a la claridad pero está empapado por el torbellino de aquellos grandes, múltiples
dolores.
Lo cierto es que pensé leer unas pocas estrofas, agregar unas cuantas palabras, y despedirme. Pero
las cosas no sucedieron así. Al leer poema tras poema, al sentir el silencio como de agua profunda en que
caían mis palabras, al ver cómo aquellos ojos y cejas oscuras seguían intensamente mi poesía, comprendí
que mi libro estaba llegando a su destino. Seguí leyendo y leyendo, conmovido yo mismo por el sonido de
mi poesía, sacudido por la magnética relación entre mis versos y aquellas almas abandonadas.
La lectura duró más de una hora. Cuando me disponía a retirarme, uno de aquellos hombres se
levantó. Era de los que llevaban el saco anudado alrededor de la cintura.
—Quiero agradecerle en nombre de todos ——dijo en alta VOZ———. Quiero decirle, además, que
nunca nada nos ha impresionado tanto.
Al terminar estas palabras estalló en un sollozo. Otros varios también lloraron. Salí a la calle entre
miradas húmedas y rudos apretones de mano Puede un poeta ser el mismo después de haber pasado por
estas pruebas de frío y fuego?
Cuando quiero recordar a Tina Modotti debo hacer un esfuerzo, como si tratara de recoger un puñado
de niebla. Frágil, casi invisible. La conocí o no la conocí?
Era muy bella aún: un óvalo pálido enmarcado por dos alas negras de pelo recogido, unos grandes
ojos de terciopelo que siguen mirando a través de los años. Diego Rivera dejó su figura en uno de sus
murales, aureolada por coronaciones vegetales y lanzas de maíz.
Esta revolucionaria italiana, gran artista de la fotografía, llegó a la Unión Soviética hace tiempo con el
propósito de retratar multitudes y monumentos. Pero allí, envuelta por el desbordante ritmo de la creación
socialista, tiró su cámara al río Moscova y se juró a sí misma consagrar su vida a las más humildes tareas
del partido comunista. Cumpliendo este juramento la conocí yo en México y la sentí morir aquella noche.
Esto sucedió en 1941. Su marido era Vittorio Vidale, el célebre comandante Carlos del 5º Regimiento.
Tina Modotti murió de un ataque al corazón en el taxi que la conducía a su casa. Ella sabía que su corazón
andaba mal pero no lo decía para que no le escatimaran el trabajo revolucionario. Siempre estaba dispuesta
a lo que nadie quiere hacer: barrer las oficinas, ir a pie hasta los lugares más apartados, pasarse las noches
en vela escribiendo cartas o traduciendo artículos. En la guerra española fue enfermera para los heridos de
la República.
Había tenido un episodio trágico en su vida, cuando era la compañera del gran dirigente juvenil
cubano Julio Antonio Mella, exiliado entonces en México. El tirano Gerardo Machado mandó desde La
Habana a unos pistoleros para que mataran al líder revolucionario. Iban saliendo del cine una tarde, Tina del
brazo de Mella, cuando éste cayó bajo, una ráfaga de metralleta. Rodaron juntos al suelo, ella salpicada por
la sangre de su compañero muerto, mientras los asesinos huían altamente protegidos. Y para colmo, los
mismos funcionarios policiales que protegieron a los criminales pretendieron culpar a Tina Modotti del
asesinato.
Doce años más tarde se agotaron silenciosamente las fuerzas de Tina Modotti. La reacción mexicana
intentó revivir la infamia cubriendo de escándalo su propia muerte, como antes la habían querido envolver a
ella en la muerte de Mella. Mientras tanto, Carlos y yo velábamos el pequeño cadáver. Ver sufrir a un
hombre tan recio y tan valiente no es un espectáculo agradable. Aquel león sangraba al recibir en la herida
el veneno corrosivo de la infamia que quería manchar a Tina Modotti una vez más ya muerta. El
comandante Carlos rugía con los ojos enrojecidos; Tina era de cera en su pequeño ataúd de exiliada; yo
callaba impotente ante toda la congoja humana reunida en aquella habitación.
Los periódicos llenaban páginas enteras de inmundicias folletinescas. La llamaban "la mujer
misteriosa de Moscú". Algunos agregaban: "Murió porque sabía demasiado." Impresionado por el furioso
dolor de Carlos tomé una decisión. Escribí un poema desafiante contra los que ofendían a nuestra muerta.
Lo mandé a todos los periódicos sin esperanza alguna de que lo publicaran. Oh, milagro! Al día siguiente,
en vez de las nuevas y fabulosas revelaciones que prometían la víspera, apareció en todas las primeras
páginas mi indignado y desgarrado poema.
El poema se titulaba "Tina Modotti ha muerto". Lo leí aquella mañana en el cementerio de México,
donde dejamos su cuerpo y donde yace para siempre bajo una piedra de granito mexicano. Sobre esa
piedra están grabadas mis estrofas.
Nunca más aquella prensa volvió a escribir una línea en contra de ella.
Fue en Lota, hace muchos años. Diez mil mineros habían acudido al mitin. La zona del carbón,
siempre agitada en su secular pobreza, había llenado de mineros la plaza de Lota. Los oradores políticos
hablaron largamente. Flotaba en el aire caliente del mediodía un olor a carbón y a sal marina. Muy cercano
estaba el océano, bajo cuyas aguas se extienden por más de diez kilómetros los túneles sombríos en que
aquellos hombres cavaban el carbón.
Ahora escuchaba a pleno sol. La tribuna era muy alta y desde ella divisaba yo aquel mar de
sombreros negros y cascos de mineros. Me tocó hablar el último. Cuando se anunció mi nombre, y mi
poema "Nuevo canto de amor a Stalingrado", pasó algo insólito, una ceremonia que nunca podré olvidar.
La inmensa muchedumbre, justo al escuchar mi nombre y el título del poema, se descubrió
silenciosamente. Se descubrió porque después de aquel lenguaje categórico y político, iba a hablar mi
poesía, la poesía. Yo vi, desde la elevada tribuna, aquel inmenso movimiento de sombreros: diez mil manos
que bajaban al unísono, en una marejada indescriptible, en un golpe de mar silencioso, en una negra
espuma de callada reverencia.
Entonces mi poema creció y cobró como nunca su acento de guerra y de liberación.
Esto otro me pasó en mis años mozos. Yo era aquel poeta estudiantil de capa oscura, flaco y
desnutrido como un poeta de ese tiempo. Acababa de publicar Crepusculario y pesaba menos que una
pluma negra.
Entré con mis amigos a un cabaret de mala muerte. Era la época de los tangos y de la matonería
rufianesca. De repente se detuvo el baile y el tango se quebró como una copa estrellada contra la pared.
En el centro de la pista gesticulaban y se insultaban dos famosos hampones. Cuando uno avanzaba
para agredir al otro, éste retrocedía, y con él reculaba la multitud filarmónica que se parapetaba detrás de
las mesas. Aquello parecía una danza de dos bestias primitivas en un claro de la selva primordial.
Sin pensarlo mucho me adelanté y los increpé desde mi flacucha debilidad:

—Miserables matones, torvos sujetos, despreciables palomillas, dejen tranquila a la gente que ha
venido aquí a bailar y no a presenciar esta comedia!
Se miraron sorprendidos, como si no fuera cierto lo que escuchaban. El más bajo, que había sido
pugilista antes de ser hampón, se dirigió a mí para asesinarme. Y lo hubiera logrado, de no ser por la
aparición repentina de un puño certero que dio por tierra con el gorda. Era su contenedor que, finalmente,
se decidió a pegarle.
Cuando al campeón derrotado lo sacaban como a un saco, y de las mesas nos tendían botellas, y las
bailarinas nos sonreían entusiasmadas, el gigantón que había dado el golpe de gracia quiso compartir
justificadamente el regocijo de la victoria. Pero yo lo apostrofé catoniano:
—Retírate de aquí! Tú eres de la misma calaña!
Mis minutos de gloria terminaron un poco después. Tras cruzar un estrecho corredor divisamos una
especie de montaña con cintura de pantera que cubría la salida. Era el otro pugilista del hampa, el vencedor
golpeado por mis palabras, que nos interceptaba el paso en custodia de su venganza.
—Lo estaba esperando —me dijo.
Con un leve empujón me desvió hacia una puerta, mientras mis amigos corrían desconcertados.
Quedé desamparado frente a mi verdugo. Miré rápidamente qué podía agarrar para defenderme. Nada. No
había nada. Las pesadas cubiertas de mármol de las mesas, las sillas de hierro, —Imposibles de levantar.
Ni un florero, ni una botella, ni un mísero bastón olvidado.
—Hablemos ——dijo el hombre.
Comprendí la inutilidad de cualquier esfuerzo y pensé que quería examinarme antes de devorarme,
como el tigre frente a un cervatillo. Entendí que toda mi defensa estaba en no delatar el miedo que sentía.
Le devolví el empujón que me diera, pero no logré moverlo un milímetro. Era un muro de piedra.
De pronto echó la cabeza hacia atrás y sus ojos de fiera cambiaron de expresión.
—Es usted el poeta Pablo Neruda? ——dijo.
—Sí soy.
Bajó la cabeza y continuó:
—Qué desgraciado soy! Estoy frente al poeta que tanto admiro y es él quien me echa en cara lo
miserable que soy!
Y siguió lamentándose con la cabeza tomada entre ambas manos:
—Soy un rufián y el otro que peleó conmigo es un traficante de cocaína. Somos lo más bajo de lo
bajo. Pero en mi vida hay una cosa limpia. Es mi novia, el amor de mi novia. Véala, don Pablito. Mire su
retrato. Alguna vez le diré que usted lo tuvo en sus manos. Eso la hará feliz.
Me alargó la fotografía de una muchacha sonriente.
—Ella me quiere por usted, don Pablito, por sus versos que hemos aprendido de memoria.
Y sin más ni más comenzó a recitar:
—Desde el fondo de ti y arrodillado, un niño triste como yo nos mira...
En ese momento se abrió la puerta de un empellón. Eran mis amigos que volvían con refuerzos
armados. Vi las cabezas que se agolpaban atónitas en la puerta.
Salí lentamente. El hombre se quedó solo, sin cambiar de actitud, diciendo "por esa vida que arderá
en sus venas tendrían que matar las manos mías", derrotado por la poesía.
El avión del piloto Powers, enviado en misión de espionaje sobre el territorio soviético, cayó desde
increíble altura. Dos fantásticos proyectiles lo habían alcanzado, lo habían derribado desde sus nubes. Los
periodistas corrieron al perdido sitio montañoso desde donde partieron los disparos.
Los artilleros eran dos muchachos solitarios. En aquel mundo inmenso de abetos, nieves y ríos,
comían manzanas, jugaban ajedrez, tocaban acordeón, leían libros y vigilaban. Ellos habían apuntado hacia
arriba en defensa del ancho cielo de la patria rusa.
Los acosaron a interrogaciones.
—Qué comen? Quiénes son sus padres? Les gusta el baile? Qué libros leen?
Contestando esta última pregunta, uno de los jóvenes artilleros respondió que leían versos y que
entre sus poetas favoritos estaban el clásico ruso Pushkín y el chileno Neruda.
Me sentí infinitamente contento cuando lo supe. Aquel proyectil que subió tan alto, e hizo caer el
orgullo tan abajo, llevaba en alguna forma un átomo de mi ardiente poesía.
LA POESÍA

...Cuánta obra de arte... Ya no caben en el mundo... Hay que colgarlas fuera de las habitaciones ...
Cuánto libro... Cuánto librito... Quién es capaz de leerlos? ... Si fueran comestibles... Si en una ola de gran
apetito los hiciéramos ensalada, los picáramos, los aliñáramos... Ya no se puede más... Nos tienen hasta la
coronilla... Se ahoga el mundo en la marea... Reverdy me decía: "Avisé al correo que no me los mandara.
No podía abrirlos. No tenía sitio. Trepaban por los muros, temí una catástrofe, se desplomarían sobre mi
cabeza"... Todos conocen a Eliot... Antes de ser pintor, de dirigir teatros, de escribir luminosas críticas, leía
mis versos... Yo me sentía halagado... Nadie los comprendía mejor... Hasta que un día comenzó a leerme
los suyos y yo, egoísticamente, corrí protestando: "No me los lea, no me los lea"... Me encerré en el baño,
pero Eliot, a través de la puerta, me los leía... Me sentí muy triste... El poeta Frazer, de Escocia, estaba
presente... Me increpó: "Por qué tratas así a Eliot?"... Le respondí: "No quiero perder mi lector. Lo he
cultivado. Ha conocido hasta las arrugas de mi poesía... Tiene tanto talento... Puede hacer cuadros... Puede
escribir ensayos... Pero quiero guardar este lector, conservarlo, regarlo como planta exótica... Tú me
comprendes, Frazer"... Porque la verdad, si esto sigue, los poetas publicarán sólo para otros poetas ... Cada
uno sacará su plaquette y la meterá en el bolsillo del otro ... su poema... y lo dejará en el plato del otro...
Quevedo lo dejó un día bajo la servilleta de un rey... eso sí valía la pena... O a pleno sol, la poesía en una
plaza... O que los libros se desgasten, se despedacen en los dedos de la humana multitud... Pero esta
publicación de poeta a poeta no me tienta, no me provoca, no me incita sino a emboscarme en la
naturaleza, frente a una roca y a una ola, lejos de las editoriales, del papel impreso... La poesía ha perdido
su vínculo con el lejano lector... Tiene que recobrarlo... Tiene que caminar en la oscuridad y encontrarse con
el corazón del hombre, con los ojos de la mujer, con los desconocidos de las calles, de los que a cierta hora
crepuscular, o en plena noche estrellada, necesitan aunque sea no más que un solo verso... Esa visita a lo
imprevisto vale todo lo andado, todo lo leído, todo lo aprendido... Hay que perderse entre los que no
conocemos para que de pronto recojan lo nuestro de la calle, de la arena, de las hojas caídas mil años en el
mismo bosque... y tomen tiernamente ese objeto que hicimos nosotros... Sólo entonces seremos
verdaderamente poetas... En ese objeto vivirá la poesía...
VIVIENDO CON EL IDIOMA
Yo nací en 1904. En 1921 se publicó un folleto con uno de mis poemas. En el año 1923 fue editado
mi primer libro, Crepusculario. Estoy escribiendo estos recuerdos en 1973. Han pasado ya 50 años desde
aquel momento emocionante en que un poeta siente los primeros vagidos de la criatura impresa, viva,
agitada y deseosa de llamar la atención como cualquier otro recién nacido.
No se puede vivir toda una vida con un idioma, moviéndolo longitudinalmente, explorándolo,
hurgándole el pelo y la barriga, sin que esta intimidad forme parte del organismo. Así me sucedió con la
lengua española. La lengua hablada tiene otras dimensiones; la lengua escrita adquiere una longitud
imprevista. El uso del idioma como vestido o como la piel en el cuerpo; con sus mangas, sus parches, sus
transpiraciones y sus manchas de sangre o de sudor, revela al escritor. Esto es el estilo. Yo encontré mi
época trastornada por las revoluciones de la cultura francesa. Siempre me atrajeron, pero de alguna manera
no le iban a mi cuerpo como traje. Huidobro, poeta chileno, se hizo cargo de las modas francesas que él
adaptó a su manera de existir y expresarse, en forma admirable. A veces me pareció que superaba a sus
modelos. Algo así pasó, en escala mayor, con la irrupción de Rubén Darío en la poesía hispánica. Pero
Rubén Darío fue un gran elefante sonoro que rompió todos los cristales de una época del idioma español
para que entrara en su ámbito el aire del mundo. Y entró.
Entre americanos y españoles el idioma nos separa algunas veces. Pero sobre todo es la ideología
del idioma la que se parte en dos. La belleza congelada de Góngora no conviene a nuestras latitudes, y no
hay poesía española, ni la más reciente, sin el resabio, sin la opulencia gongorína. Nuestra capa americana
es de piedra polvorienta, de lava triturada, de arcilla con sangre. No sabemos tallar el cristal. Nuestros
preciosistas suenan a hueco. Una sola gota de vino de Martín Fierro o de la miel turbia de Gabriela Mistral
los deja en su sitio: muy paraditos en el salón como jarrones con flores de otra parte.
El idioma español se hizo dorado después de Cervantes, adquirió una elegancia cortesana, perdió la
fuerza salvaje que traía de Gonzalo de Berceo, del Arcipreste, perdió la pasión genital que aún ardía en
Quevedo. Igual pasó en Inglaterra, en Francia, en Italia. La desmesura de Chaucer, de Rabelais, fueron
castradas; la petrarquización preciosista hizo brillar las esmeraldas, los diamantes, pero la fuente de la
grandeza comenzó a extinguirse. Este manantial anterior tenía que ver con el hombre entero, con su
anchura, su abundancia y su desborde.
Por lo menos, ése fue mi problema aunque yo no me lo planteara en tales términos. SI mi poesía
tiene algún significado, es esa tendencia espacial, ilimitada, que no se satisface en una habitación. Mi
frontera tenía que sobrepasarla yo mismo; no me la había trazado en el bastidor de una cultura distante. Yo
tenía que ser yo mismo, esforzándome por extenderme como las propias tierras en donde me tocó nacer.
Otro poeta de este mismo continente me ayudó en este camino. Me refiero a Walt Whitman, mi compañero
de Manhattan.
LOS CRÍTICOS DEBEN SUFRIR
Los cantos de Maldoror" forman en el fondo un gran folletín. No se olvide que Isidore Ducasse tomó
su seudónimo de una novela del folletinista Eugéne Sue: Lautréamont, escrita en Chatenay en 1873. Pero
Lautréamont, lo sabemos, fue mucho más lejos que Lautréamont. Fue mucho más abajo, quiso ser infernal.
Y mucho más alto, un arcángel maldito. Maldoror, en la magnitud de la desdicha, celebra el "matrimonio del
cielo y el infierno". La furia, los ditirambos y la agonía forman las arrolladoras olas de la retórica ducassiana.
Maldoror: Maldolor.
Lautréamont proyectó una nueva etapa, renegó de su rostro sombrío y escribió el prólogo de una
nueva poesía optimista que no alcanzó a crear. Al joven uruguayo se lo llevó la muerte de París. Pero este
prometido cambio de su poesía, este movimiento hacia la bondad y la salud, que no alcanzó a cumplir, ha
suscitado muchas críticas. Se le celebra en sus dolores y se le condena en su transición a la alegría. El
poeta debe torturarse y sufrir, debe vivir desesperado, debe seguir escribiendo la canción desesperada.
Esta ha sido la opinión de una capa social, de una clase. Esta fórmula lapidaria fue obedecida por muchos
que se doblegaron al sufrimiento impuesto por leves no escritas, pero no menos lapidarias. Estos decretos
invisibles condenaban al poeta al tugurio, a los zapatos rotos, al hospital y a la morgue. Todo el mundo
quedaba así contento: la fiesta seguía con muy pocas lágrimas.
Las cosas cambiaron porque el mundo cambió. Y los poetas, de pronto, encabezamos la rebelión de
la alegría. El escritor desventurado, el escritor crucificado, forman parte del ritual de la felicidad en el
crepúsculo del capitalismo. Hábilmente se encauzó la dirección del gusto a magnificar la desgracia como
fermento de la gran creación. La mala conducta y el padecimiento fueron considerados recetas en la
elaboración poética. Holderlin, lunático y desdichado; Rimbaud, errante y amargo; Gérard de Nerval,
ahorcándose en un farol de callejuela miserable; dieron al fin del siglo no sólo el paroxismo de la belleza,
sino el camino de los tormentos. El dogma fue que este camino de espinas debía ser la condición inherente
de la producción espiritual.
Dylan Thomas ha sido el último en el martirologio dirigido.
Lo extraño es que estas ideas de la antigua y ríspida burguesía continúen vigentes en algunos
espíritus. Espíritus que no toman el pulso del mundo en la nariz, que es donde se debe tomarlo porque la
nariz del mundo olfatea el futuro.
Hay críticos cucurbitáceos cuyas guías y zarcillos buscan el último suspiro de la moda con terror de
perderlo. Pero sus raíces siguen aún empapadas en el pasado.
Los poetas tenemos el derecho a ser felices, sobre la base de que estamos férreamente unidos a
nuestros pueblos y a la lucha por su felicidad.
"Pablo es uno de los pocos hombres felices que he conocido", dice Ilya Ehremburg en uno de sus
escritos. Ese Pablo soy yo y Ehremburg no se equivoca.
Por eso no me extraña que esclarecidos ensayistas semanales se preocupen de mi bienestar
material, aunque el personalismo no debiera ser temática crítica. Comprendo que la probable felicidad
ofende a muchos. Pero el caso es que yo soy feliz por dentro. Tengo una conciencia tranquila y una
inteligencia intranquila.
A los críticos que parecen reprochar a los poetas un mejor nivel de vida, yo los invitaría a mostrarse
orgullosos de que los libros de poesía se impriman, se vendan y cumplan su misión de preocupar a la
crítica. A celebrar que los derechos de autor se paguen y que algunos autores, por lo menos, puedan vivir
de su santo trabajo. Este orgullo debe proclamarlo el crítico y no disparar pelos a la sopa.
Por eso, cuando leí hace poco los párrafos que me dedicó un crítico joven, brillante y eclesiástico, no
por brillante me pareció menos equivocado.
Según él mi poesía se resentía de feliz. Me recetaba el dolor.
De acuerdo con esta teoría una apendicitis produciría excelente prosa y una peritonitis posiblemente
cantos sublimes.
Yo sigo trabajando con los materiales que tengo y que soy. Soy omnívoro de sentimientos, de seres,
de libros, de acontecimientos y batallas. Me comería toda la tierra. Me bebería todo el mar.
VERSOS CORTOS Y LARGOS
Como poeta activo combatí mi propio ensimismamiento. Por eso el debate entre lo real y lo subjetivo
se decidió dentro de mi propio ser. Sin pretensiones de aconsejar a nadie, pueden ayudar mis experiencias.
Veamos a primera vista los resultados.
Es natural que mi poesía esté sometida al juicio tanto de la crítica elevada como expuesta a la pasión
del libelo. Esto entra en el juego. Sobre esa parte de la discusión yo no tengo voz, pero tengo voto. Para la
crítica de las esencias mi voto son mis libros, entera poesía. Para el libelo enemistoso tengo también el
derecho de voto y éste también está constituido por mi propia y constante creación Si suena a vanidoso lo
que digo tendrían ustedes la razón. En mi caso se trata de la vanidad del artesano que ha ejercitado un
oficio por largos años con amor indeleble.
Pero de una cosa estoy satisfecho y es que en alguna forma u otra he hecho respetar, por lo menos
en mi patria, el oficio del poeta, la profesión de la poesía.
En los tiempos en que comencé a escribir, el poeta era de dos características. Unos eran poetas
grandes señores que se hacían respetar por su dinero, que les ayudaba en su legítima o Ilegítima
importancia. La otra familia de poetas era la de los militantes errabundos de la poesía, gigantes de cantina,
locos fascinadores, atormentados sonámbulos. Queda también, para no olvidarme, la situación de aquellos
escritores amarrados, como el galeote a su cadena, al banquillo de la administración pública. Sus sueños
fueron casi siempre ahogados por montañas de papel timbrado y terribles temores a la autoridad y al
ridículo.
Yo me lancé a la vida más desnudo que Adán, pero dispuesto a mantener la integridad de mi poesía.
Esta actitud irreductible no sólo valió para mí, sino para que dejaran de reírse los bobalicones. Pero
después dichos bobalicones, si tuvieron corazón y conciencia, se rindieron como buenos seres humanos
ante lo esencial que mis versos despertaban, Y si eran malignos fueron tomándome miedo.
Y así la Poesía, con mayúscula, fue respetada. No sólo la poesía, sino los poetas fueron respetados.
Toda la poesía y todos los poetas.
De este servicio a la ciudadanía estoy consciente y este galardón no me lo dejo arrebatar por nadie,
porque me gusta cargarlo como una condecoración. Lo demás puede discutirse, pero esto que cuento es la
rotunda historia.
Los obstinados enemigos del poeta esgrimirán muchas argumentaciones que ya no sirven. A mí me
llamaron un muerto de hambre en mi mocedad. Ahora me hostilizan haciendo creer a la gente que soy un
potentado, dueño de una fabulosa fortuna que si bien no tengo me gustaría tener, entre otras cosas, para
molestarlos más.
Otros miden los renglones de mis versos probando que yo los divido en pequeños fragmentos o los
alargo demasiado. No tiene ninguna importancia. Quién instituye los versos más cortos o más largos, más
delgados o más anchos, más amarillos o más rojos? El poeta que los escribe es quien lo determina. Lo
determina con su respiración y con su sangre, con su sabiduría y su ignorancia, porque todo ello entra en el
pan de la poesía.
El poeta que no sea realista va muerto. Pero el. poeta que sea sólo realista va muerto también. El
poeta que sea sólo irracional será entendido sólo por su persona y por su amada, y esto es bastante triste.
El poeta que sea sólo un racionalista, será entendido hasta por los asnos, y esto es también sumamente
triste. Para tales ecuaciones no hay cifras en el tablero, no hay ingredientes decretados por Dios ni por el
Diablo, sino que estos dos personajes importantísimos mantienen una lucha dentro de la poesía, y en esta
batalla vence uno y vence otro, pero la poesía no puede quedar derrotada.
Es claro que el oficio de poeta está siendo un tanto abusado. Salen tantos poetas noveles e
incipientes poetisas, que pronto pareceremos todos poetas, desapareciendo los lectores. A los lectores
tendremos que ir a buscarlos en expediciones que atravesarán los arenales en camellos o circularán por el
cielo en astrobuques.
La inclinación profunda del hombre es la poesía y de ella salió la liturgia, los salmos, y también el
contenido de las religiones. El poeta se atrevió con los fenómenos de la naturaleza y en las primeras
edades se tituló sacerdote para preservar su vocación De ahí que, en la época moderna, el poeta, para
defender su poesía, tome la investidura que le dan la calle y las masas. El poeta civil de hoy sigue siendo el
del más antiguo sacerdocio. Ante pactó con las tinieblas y ahora debe interpretar la luz.
LA ORIGINALIDAD
Yo no creo en la originalidad. Es un fetiche más, creado en nuestra época de vertiginoso derrumbe.
Creo en la personalidad a través de cualquier lenguaje, de cualquier forma, de cualquier sentido de la
creación artística. Pero la originalidad delirante es una invención moderna y una engañifa electoral. Ha——
quienes quieren hacerse elegir Primer Poeta, de su país, de su lengua o del mundo. Entonces corren en
busca de electores, insultan a los que creen con posibilidades de disputarles el cetro, y de ese modo la
poesía se transforma en una mascarada.
Sin embargo, es esencial conservar la dirección interior, mantener el control del crecimiento que la
naturaleza, la cultura y la vida social aportan para desarrollar las excelencias del poeta.
En los tiempos antiguos, los más nobles y rigurosos poetas, como Quevedo por ejemplo, escribieron
poemas con esta advertencia: "Imitación de Horacio", "Imitación de Ovidio", "Imitación de Lucrecio".
Por mi parte, conservo mi tono propio que se fue robusteciendo por su propia naturaleza, como
crecen todas las cosas vivas. Es indudable que las emociones forman parte principal de mis primeros libros,
y ay del poeta que no responde con su canto a los tiernos o furiosos llamados del corazón! Sin embargo,
después de cuarenta años de experiencia, creo que la obra poética puede llegar a un dominio más
substancial de las emociones. Creo en la espontaneidad dirigida. Para esto se necesitan reservas que
deben estar siempre a disposición del poeta, digamos en su bolsillo, para cualquier emergencia. En primer
término la reserva de observaciones formales, virtuales, de palabras, sonidos o figuras, ésas que pasan
cerca de uno como abejas. Hay que cazarlas de inmediato y guardarlas en la faltriquera. Yo soy muy
perezoso en este sentido, pero sé que estoy dando un buen consejo. Maiakovski tenía una libretica y acudía
incesantemente a ella. Existe también la reserva de emociones. Cómo se guardan éstas? Teniendo
conciencia de ellas cuando se producen. Luego, frente al papel, recordaremos esa conciencia nuestra, más
vivamente que la emoción misma.
En buena parte de mi obra he querido probar que el poeta puede escribir sobre lo que se le indique,
sobre aquello que sea necesario para una colectividad humana. Casi todas las grandes obras de la
antigüedad fueron hechas sobre la base de estrictas peticiones. Las Geórgicas son la propaganda de los
cultivos en el agro romano. Un poeta puede escribir para una universidad o un sindicato, para los gremios y
los oficios. Nunca se perdió la libertad con eso. La inspiración mágica y la comunicación del poeta con Dios
son invenciones interesadas. En los momentos de mayor trance creador, el producto puede ser
parcialmente ajeno, influido por lecturas y presiones exteriores.
De pronto interrumpo estas consideraciones un tanto teóricas y me pongo a recordar la vida literaria
de mis años mozos. Pintores y escritores se agitaban sordamente. Había un lirismo otoñal en la pintura y en
la poesía. Cada uno trataba de ser más anárquico, más disolvente, más desordenado. La vida social chilena
se conmovía profundamente. Alessandri pronunciaba discursos subversivos. En las pampas salitreras se
organizaban los obreros que crearían el movimiento popular más importante del continente. Eran los
sacrosantos días —de lucha. Carlos Vicuña, Juan Gandulfo. Yo me sumé de inmediato a la ideología
anarcosindicalista estudiantil. Mí libro favorito era el Sacha Yegulev, de Andreiev. Otros leían las novelas
pornográficas de Arzivachev y le atribuían consecuencias ideológicas, exactamente como sucede hoy con la
pornografía existencialista. Los intelectuales se refugiaban en las cantinas. El viejo vino hacía brillar la
miseria que relucía como oro hasta la mañana siguiente. Juan Egaña, poeta extraordinariamente dotado, se
quebrantaba hasta la tumba. Se contaba que, al heredar una fortuna, dejó todos los billetes sobre una
mesa, en una casa abandonada. Los contertulios que dormían de día, salían de noche a buscar vino en
barriles. Sin embargo, ese rayo lunar de la poesía de Juan Egaña es un estremecimiento desconocido de
nuestra "selva lírica". Este era el título romántico de la gran antología modernista de Molina Núñez y 0.
Segura Castro. Es un libro plenario, lleno de grandeza y de generosidad. Es la Suma Poética de una época
confusa, signada por inmensos vacíos y por un esplendor purísimo. La personalidad que más me
impresionó fue el dictador de la joven literatura. Ya nadie lo recuerda. Se llamaba Aliro Oyarzún. Era un
demacrado baudelairiano, un decadente lleno de calidades, un BarbaJacob de Chile, atormentado,
cadavérico, hermoso y lunático. Hablaba con voz cavernosa desde su alta estatura. El inventó esa manera
jeroglífica de proponer los problemas estéticos, tan peculiar en cierta parte de nuestro mundo literario.
Elevaba la voz; su frente parecía una cúpula amarilla del templo de la inteligencia. Decía por ejemplo: "lo
circular del círculo"' "lo dionisiaco de Dionysos", "lo oscuro de los oscuros". Pero Aliro Oyarzún no era
ningún tonto. Resumía en sí lo paradisíaco y lo infernal de una cultura. Era un cosmopolita que por teorizar
fue matando su esencia. Dicen que por ganar una apuesta escribió su único poema, y no comprendo por
qué ese poema no figura en todas las antologías de la poesía chilena.
BOTELLAS Y MASCARONES
Ya se acerca la Navidad. Cada Navidad que pasa nos acerca al año 2000. Para esa alegría futura,
para esa paz de mañana, para esa justicia universal, para esas campanas del año 2000 hemos luchado y
cantado los poetas de este tiempo.
Allá por los años 30, Sócrates Aguirre, aquel hombre sutil y excelente que fue mi jefe en el consulado
de Buenos Aires, me pidió un 24 de diciembre que yo hiciera de San Nicolás o Viejo Pascuero en su casa.
He hecho muchas cosas mal en mi vida, pero nada quedó tan mal hecho como ese Viejo Pascuero. Se me
caían los algodones del bigote y me equivoqué muchísimo en la distribución de los juguetes. Y cómo
disfrazar mi voz, que la naturaleza del sur de Chile me la convirtió en gangosa, nasal e inconfundible, desde
mi más tierna edad? Recurrí a un truco: me dirigí a los niños en el idioma inglés, pero los niños me clavaban
varios pares de ojos negros y azules y mostraban más desconfianza de la que conviene a una infancia bien
educada.
Quién iba a decirme que entre aquellos niños estaba la que iba a ser una de mis predilectas amigas,
escritora notable y autora de una de mis mejores biografías? Hablo de Margarita Aguirre.
En mi casa he reunido juguetes pequeños Y grandes, sin los —cuales no podría vivir. El niño que no
juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará
mucha falta. He edificado mi casa también como un juguete y juego en ella de la mañana a la noche.
Son mis propios juguetes. Los he juntado a través de toda mi vida con el científico propósito de
entretenerme solo. Los describiré para los niños pequeños y los de todas las edades.
Tengo un barco velero dentro de una botella. Para decir la verdad tengo más de uno. Es una
verdadera flota. Tienen sus nombres escritos, sus palos, sus velas, sus proas y sus anclas. Algunos vienen
de lejos, de otros mares, minúsculos. Uno de los más bellos me lo mandaron de España, en pago de
derechos de autor de un libro de mis odas. En lo alto, en el palo mayor, está nuestra bandera con su
solitaria y pequeña estrella. Pero, casi todos los otros, son hechos por el señor Carlos Hollander. El señor
Hollander es un viejo marino y ha reproducido para mí muchos de aquellos barcos famosos y majestuosos
que venían de Hamburgo, de Salem, o de la costa bretona a cargar salitre o a cazar ballenas por los mares
del sur.
Cuando desciendo el largo camino de Chile para encontrar en Coronel al viejo marinero, entre el olor
a carbón y lluvia de la ciudad sureña, entro en verdad en el más pequeño astillero del mundo. En la salita,
en el comedor, en la cocina, en el jardín, se acumulan y se ordenan los elementos que se meterán en las
claras botellas de las que el pisco se ha ido. Don Carlos toca con su silbato mágico proas y velas, trinquetes
y gabias. Hasta el humo más pequeñito del puerto pasa por sus manos y se convierte en una creación, en
un nuevo barco embotellado, fresco y radiante, dispuesto para el mar quimérico.
En mi colección descuellan, entre los otros barcos comprados en Amberes o Marsella, los que
salieron de las modestas manos del navegante de Coronel. Porque no sólo les dio la vida, sino que los
ilustró con su sabiduría, pegándoles una etiqueta que cuenta el nombre y el número de las proezas del
modelo, los viajes que sostuvo contra viento y marea, las mercaderías que distribuyó parpadeando por el
Pacífico con sus velámenes que ya no veremos más.
Yo tengo embotellados barcos tan famosos como la poderosa Potosí y la magna Prusia, de
Hamburgo, que naufragó en el Canal de la Mancha en 1910. El maestro Hollander me deleitó también
haciendo para mí dos versiones de la María Celeste que desde 1882 se convirtió en estrella, en misterio de
los misterios.
No estoy dispuesto a revelar el secreto navegatorio que vive en su propia transparencia. Se trata de
cómo entraron los minúsculos barcos en sus tiernas botellas. Yo, engañador profesional, con el objeto de
mixtificar, describí minuciosamente en una oda el dilatado y mínimo trabajo de los misteriosos constructores
y conté cómo entraban y salían de las botellas marineras. Pero el secreto continúa en pie.
Mis juguetes más grandes son los mascarones de proa. Como muchas cosas mías, estos
mascarones han salido retratados en los diarios, en las revistas, y han sido discutidos con benevolencia o
con rencor. Los que los juzgan con benevolencia se ríen comprensivamente y dicen:
—Qué tipo tan deschavetado! Lo que le dio por coleccionar Los malignos ven las cosas de otro modo.
Uno de ellos, amargado por mis colecciones y por la bandera azul con un pescado blanco que yo izo en mi
casa de Isla Negra, dijo:
—Yo no pongo bandera propia. Yo no tengo mascarones.
Lloraba el pobre como un chico que envidia el trompo de los otros chicos. Mientras tanto, mis
mascarones marinos sonreían halagados por la envidia que despertaban.
En verdad debiera decirse mascaronas de proa. Son figuras con busto, estatuas marinas, efigies del
océano perdido. El hombre al construir sus naves, quiso elevar sus proas con un sentido superior. Colocó
antiguamente en los navíos figuras de aves, pájaros totémicos, animales míticos, tallados en madera.
Luego, en el siglo diecinueve, los barcos balleneros esculpieron figuras de caracteres simbólicos: diosas
semidesnudas o matronas republicanas de gorro frigio.
Yo tengo mascarones y mascaronas. La más pequeña y deliciosa, que muchas veces Salvador
Allende me ha tratado de arrebatar, se llama María Celeste. Perteneció a un navío francés, de menor
tamaño, y posiblemente no navegó sino en las aguas del Sena. Es de color oscuro, tallado en encina; con
tantos años y viajes se volvió morena para siempre. Es una mujer pequeña que parece volar con las
señales del viento talladas en sus bellas vestiduras del Segundo Imperio. Sobre los hoyuelos de sus
mejillas, los ojos de loza miran el horizonte. Y aunque parezca extraño, estos ojos lloran durante el invierno,
todos los años. Nadie puede explicárselo. La madera tostada tendrá tal vez alguna impregnación que
recoge la humedad. Pero lo cierto es que esos ojos franceses lloran en invierno y que yo veo todos los años
las preciosas lágrimas bajar por el pequeño rostro de María Celeste. Quizás un sentimiento religioso se
despierta en el ser humano frente a las imágenes, sean cristianas o paganas. Otra de mis mascaronas de
proa estuvo algunos años donde le convenía, frente al mar, en su posición oblicua, tal como navegaba en el
navío. Pero Matilde y yo descubrimos una tarde que, saltando el cerco, como suelen hacerlo los periodistas
que quieren entrevistarme, algunas señoras beatas de Isla Negra se habían arrodillado en el jardín ante el
mascarón de proa iluminado por no pocas velas que le habían encendido. Posiblemente había nacido una
nueva religión. Pero aunque el mascarón alto y solemne se parecía mucho a Gabriela Mistral, tuvimos que
desilusionar a las creyentes para que no siguieran adorando con tanta inocencia a una imagen de mujer
marina que había viajado por los mares más pecaminosos de nuestro pecaminoso planeta.
Desde entonces la saqué del jardín y ahora está más cerca de mí, junto a la chimenea.
LIBROS Y CARACOLES
Un bibliófilo Pobre tiene infinitas ocasiones de sufrir. Los libros no se le escapan de las manos, sino
que se le pasan por el aire, a vuelo de pájaro, a vuelo de precios.
Sin embargo, entre muchas exploraciones salta la perla.
Recuerdo la sorpresa del librero García Rico, en Madrid, en 1934, cuando le propuse comprarle una
antigua edición de Góngora, que sólo costaba 100 pesetas, en mensualidades de 20. Era muy poca plata,
pero yo no la tenía. La pagué puntualmente a lo largo de aquel semestre. Era la edición de Foppens. Este
editor flamenco del siglo XVII imprimió en incomparables y magníficos caracteres las obras de los maestros
españoles del Siglo Dorado.
No me gusta leer a Quevedo sino en aquellas ediciones donde los sonetos se despliegan en línea de
combate, como férreos navíos. Después me interné en la selva de las librerías, por los vericuetos
suburbiales de las de segunda mano o por las naves catedralicias de las grandiosas librerías de Francia e
Inglaterra. Las manos me salían polvorientas, pero de cuando en cuando obtuve algún tesoro, o por lo
menos la alegría de presumirlo.
Premios literarios contantes y sonantes me ayudaron a adquirir ciertos ejemplares de precios
extravagantes. Mi biblioteca pasó a ser considerable. Los antiguos libros de poesía relampagueaban en ella
y mi inclinación a la historia natural la llenó de grandiosos libros de botánica iluminados a todo color; y libros
de pájaros, de insectos o de peces. Encontré milagrosos libros de viajes; Quijotes increíbles, impresos por
Ibarra; infolios de Dante con la maravillosa tipografía bodoniana; hasta algún Moliére hecho en poquísimos
ejemplares, ad usum delphini, para el hijo del rey de Francia.
Pero, en realidad, lo mejor que coleccioné en mi vida fueron mis caracoles. Me dieron el placer de su
prodigiosa estructura: la pureza lunar de una porcelana misteriosa agregada a la multiplicidad de las formas,
táctiles, góticas, funcionales.
Miles de pequeñas puertas submarinas se abrieron a mí conocimiento desde —aquel día en que don
Carlos de la Torre, ilustre malacólogo de Cuba, me regaló los mejores ejemplares de su colección. Desde
entonces y al azar de mis viajes recorrí los siete mares acechándolos y buscándolos. Mas debo reconocer
que fue el mar de París el que, entre ola y ola, me descubrió más caracoles. París había transmigrado todo
el nácar de las oceanías a sus tiendas naturalistas, a sus "mercados de pulgas".
Más fácil que meter las manos en las rocas de Veracruz o Baja California fue encontrar bajo el
sargazo de la urbe, entre lámparas rotas y zapatos viejos, la exquisita silueta de la Oliva Textil. O
sorprender la lanza de cuarzo que se alarga, como un verso del agua, en la Rosellaria Fusus. Nadie me
quitará el deslumbramiento de haber extraído del mar el Espondylus Roseo, ostión tachonado de espinas de
coral. Y más allá entreabrir el Espondylus Blanco, de púas nevadas como estalagmitas de una gruta
gongorina.
Algunos de estos trofeos pudieron ser históricos. Recuerdo que en el Museo de Pekín abrieron la caja
más sagrada de los moluscos del mar de China para regalarme el segundo de los dos únicos ejemplares de
la Thatcberia Mirabilis. Y así pude atesorar esa increíble obra en la que el océano regaló a China el estilo de
templos y pagodas que persistió en aquellas latitudes.
Tardé treinta años en reunir muchos libros. Mis anaqueles guardaban incunables y otros volúmenes
que me conmovían; Quevedo, Cervantes, Góngora, en ediciones originales, así como Laforguel Rimbaud,
Lautréamont. Estas páginas me parecía que conservaban el tacto de los poetas amados. Tenía manuscritos
de Rimbaud. Paul Eluard me regaló en París, para mi cumpleaños, las dos cartas de Isabelle Rimbaud para
su madre, escritas en el hospital de Marsella donde el errante fue amputado de una pierna. Eran tesoros
ambicionados por la Bibliothéque Nationale de París y por los voraces bibliófilos de Chicago.
Tanto corría yo por los mundos que creció desmedidamente mi biblioteca y rebasó las condiciones de
una biblioteca privada. Un día cualquiera regalé la gran colección de caracoles que tardé veinte años en
juntar y aquellos cinco mil volúmenes escogidos por mí con el más grande amor en todos los países. Se los
regalé a la universidad de mi patria. Y fueron recibidos como dádiva relumbrante por las hermosas palabras
de un rector.
Cualquier hombre cristalino pensará en el regocijo con que recibirían en Chile esa donación mía. Pero
hay también hombres anticristalinos. Un crítico oficial escribió artículos furiosos. Protestaba con vehemencia
contra mi gesto. Cuándo se podrá atajar el comunismo internacional?, proclamaba. Otro señor hizo en el
parlamento un discurso encendido contra la universidad por haber aceptado mis maravillosos cunables e
incunables; amenazó con cortarle al instituto nacional los subsidios que recibe. Entre el articulista y el

parlamentario lanzaron una ola de hielo sobre el pequeño mundo chileno. El rector de la universidad iba y
venía por los pasillos del congreso, desencajado.
Por cierto que han pasado veinte años de aquella fecha y nadie ha vuelto a ver ni mis libros ni mis
caracoles. Parece como si hubieran retornado a las librerías y al océano.
CRISTALES ROTOS
Hace tres días volví a entrar, después de una larga ausencia, a mi casa de Valparaíso. Grandes
grietas herían las paredes. Los cristales hechos añicos formaban un doloroso tapiz sobre el piso de las
habitaciones. Los relojes, también desde el suelo, marcaban tercamente la hora del terremoto. Cuántas
cosas bellas que ahora Matilde barría con una escoba; cuántos objetos raros que la sacudida de la tierra
transformó en basura.
Debemos limpiar, ordenar y comenzar de nuevo. Cuesta encontrar el papel en medio del
desbarajuste; y luego es difícil hallar los pensamientos.
Mis últimos trabajos fueron una traducción de Romeo y Julieta y un largo poema de amor en ritmos
anticuados, poema que quedó inconcluso.
Vamos, poema de amor, levántate de entre los vidrios rotos, que ha llegado la hora de cantar.
Ayúdame, poema de amor, a restablecer la integridad, a cantar sobre el dolor.
Es verdad que el mundo no se limpia de guerra, no se lava de sangre, no se corrige del odio. Es
verdad.
Pero es igualmente verdad que nos acercamos a una evidencia: los violentos se reflejan en el espejo
del mundo y su rostro no es hermoso ni para ellos mismos.
Y sigo creyendo en la posibilidad del amor. Tengo la certidumbre del entendimiento entre los seres
humanos, logrado sobre los dolores, sobre la sangre y sobre los cristales quebrados.
MATILDE URRUTIA, MI MUJER
Mi mujer es provinciana como yo. Nació en una ciudad del Sur Chillán, famosa en lo feliz por su
cerámica campesina y en la desdicha por sus terribles terremotos. Al hablar para ella le he dicho todo en
mis Cien sonetos de amor. Tal vez estos versos definen lo que ella significa para mí. La tierra y la vida nos
reunieron.
Aunque esto no interesa a nadie, somos felices. Dividimos nuestro tiempo común en largas
permanencias en la solitaria costa de Chile. No en verano, porque el litoral reseco por el sol se muestra
entonces amarillo y desértico. Sí en invierno, cuando en extraña floración se viste con las lluvias y el frío, de
verde y amarillo, de azul y de purpúreo. Algunas veces subimos del salvaje y solitario océano a la nerviosa
ciudad de Santiago, en la que juntos padecemos con la complicada existencia de los demás.
Matilde canta con voz poderosa mis canciones.
Yo le dedico cuanto escribo y cuanto tengo. No es mucho, pero ella está contenta.
Ahora la diviso cómo entierra los zapatos minúsculos en el barro del jardín y luego también entierra
sus minúsculas manos en la profundidad de la planta.
De la tierra, con pies y manos y ojos y voz, trajo para mí todas las raíces, todas las flores, todos los
frutos fragantes de la dicha.
UN INVENTOR DE ESTRELLAS
Un hombre dormía en su habitación de un hotel en París. Como era un trasnochador decidido, no se
sorprendan ustedes si les cuento que eran las doce del día y el hombre seguía durmiendo.
Tuvo que despertar. La pared de la izquierda cayó súbitamente demolida. Luego se derrumbó la del
frente. No se trataba de un bombardeo. Por los socavones recién abiertos penetraban obreros bigotudos,
picota en mano, que increpaban al durmiente:
—Eh, leve—toi, bourgeois! Tómate una copa con nosotros!
Se destapó el champagne. Entró un alcalde, con banda tricolor al pecho. Sonó una fanfarria con los
acordes de la Marsellesa. ¿Qué causa originaba hechos tan extraños? Sucedía que justamente en el
subsuelo del dormitorio de aquel soñador se había producido el punto de unión de dos tramos del ferrocarril
subterráneo de París, para esa época en construcción.
Desde el momento en que aquel hombre me contó esta historia, decidí ser su amigo, o más bien su
adepto, o su discípulo. Como le acontecían cosas tan extrañas, y yo no quería perderme de ninguna de
ellas, lo seguí a través de varios países. Federico García Lorca adoptó una posición semejante a la mía,
cautivado por la fantasía de aquel fenómeno.
Federico y yo estábamos sentados en la cervecería de Correos, junto a la Cibeles madrileña, cuando
el durmiente de París irrumpió en la reunión. Aunque rozagante y mapamúndico de apariencia, llegó

desencajado. Le había sucedido una vez más lo inenarrable. Estaba en su modestísimo escondrijo de
Madrid y quiso poner en orden sus papeles musicales. Porque olvidé decir que nuestro protagonista era
compositor mágico. Y qué pasó?
—Un coche se detuvo a la puerta de mi hotel. Oí cómo subían las escaleras, cómo entraban los
pasos a la pieza vecina a la mía. Después el nuevo inquilino comenzó a roncar. Al principio era un susurro.
Luego se estremeció el ambiente. Los armarios, las paredes se movían bajo el impulso rítmico del gran
roncador.
—Se trataba, sin duda, de un animal salvaje. Cuando los ronquidos se desataron en una inmensa
catarata, nuestro amigo ya no tuvo ninguna duda: era el jabalí Cornúpeto. En otros países su estruendo
había estremecido basílicas, obstruido carreteras, enfurecido el mar. Qué iba a pasar con este peligro
planetario, con este monstruo abominable que amenazaba la paz de Europa?
Cada día nos contaba nuevas peripecias espantosas del jabalí Cornúpeto a Federico, a mí, a Rafael
Alberti, al escultor Alberto a Fulgencio Díaz Pastor, a Miguel Hernández. Todos nosotros lo recibíamos
anhelantes y lo despedíamos con ansiedad.
Hasta que un día llegó con su antigua risa globular. Y nos dijo:
—El pavoroso problema ha sido resuelto. El Graaf Zeppelin alemán ha aceptado transportar al jabalí
Cornúpeto. Lo dejará caer en la selva brasileña. Los grandes árboles lo nutrirán. No hay peligro de que se
beba el Amazonas de una sola sentada. Desde allí seguirá atronando la tierra con sus terribles ronquidos.
Federico lo oía estallando de risa, con los ojos cerrados por la emoción. Entonces nuestro amigo nos
contaba la vez en que fue a poner un telegrama y el telegrafista lo convenció de que no enviara jamás
telegramas, sino cartas, porque la gente se asustaba mucho cuando recibía esos despachos alados, y hasta
había quienes se morían de infarto antes de abrirlos. Nos refería la vez en que asistió de curioso a una
subasta de caballos "pura sangre" en Londres y levantó la mano para saludar a un amigo, por lo cual el
martillero le adjudicó en diez mil libras una yegua que el Aga Khan había pujado hasta nueve mil quinientas.
—Tuve que llevarme la yegua para mi hotel y devolverla al día siguiente —concluía.
Ahora el fabulador no puede contar la historia del jabalí Cornúpeto, ni ninguna otra. Se me murió
aquí, en Chile. Este chileno orbital, músico de par en par, derrochador de inigualables historias, se llamó en
vida Acario Cotapos. Me tocó hablar en el entierro de ese hombre inenterrable~ Dije solamente: "Hoy
entregamos a las sombras un ser resplandeciente que nos regalaba una estrella cada día".
Eluard, EL MAGNÍFICO
Mi camarada Paul Eluard murió hace poco tiempo. Era tan entero, tan compacto, que me costó dolor
y trabajo acostumbrarme a su desaparecimiento. Era un normando azul y rosa, de contextura recia y
delicada. La guerra del 14, en la que fue gaseado dos veces, le dejó para siempre las manos temblorosas.
Pero Eluard me dio en todo instante la idea del color celeste, de un agua profunda y tranquila, de una
dulzura que conocía su fuerza. Por su poesía tan limpia, transparente como las gotas de una lluvia de
primavera contra los cristales, habría parecido Paul Eluard un hombre apolítico, un poeta contra la política.
No era así. Se sentía fuertemente ligado al pueblo de Francia, a sus razones y a sus luchas.
Era firme Paul Eluard. Una especie de torre francesa con esa lucidez apasionada que no es lo mismo
que la estupidez apasionada, tan común.
Por primera vez, en México, a donde viajamos juntos, lo vi al borde de un oscuro abismo, él que
siempre dejó un sitio reposado a la tristeza, un sitio tan asiduo como a la sabiduría.
Estaba agobiado. Yo había convencido, yo había arrastrado a este francés central hasta esas tierras
lejanas y allí, el mismo día en que enterramos a José Clemente Orozco, caí yo enfermo con una peligrosa
trombo—flebitis que me mantuvo cuatro meses amarrado a mi cama. Paul Eluard se sintió solitario,
oscuramente solitario, con el desamparo del explorador ciego. No conocía a nadie, no se le abrían las
puertas. La viudez se le vino encima; se sentía allí solo y sin amor. Me decía: "Necesitamos ver la vida en
compañía, participar en todos los fragmentos de la vida. Es irreal, es criminal mi soledad".
Llamé a mis amigos y lo obligamos a salir. A regañadientes lo llevaron a recorrer los caminos de
México y en uno de esos recodos se encontró con el amor, con su último amor: Dominique.
Es muy difícil para mí escribir sobre Paul Eluard. Seguiré viéndolo vivo junto a mí, encendida en sus
ojos la eléctrica profundidad azul que miraba tan ancho y desde tan lejos.
Salía del suelo francés en que laureles y raíces entretejen sus fragantes herencias. Su altura era
hecha de agua y piedra y a ella trepaban antiguas enredaderas portadoras de flor y fulgor, de nidos y cantos
transparentes.
Transparencia, es ésta la palabra. Su poesía era cristal de piedra, agua inmovilizada en su cantante
corriente.

Poeta del amor cenital, hoguera pura de mediodía, en los días desastrosos de Francia puso en medio
de su patria el corazón y de él salió fuego decisivo para las batallas.
Así llegó naturalmente a las filas del partido comunista. Para Eluard ser un comunista era confirmar
con su poesía y su vida los valores de la humanidad y del humanismo.
No se crea que Eluard fue menos político que poeta. A menudo me asombró su clara videncia y su
formidable razón dialéctica. juntos examinamos muchas cosas, hombres y problemas de nuestro tiempo, y
su lucidez me sirvió para siempre.
No se perdió en el irracionalismo surrealista porque no fue un imitador, sino un creador, y como tal
descargó sobre el cadáver del surrealismo disparos de claridad e inteligencia.
Fue mi amigo de cada día y pierdo su ternura que era parte de mi pan. Nadie podrá darme ya lo que
él se lleva porque su fraternidad activa era uno de los preciados lujos de mi vida.
Torre de Francia, hermano! Me inclino sobre tus ojos cerrados que continuarán dándome la luz y la
grandeza, la simplicidad y la rectitud, la bondad y la sencillez que implantaste sobre la tierra.
PIERRE REVERDY
Nunca llamaré mágica la poesía de Pierre Reverdy. Esta palabra, lugar común de una época, es
como un sombrero de farsante de feria: ninguna paloma salvaje saldrá de su oquedad para levantar el
vuelo.
Reverdy fue un poeta material, que nombraba y tocaba innumerables cosas de tierra y cielo.
Nombraba la evidencia y el esplendor del mundo.
Su propia poesía era como una veta de cuarzo, subterránea y espléndida, inagotable. A veces relucía
duramente, con fulgor de mineral negro, arrancado difícilmente a la tierra espesa. De pronto volaba en una
chispa fosfórica, o se ocultaba en su corredor de mina, lejos de la claridad pero amarrado a su propia
verdad. Tal vez esta verdad, esta identidad del cuerpo de su poesía con la naturaleza, esta tranquilidad
reverdiana, esta autenticidad inalterable le fue anticipando el olvido. Poco a poco fue considerado por los
otros como una evidencia, fenómeno natural, casa, río o calle conocida, que no cambiaría jamás de vestido
ni lugar.
Ahora que se cambió de sitio, ahora que un gran silencio, mayor que su honorable y orgulloso
silencio, se lo ha llevado, vemos que ya no está, que este fulgor insustituible se fue, se enterró en tierra y
cielo.
Digo yo que su nombre, como ángel resurrecto, hará caer algún día las puertas injustas del olvido.
Sin trompetas, nimbado por el silencio sonoro de su grande y continua poesía, lo veremos en el juicio
final, en el juicio Esencial, deslumbrándonos con la simple eternidad de su obra.
JERZY BOREZJHA
En Polonia ya no me espera Jerzy Borezjha. A este viejo emigrado el destino le reservó la restitución
de su patria. Cuando entró como soldado, después de muchos años de Ausencia, Varsovia era sólo un
montón de ruinas molidas. No había —calles, ni árboles. A él nadie lo esperaba. Borezjha, fenómeno
dinámico, trabajó con su pueblo. De su cabeza salieron planes colosales, y luego una inmensa iniciativa: la
Casa de la Palabra Impresa. Construyeron los pisos uno a uno; llegaron las rotativas más grandes del
mundo; y allí se imprimen ahora millares y millares de libros y revistas. Borezjha era un infatigable
transmutador terrenal de las ilusiones a los hechos. En la vitalidad increíble de la nueva Polonia, sus
planteamientos audaces se cumplieron como los castillos en los sueños.
Yo no lo conocía. Fui a conocerlo en el campo de vacaciones donde me esperaba, en el norte de
Polonia, en la región de los lagos asurianos.
Cuando bajé del coche vi a un hombre desgarbado y sin afeitarse, vestido apenas con unos shorts de
color indefinible. De inmediato me gritó con energía frenética, en un español aprendido en los libros: "Pablo,
non habrás fatiga. Debes tomar reposo". En los hechos concretos no me dejó "tomar reposo" ninguno. Su
conversación era vasta, multiforme, inesperada e interjectiva. Me contaba al mismo tiempo siete planes
diferentes de edificaciones, mezclados con el análisis de libros que aportaban nuevas interpretaciones
sobre los hechos históricos o la vida. "El verdadero héroe era Sancho Panza y no don Quijote, Pablo". Para
él Sancho era la voz del realismo popular, el centro verdadero de su mundo y su tiempo. "Cuando Sancho
gobierna lo hace bien, porque gobierna pueblo".
Me sacaba temprano de la cama, siempre gritándome "debes tomar reposo" y me llevaba por las
selvas de abetos y pinos a mostrarme un convento de una secta religiosa que emigró hace un siglo de
Rusia y que conservaba todos sus ritos. Las monjas lo recibían como una bendición. Borezjha era todo tacto
y respeto —hacia aquellas religiosas.
Era tierno y activo. Aquellos años habían sido terribles. Una vez me mostró el revólver con que había
sido ejecutado, después—de un juicio sumario, un criminal de guerra.

Le habían encontrado la libreta donde aquel nazi había cuidadosamente anotado sus crímenes.
Ancianos y niños ahorcados por su mano, violaciones de muchachitas. Lo sorprendieron en la misma aldea
de sus depredaciones. Desfilaron los testigos. Le leyeron su libreta acusadora. El desafiante asesino
contestó sólo una frase: "Lo volvería a hacer si pudiera empezar de nuevo". Yo tuve aquella libreta en mis
manos y aquel revólver que suprimió la vida de un cruel forajido.
En los lagos masurianos, multiplicados hasta el infinito, se pescan anguilas. A hora temprana
partíamos a la pesca y luego las veíamos palpitantes y mojadas, como cinturones negros.
Me familiaricé con aquellas aguas, con sus pescadores y su paisaje. De la mañana a la noche mi
amigo me hacía subir y bajar, correr y remar, conocer gentes y árboles. Todo al grito de: "Aquí debes tomar
reposo. No hay sitio como éste para reposar".
Cuando partí de los lagos masurianos, me regaló una anguila ahumada, la más larga que he visto.
Este extraño bastón me complicó la vida. Yo quería comérmela, porque soy gran partidario de las
anguilas ahumadas y ésta venía directamente de su lago natal, sin almacenes ni intermediarios,
insospechable. Pero esos días no faltaba en mi hotel anguila en cada menú. Y yo no tenía ocasión de
servirme mi anguila privada, ni de día ni de noche. Comenzó a ser una obsesión para mí.
En la noche la sacaba al balcón para que tomara el fresco. A veces, en medio de conversaciones
interesantes, recordaba que ya era mediodía y que mi anguila seguía a la intemperie, a pleno sol. Entonces
yo perdía todo interés en el tema, y corría a dejarla en un lugar fresco de mi habitación, dentro de un
armario por ejemplo.
Por fin encontré un amateur a quien le regalé, no sin remordimientos, la más larga, la más tierna y la
mejor ahumada de las anguilas que han existido.
Ahora el gran Borezjha, quijote flaco y dinámico, admirador de Sancho como el otro quijote, sensible y
sabio, constructor y soñador, reposa por primera vez. Reposa en las tinieblas que tanto amó. junto a su
descanso se sigue creando un mundo a que le dio su vital explosión, su infatigable fuego.
SOMLYO GEORGY
Amo en Hungría el entrelazamiento de la vida y la poesía, de la historia y la poesía, del tiempo y del
poeta. En otros sitios se discute este asunto con más o menos inocencia, con más o menos injusticia. En
Hungría todo poeta está comprometido antes de nacer. Attila Josepli, Ady Endre, Gyula Illés son productos
naturales de un gran vaivén entre el deber y la música, entre la patria y la sombra, entre el amor y el dolor.
Somlyo Georgy es un poeta a quien he visto crecer, con seguridad y poder, desde hace veinte años.
Poeta de tono fino y ascendente como un violín, poeta preocupado de su vida y las otras, poeta húngaro
hasta los huesos; húngaro en su generosa disposición de compartir la realidad y los' sueños de un pueblo.
Poeta del amor más decidido y de la acción más ardiente, guarda en su universalidad el sello singular de la
gran poesía de su patria.
Un joven poeta maduro, digno de la atención de nuestra época. Una poesía quieta, transparente y
embriagadora como el vino de las arenas de oro.
QUASIMODO
La tierra de Italia guarda las voces de sus antiguos poetas en sus purísimas entrañas. Al pisar el
suelo de las campiñas, al cruzar los parques donde el agua centellea, al atravesar las arenas de su
pequeño océano azul, me pareció ir pisando diamantinas substancias, cristalería secreta, todo el fulgor que
guardaron los siglos. Italia dio forma, sonido, gracia y arrebato a la poesía de Europa; la sacó de su primera
forma informe, de su tosquedad vestida con sayal y armadura. La luz de Italia transformó las harapientas
vestiduras de los juglares y la ferretería de las canciones de gesta en un río caudaloso de cincelados
diamantes.
Para nuestros ojos de poetas recién llegados a la cultura, venidos de países donde las antologías
comienzan con los poetas del año 1880, era un asombro ver en las antologías italianas la fecha de 1230 y
tantos, o 1310, o 1450, y entre estas fechas los tercetos deslumbrantes, el apasionado atavío, la
profundidad y la pedrería de los Alighieri, Cavalcanti, Petrarca, Poliziano. Estos nombres y estos hombres
prestaron luz florentina a nuestro dulce y poderoso Garcilaso de la Vega, al benigno Boscán; iluminaron a
Góngora y tiñeron con su dardo de sombra la melancolía de Quevedo; moldearon los sonetos de William
Shakespeare de Inglaterra y encendieron las esencias de Francia haciendo florecer las rosas de Ronsard y
Du Bellay.
Así pues, nacer en las tierras de Italia es difícil empresa para un poeta, empresa estrellada que
entraña asumir un firmamento de resplandecientes herencias.
Conozco desde hace años a Salvatore Quasimodo, y puedo de cir que su poesía representa una
conciencia que a nosotros no parecía fantasmagórica por su pesado y ardiente cargamento Quasimodo es
un europeo que dispone a ciencia cierta del conocimiento, del equilibrio y de todas las armas de la

inteligencia. Sin embargo, su posición de italiano central, de protagonista actual de un intermitente pero
inagotable clasicismo, no lo ha convertido en un guerrero preso dentro de su fortaleza. Quasimodo es un
hombre universal por excelencia, que no divide el mundo belicosamente en Occidente y Oriente, sino que
considera como absoluto deber contemporáneo borrar las fronteras de la cultura y establecer como dones
invisibles la poesía, la verdad, la libertad, la paz y la alegría.
En Quasimodo se unen los colores y los sonidos de un mundo melancólicamente sereno. Su tristeza
no significa la derrotada inseguridad de Leopardi, sino el recogimiento germinal de la tierra en la tarde; esa
unción que adquiere la tarde cuando los perfumes, las voces, los colores y las campanas protegen el trabajo
de las más profundas semillas. Amo el lenguaje recogido de este gran poeta, su clasicismo y su
romanticismo y sobre todo admiro en él su propia impregnación en la continuidad de la belleza, así como su
poder de transformarlo todo en un lenguaje de verdadera y conmovedora poesía.
Por encima del mar y de la distancia levanto una fragante corona hecha con hojas de la Araucanía y
la dejo volando en el aire para que se la lleve el viento y la vida y la dejen sobre la frente de Salvatore
Quasimodo. No es la corona apolínea de laurel que tantas veces vimos en los retratos de Francesco
Petrarca. Es una corona de nuestros bosques inexplorados, de hojas que no tienen nombre todavía,
empapadas por el rocío de auroras australes.
VALLEJO SOBREVIVE
Otro hombre fue Vallejo. Nunca olvidaré su gran cabeza amarilla, parecida a las que se ven en las
antiguas ventanas del Perú. Vallejo era serio y puro. Se murió en París. Se murió del aire sucio de París, del
río sucio de donde han sacado tantos muertos. Vallejo se murió de hambre y de asfixia. Si lo hubiéramos
traído a su Perú, si lo hubiéramos hecho respirar aire y tierra peruana, tal vez estaría viviente y cantando.
He escrito en distintas épocas dos poemas sobre mi amigo entrañable, sobre mi buen camarada. En ellos
creo que está descrita la biografía de nuestra amistad descentralizada. El primero, "Oda a César Vallejo",
aparece en el primer tomo de Odas elementales.
En los últimos tiempos, en esta pequeña guerra de la literatura, guerra mantenida por pequeños
soldados de dientes feroces, han estado lanzando a Vallejo, a la sombra de César Vallejo, a la ausencia de
César Vallejo, a la poesía de César Vallejo, contra mí y mi poesía. Esto puede pasar en todas partes. Se
trata de herir a los que trabajaron mucho. Decir: "éste no es bueno; Vallejo sí que era bueno". Si Neruda
estuviese muerto lo lanzarían contra Vallejo vivo.
El segundo poema, cuyo título es una sola letra (la letra V), aparece en Estravagario.
Para buscar lo indefinible, la guía o el hilo que une el hombre a la obra, hablo de aquellos que
tuvieron algo o mucho que ver conmigo. Vivimos en parte la vida juntos y ahora yo los sobrevivo. No tengo
otro medio de indagar lo que se ha dado en llamar el misterio poético y que yo llamaría la claridad poética.
Tiene que haber alguna relación entre las manos y la obra, entre los ojos, las vísceras, la sangre del hombre
y su trabajo. Pero) yo no tengo teoría. No ando con un dogma debajo del brazo para dejárselo caer en la
cabeza a nadie. Como casi todos los seres, todo lo veo claro el lunes, todo lo veo oscuro el martes y pienso
que este año es claro—oscuro. Los próximos años serán de color azul.
GABRIELA MISTRAL
Ya he dicho anteriormente que a Gabriela Mistral la conocí en mi pueblo, en Temuco. De este pueblo
ella se separó para siempre. Gabriela estaba en la mitad de su trabajosa y trabajada vida y era
exteriormente monástica, algo así como madre superiora de un plantel rectilíneo.
Por aquellos días escribió los poemas del Hijo, hechos en limpia prosa, labrada y constelada, porque
su prosa fue muchas veces su más penetrante poesía. Como en estos poemas del Hijo describe la
gravidez, el parto y el crecimiento, algo confuso se susurró en Temuco, algo impreciso, algo inocentemente
torpe, tal vez un comentario burdo que hería su condición de soltera, hecho por esa gente ferroviaria y
maderera que yo tanto conozco, gente bravía y tempestuosa que llaman pan al pan y vino al vino.
Gabriela se sintió ofendida y murió ofendida.
Años después, en la primera edición de su gran libro, puso una larga nota inútil contra lo que se había
dicho y susurrado sobre su persona en aquellas montañas del fin del mundo.
En la ocasión de su memorable victoria, con el Premio Nobel cernido a su cabeza, debía pasar en el
viaje por la estación de Temuco. Los colegios la aguardaban cada día. Las niñas escolares llegaban
salpicadas por la lluvia y palpitantes de copihues. El copihue es la flor astral, la corola bella y salvaje de la
Araucanía. Inútil espera. Gabriela Mistral se las arregló para pasar por allí de noche, se buscó un
complicado tren nocturno para no recibir los copihues de Temuco.
Y bien, esto habla mal de Gabriela? Esto quiere decir simplemente que las heridas duraban en las
entrepieles de su alma y no se restañaban fácilmente. Esto revela en la autora de tanta grandiosa poesía
que en su alma batallaron, como en cualquier alma de hombre, el amor y el rencor.
Para mí tuvo siempre una sonrisa abierta de buena camarada, una sonrisa de harina en su cara de
pan moreno.
Pero, cuáles fueron las mejores sustancias en el horno de sus trabajos? Cuál fue el ingrediente
secreto de su siempre dolorosa poesía?
Yo no voy a averiguarlo y con seguridad no lograría saberlo y, si lo supiera, no voy a decirlo.
En este mes de septiembre florecen los yuyos; el campo es una alfombra temblorosa y amarilla. Aquí
en la costa golpea, desde hace cuatro días con magnífica furia el viento sur. La noche está llena de su
movimiento sonoro. El océano es a un tiempo abierto cristal verde y titánica blancura.
Llegas, Gabriela, amada hija de estos yuyos, de estas piedras, de este viento gigante. Todos te
recibimos con alegría. Nadie olvidará tus cantos a los espinos, a las nieves de Chile. Eres chilena.
Perteneces al pueblo. Nadie olvidará tus estrofas a los pies descalzos de nuestros niños. Nadie ha olvidado
tu "palabra maldita". Eres una conmovedora partidaria de la paz. Por esas, y por otras razones, te amamos.
Llegas, Gabriela, a los yuyos y a los espinos de Chile. Bien vale que te dé la bienvenida verdadera,
florida y áspera, en conformidad a tu grandeza y a nuestra amistad inquebrantable. Las puertas de piedra y
primavera de septiembre se abren para ti. Nada más grato a mi corazón que ver tu ancha sonrisa entrar en
la sagrada tierra que el pueblo de Chile hace florecer y cantar.
Me corresponde compartir contigo la esencia y la verdad que, por gracia de nuestra voz y nuestros
actos, será respetada. Que tu corazón maravilloso descanse, viva, luche, cante y cree en la oceánica y
andina soledad de la patria. Beso tu noble frente y reverencio tu extensa poesía.
VICENTE HUIDOBRO
El gran poeta Vicente Huidobro, que adoptó siempre un aire travieso hacia todas las cosas, me
persiguió con sus múltiples ¡ugarretas, enviando infantiles anónimos en contra mía y acusándome
continuamente de plagio. Huidobro es el representante de una larga línea de egocéntricos impenitentes.
Esta forma de defenderse en la contradictoria vida de la época, que no concedía ningún papel al escritor,
fue una característica de los años inmediatamente anteriores a la primera guerra mundial. La posición
egodesafiante repercutió en América como eco de los desplantes de D'Arinunzio en Europa. Este escritor
italiano, gran despilfarrador y violador de los cánones pequeño—burgueses, dejó en América una estela
volcánica de mesianismo. El más aparatoso y revolucionario de sus seguidores fue Vargas Vila.
Me es difícil hablar mal de Huidobro, que me honró durante toda su vida con una espectacular guerra
de tinta. El se confirió a sí mismo el título de "Dios de la Poesía" y no encontraba justo que yo, mucho más
joven que él, formara parte de su Olimpo. Nunca supe bien de qué se trataba en ese Olimpo. La gente de
Huidobro creacionaba, surrealizaba, devoraba el último papel de París. Yo era infinitamente inferior,
irreductiblemente provinciano, territorial, semisilvestre.
Huidobro no se conformaba con ser un poeta extraordinariamente dotado, como en efecto lo era.
Quería también ser "superman". Había algo infantilmente bello en sus travesuras. Si hubiera vivido hasta
estos días, ya se habría ofrecido como voluntario insustituible para el primer viaje a la luna. Me lo imagino
probándoles a los sabios que su cráneo era el único sobre la tierra genuinamente dotado, por su forma y
flexibilidad, para adaptarse a los cohetes cósmicos.
Algunas anécdotas lo definen. Por ejemplo, cuando volvió a Chile después de la última guerra, ya
viejo y cercano a su fin, le mostraba a todo el mundo un teléfono oxidado y decía:
—Yo personalmente se lo arrebaté a Hitler. Era el teléfono favorito del Führer.
Una vez le mostraron una mala escultura académica y dijo:
—Qué horror! Es todavía peor que las de Miguel Angel.
También vale la pena contar una aventura estupenda que protagonizó en París, en 1919. Huidobro
publicó un folleto titulado Finis Britannia, en el cual pronosticaba el derrumbamiento inmediato del imperio
británico. Como nadie se enteró de su profecía, el poeta optó por desaparecer. La prensa se ocupó del
caso: "Diplomático chileno misteriosamente secuestrado." Algunos días después apareció tendido a la
puerta de su casa.
—Boy—scouts ingleses me tenían secuestrado —declaró a la policía . Me mantuvieron amarrado a
una columna, en un subterráneo. Me obligaron a gritar un millar de veces: "Viva el Imperio Británico! "
Luego se volvió a desmayar. Pero la policía examinó un paquetito que llevaba bajo el brazo. Era un
pijama nuevo, comprado tres días antes en una buena tienda de París por el propio Huidobro. Todo se
descubrió. Pero Huidobro perdió un amigo. E pintor Juan Gris, que había creído a pie juntillas en el
secuestro y sufrido horrores por el atropello imperialista al poeta chileno no le perdonó jamás aquella
mentira.
Huidobro es un poeta de cristal. Su obra brilla por todas partes y tiene una alegría fascinadora. En
toda su Poesía hay un resplandor europeo que él cristaliza y desgrana con un juego pleno de gracia e
inteligencia.
Lo que más me sorprende en su obra releída es su diafanidad. Este poeta literario que siguió todas
las modas de una época enmarañada y que se propuso desoír la solemnidad de la naturaleza, deja fluir a
través de su poesía un constante canto de agua, un rumor de aire y hojas y una grave humanidad que se
apodera por completo de sus penúltimos y últimos poemas.
Desde los encantadores artificios de su poesía afrancesada hasta las poderosas fuerzas de sus
versos fundamentales, hay en Huidobro una lucha entre el juego y el fuego, entre la evasión y la inmolación.
Esta lucha constituye un espectáculo; se realiza a plena luz y casi a plena conciencia, con una claridad
deslumbradora.
No hay duda que hemos vivido alejados de su obra por un prejuicio de sobriedad. Coincidimos que el
peor enemigo de Vicente Huidobro fue Vicente Huidobro. La muerte apagó su existencia contradictoria e
irreductiblemente juguetona. La muerte corrió un velo sobre su vida mortal, pero levantó otro velo que dejó
para siempre al descubierto su deslumbrante calidad. Yo he propuesto un monumento para él, junto a
Rubén Darío. Pero nuestros gobiernos son parcos en erigir estatuas a los creadores, como son pródigos en
monumentos sin sentido.
No podríamos pensar en Huidobro como un protagonista político a pesar de sus veloces incursiones
en el predio revolucionario. Tuvo hacia las ideas inconsecuencias de niño mimado. Mas todo eso quedó
atrás, en la polvareda, y seríamos inconsecuentes nosotros mismos si nos pusiéramos a clavarle alfileres a
riesgo de menoscabar sus alas. Diremos, más bien, que sus poemas a la Revolución de Octubre y a la
muerte de Lenin son contribución fundamental de Huidobro al despertar humano.
Huidobro murió en el año 1948, en Cartagena, cerca de Isla Negra, no sin antes haber escrito
algunos de los más desgarradores y serios poemas que me ha tocado leer en mi vida. Poco antes de morir
visitó mi casa de Isla Negra, acompañando a Gonzalo Losada, mi buen amigo y editor. Huidobro y yo
hablamos como poetas, como chilenos y como amigos.
ENEMIGOS LITERARIOS
Supongo que los conflictos de mayor o menor cuantía entre los escritores han existido y seguirán
existiendo en todas las regiones del mundo.
En la literatura del continente americano abundan los grandes suicidas. En Rusia revolucionaria,
Maiakovski fue acorralado hasta el disparo por los envidiosos.
Los pequeños rencores se exacerban en América Latina. La envidia llega a veces a ser una
profesión. Se dice que ese sentimiento lo heredamos de la raída España colonial. La verdad es que en
Quevedo, en Lope y en Góngora encontramos con frecuencia las heridas que mutuamente se causaron.
Pese a su fabuloso esplendor intelectual, el Siglo de Oro fue una época desdichada, con el hambre
rondando alrededor de los palacios.
En los últimos años la novela tomó una nueva dimensión en nuestros países. Los nombres de García
Márquez, Juan Rulfo, Vargas Llosa, Sábato, Cortázar, Carlos Fuentes, el chileno Donoso, se oyen y se leen
en todas partes. A algunos de ellos los bautizaron con el nombre de boom. Es corriente también oír decir
que ellos forman un grupo de autobombo.
Yo los he conocido a casi todos y los hallo notablemente sanos y generosos. Comprendo ——cada
día con mayor claridad—que algunos hayan tenido que emigrar de sus países en busca de un mayor
sosiego para el trabajo, lejos de la inquina política y la pululante envidia. Las razones de sus exilios
voluntarios son irrefutables: sus libros han sido más y más esenciales en la verdad y en el sueño de
nuestras Américas.
Dudaba de hablar de mis experiencias personales en ese extremo de la envidia. No deseaba
aparecer como egocéntrico, como excesivamente preocupado de mí mismo. Pero me han tocado en suerte
tan persistentes y pintorescos envidiosos que vale la pena emprender el relato.
Es posible que alguna vez me irritaran esas sombras persecutorias. Sin embargo, la verdad es que
cumplían involuntariamente un extraño deber propagandístico, tal como si formaran una empresa
especializada en hacer sonar mi nombre.
La muerte trágica de uno de esos sombríos contrincantes ha dejado una especie de hueco en mi
vida. Tantos años mantuvo su beligerancia hacia cuanto yo hacía que al no tenerla extraño su carencia.
Cuarenta años de persecución literaria es algo fenomenal. Con cierta fruición me pongo a resucitar
esta solitaria batalla que fue la de un hombre contra su propia sombra, ya que yo nunca tomé parte en ella.
Veinticinco revistas fueron publicadas por un director invariable (que era él siempre), destinadas a
destruirme literalmente, a atribuirme toda clase de crímenes, traiciones, agotamiento poético, vicios públicos
y secretos, plagio, sensacionales aberraciones del sexo. También aparecían panfletos que eran distribuidos
con asiduidad, y reportajes no desprovistos de humor, y finalmente un volumen entero titulado Neruda y yo,
libro obeso, enrollado de insultos e imprecaciones.
Mi contrincante era un poeta chileno de más edad que yo, acérrimo y absolutista, más gesticulatorio
que intrínseco. Esta clase de escritores dotados de ferocidad egocéntrica proliferan en las Américas;
adoptan diversas formas de aspereza y de autosuficiencia, pero su ascendencia dannunziana es
trágicamente verdadera.
En nuestras pobres latitudes, nosotros, poetas casi harapientos y hambrientos, merodeábamos en las
madrugadas inmisericordes, entre el vómito de los borrachos. En esos ambientes miserables la literatura
producía insólitamente figuras matoniles, espectros de la sobrevivencia picaresca. Un gran nihilismo, un
falso cinismo nietzscheano, inclinaba a muchos de los nuestros a encubrírse con máscaras delincuenciales.
No pocos torcieron por ese atajo su vida, hacia el delito o hacia la propia destrucción.
Mí legendario antagonista surgió de ese escenario. Primero trató de seducirme, de embarcarme en
las reglas de su juego. Tal cosa era inadmisible para mi provincianismo pequeño—burgués. No me atrevía y
no me gustaba vivir del expediente. Nuestro protagonista, en cambio, era un técnico en sacarle el jugo a las
coyunturas. Vivía en un mundo de continua farsa, dentro del cual se estafaba a sí mismo inventándose una
personalidad amenazante que le servía de profesión y de protección.
Ya es hora de que nombremos al personaje. Se llamaba Perico de Palothes. Era un hombre fuerte y
peludo que trataba de impresionar tanto con su retórica como con su catadura. En cierta ocasión, cuando yo
tenía sólo dieciocho o diecinueve años, me propuso que publicáramos una revista literaria. La revista
constaría solamente de dos secciones: una en la que él, en diversos tonos, prosas y metros, afirmaría que
yo era un poeta poderoso y genial; y otra en la que yo sostendría a todos los vientos que él era el poseedor
de la inteligencia absoluta, del talento sin límites. Todo quedaba así arreglado.
Aunque yo era demasiado joven, aquel proyecto me pareció excesivo. No obstante, me costó
disuadirlo. El era un portentoso publicador de revistas. Resultaba asombroso observar cómo arañaba
fondos para mantener su perpetuidad panfletaria.
En las aisladas provincias invernales se trazaba un plan preciso de acción. Se había fabricado una
larga lista de médicos, abogados, dentistas, agrónomos, profesores, ingenieros, jefes de servicios públicos,
etcétera. Aureolado por el halo de sus voluminosas publicaciones, revistas, obras completas, panfletos
épicos y líricos, nuestro personaje llegaba como mensajero de la cultura universal. Todo aquello se lo
ofrecía severamente a los borrosos hombres a quienes visitaba, y luego se dignaba cobrarles algunos
miserables escudos. Ante su verbo grandilocuente, la víctima se iba empequeñeciendo hasta el tamaño de
una mosca. Por lo general De Palothes salía con los escudos en el bolsillo y dejaba la mosca entregada a la
grandeza de la Cultura Universal.
Otras veces Perico de Palothes se presentaba como técnico de publicidad agrícola y proponía a los
selváticos agricultores sureños realizar lujosas monografías de sus haciendas, con fotografías de los
propietarios y de las vacas. Era un espectáculo verlo llegar con pantalones de montar y botas de bombero,
envuelto en una magnífica hopalanda de procedencia exótica. Entre halagos y oblicuas amenazas de
publicaciones contrarias, nuestro hombre salía de los fundos con algunos cheques. Los propietarios,
tacaños pero realistas, le alargaban unos billetes para librarse de él.
La característica suprema de Perico de Palothes, filósofo metzscheano y grafómano irredimible, era
su matonismo intelectual y físico. Ejerció de perdonavidas en la vida literaria de Chile. Tuvo durante muchos
años una pequeña corte de pobres diablos que lo celebraban. Pero la vida suele desinflar en forma
implacable a estos seres circunstanciales.
El trágico final de mi iracundo antagónico —se suicidó ya anciano—me hizo vacilar mucho antes de
escribir estos recuerdos. Lo hago finalmente, obedeciendo a un imperativo de época y de localidad. Una
gran cordillera de odio atraviesa los países de habla española; corroe las tareas del escritor con afanosa
envidia. La única manera de terminar con tan destructiva ferocidad es exhibir públicamente sus accidentes.
Tan insana, e igualmente persistente, ha sido la folletinesca persecución literario—política desatada
contra mi persona y mi obra por cierto ambiguo uruguayo de apellido gallego, algo así como Ribero. El tipo
publica desde hace varios años, en español y en francés, panfletos en que me descuartiza. Lo sensacional
es que sus proezas antinerúdicas no sólo desbordan el papel de imprenta que él mismo costea, sino que
también se ha financiado costosos viajes encaminados a mí implacable destrucción.
Este curioso personaje emprendió camino hasta la sede universitaria de Oxford, cuando se anunció
que allí se me otorgaría el título de doctor honoris causa. Hasta allá llegó el poetiso uruguayo con sus
fantásticas incriminaciones, dispuesto a mi descuartizamiento literario. Los Dones me comentaron
festivamente las acusaciones en mi contra, todavía vestido yo con la toga escarlata, después de haber
recibido la honorífica distinción, mientras bebíamos el oporto ritual.
Más inconcebible y más aventurado aún fue el viaje a Estocolmo de este mismo uruguayo, en el año
de 1963. Se rumoreaba que yo obtendría en aquella ocasión el Premio Nobel. Pues bien, el tipo visitó a los
académicos, dio entrevistas de prensa, habló por radio para asegurar que yo era uno de los asesinos de
Trotski.
Con esta maniobra pretendía inhabilitarme para recibir el Premio.
Al correr del tiempo se comprobó que el hombre anduvo siempre con mala suerte y que, tanto en
Oxford como en Estocolmo, perdió tristemente su dinero y su forcejeo.
CRÍTICA Y AUTOCRÍTICA
No se puede negar que he tenido algunos buenos críticos. No me refiero a las adhesiones de
banquetes literarios, ni hablo tampoco de los denuestos que involuntariamente suscité.
Me refiero a otras gentes. Entre los libros sobre mi poesía, fuera de los escritos por jóvenes
fervorosos, debo nombrar en el mejor sitio el del soviético Lev Ospovat. Este joven llegó a dominar la lengua
española y vio mi poesía con algo más que examen de sentido y sonido: le dio una perspectiva venidera
aplicándole la luz boreal de su mundo.
Emir Rodríguez Monegal, crítico de primer orden, publicó un libro sobre mi obra poética y lo tituló El
viajero inmóvil. Se observa a simple vista que no es tonto este doctor. Se dio cuenta en el acto de que me
gusta viajar sin moverme de mi casa, sin salir de mi país, sin apartarme de mí mismo. (En un ejemplar que
tengo de ese maravilloso libro de literatura policial titulado La piedra lunar, hay un grabado que me gusta
mucho. Representa a un viejo caballero inglés, envuelto en su hopalanda o mac—farlán o levitón o lo que
sea, sentado frente a la chimenea, con un libro en la mano, la pipa en la otra y dos perros soñolientos a sus
pies. Así me gustaría quedarme siempre, frente al fuego, junto al mar, entre dos perros, leyendo los libros
que harto trabajo me costó reunirlos, fumando mis pipas.) El libro de Amado Alonso —Poesía y estilo de
Pablo Neruda—es válido para muchos. Interesa su apasionado hurgar en la sombra, buscando los niveles
entre las palabras y la escurridiza realidad. Además, el estudio de Alonso revela la primera preocupación
seria en nuestro idioma por la obra de un poeta contemporáneo. Y eso me honra más de la cuenta.
Para estudiar y expresar un análisis de mi poesía muchos críticos han recurrido a mí, entre ellos el
mismo Amado Alonso, quien me acorralaba con sus preguntas, y me llevaba contra la pared de la claridad
donde yo muchas veces no podía seguirlo por aquel entonces.
Algunos me creen un poeta surrealista, otros un realista y otros no me creen poeta. Todos ellos
tienen un poco de razón y otro poco de sinrazón.
Residencia en la tierra está escrita, o por lo menos comenzada, antes del apogeo surrealista, como
también Tentativa del hombre infinito, pero en esto de las fechas no hay que confiar. El aire del mundo
transporta las moléculas de la poesía, ligera como el polen o dura como el plomo, y esas semillas caen en
los surcos o sobre las cabezas, le dan a las cosas aire de primavera o de batalla, producen por igual flores y
proyectiles.
En cuanto al realismo debo decir, porque no me conviene hacerlo, que detesto el realismo cuando se
trata de la poesía. Es más, la poesía no tiene por qué ser sobrerrealista o subrealista, pero puede ser
antirrealista. Esto último con toda la razón, con toda la sinrazón, es decir, con toda la poesía.
Me place el libro, la densa materia del trabajo poético, el bosque de la literatura, me place todo, hasta
los lomos de los libros, pero no las etiquetas de las escuelas. Quiero libros sin escuelas y sin clasificar,
como la vida.
El "héroe positivo" me gusta en Walt Whitman y en Maiakovski, es decir, en quienes lo encontraron
sin receta y lo incorporaron, no sin sufrimiento, a la intimidad de nuestra vida corporal, haciéndole compartir
el pan y el sueño con nosotros.
La sociedad socialista tiene que terminar con la mitología de una época apresurada, en la cual valían
más los letreros que las mercancías, en la cual las esencias fueron dejadas de lado. Pero la necesidad más
imperiosa para los escritores es escribir buenos libros. Del mismo modo que me gusta el "héroe positivo"
encontrado en las turbulentas trincheras de las guerras civiles por el norteamericano Whitman o por el
soviético Maiakovski, cabe también en mi corazón el héroe enlutado de Lautréamont, el caballero suspirante
de Laforgue, el soldado negativo de Charles Baudelaire. Cuidado con separar estas mitades de la manzana
de la creación, porque tal vez nos cortaríamos el corazón y dejaríamos de ser. Cuidado! Al poeta debemos
exigirle sitio en la calle y en el combate, así como en la luz y en la sombra.
Tal vez los deberes del poeta fueron siempre los mismos en la historia. El honor de la poesía fue salir
a la calle, fue tomar parte en este y en el otro combate. No se asustó el poeta cuando le dijeron insurgente.
La poesía es una insurrección. No se ofendió el poeta porque lo llamaron subversivo. La vida sobrepasa las
estructuras y hay nuevos códigos para el alma. De todas partes salta la semilla; todas las ideas son
exóticas; esperamos cada día cambios inmensos; vivimos con entusiasmo la mutación del orden humano: la
primavera es insurreccional.
Yo he dado cuanto tenía. He lanzado mi poesía a la arena, y a menudo me he desangrado con ella,
sufriendo las agonías y exaltando las glorias que me ha tocado presenciar y vivir. Por una cosa o por otra fui
incomprendido, y esto no está mal del todo.
Un crítico ecuatoriano ha dicho que en mi libro Las uvas y el viento no hay más que seis páginas de
verdadera poesía. Resulta que el ecuatoriano leyó sin amor mi libro por ser éste un libro político, así como
otros críticos superpolíticos detestaron Residencia en la tierra por considerarla interna y tenebrosa. El propio
Juan Marinello, tan eminente, la condenó en otro tiempo en nombre de los principios. Opino que ambos
cometen un error, oriundo de las mismas fuentes.
Yo también he hablado alguna vez en contra de Residencia en la tierra. Pero lo he hecho pensando,
no en la poesía, sino en el clima duramente pesimista que ese libro mío respira. No puedo olvidar que hace
pocos años un muchacho de Santiago se suicidó al pie de un árbol, y dejó abierto mi libro en aquel poema
titulado "Significa sombras".
Creo que tanto Residencia en la tierra, libro sombrío y esencial dentro de mi obra, como Las uvas y el
viento, libro de grandes espacios y mucha luz, tienen derecho a existir en alguna parte. Y no me contradigo
al decir esto.
La verdad es que tengo cierta predilección por Las uvas y el viento, tal vez por ser mi libro más
incomprendido; o porque a través de sus páginas yo me eché a andar por el mundo. Tiene polvo de
caminos y agua de ríos; tiene seres, continuidades y ultramar de otros sitios que yo no conocía y que me
fueron revelados de tanto andar. Es uno de los libros que más quiero, repito.
De todos mis libros, Estravagario no es el que canta más, sino el que salta mejor. Sus versos
saltarines pasan por alto la distinción, el respeto, la protección mutua, los establecimientos y las
obligaciones, para auspiciar el reverente desacato. Por su irreverencia es mi libro más íntimo. Por su
alcance logra trascendencia dentro de mi poesía. A mi modo de gustar, es un libro morrocotudo, con ese
sabor de sal que tiene la verdad.
En las Odas elementales me propuse un basamento originario, nacedor. Quise redescribir muchas
cosas ya cantadas, dichas y redichas. Mi punto de partida deliberado debía ser el del niño que emprende,
chupándose el lápiz, una composición obligatoria sobre el sol, el pizarrón, el reloj o la familia humana.
Ningún tema podía quedar fuera de mi órbita; todo debía tocarlo yo andando o volando, sometiendo mi
expresión a la máxima transparencia y virginidad.
Porque comparé unas piedras con unos patitos, un crítico uruguayo se escandalizó. El había
decretado que los patitos no son material poético, como tampoco otros pequeños animales. A esta falta de
seriedad ha llegado el verbococo literario. Quieren obligar a los creadores a no tratar sino temas sublimes.
Pero se equivocan. Haremos poesía hasta con las cosas más despreciadas por los maestros del buen
gusto.
La burguesía exige una poesía más y más aislada de la realidad. El poeta que sabe llamar al pan pan
y al vino vino es peligroso para el agonizante capitalismo. Más conveniente es que el poeta se crea, como lo
dijera Vicente Huidobro, "un pequeño dios". Esta creencia o actitud no molesta a las clases dominantes. El
poeta permanece así conmovido por su aislamiento divino, y no se necesita sobornarlo o aplastarlo. El
mismo se ha sobornado al condenarse al cielo. Mientras tanto, la tierra tiembla en su camino, en su fulgor.
Nuestros pueblos americanos tienen millones de analfabetos; la incultura es preservada como
circunstancia hereditaria y privilegio del feudalismo. Podríamos decir, frente a la rémora de nuestros setenta
millones de analfabetos, que nuestros lectores no han nacido aún. Debemos apresurar ese parto para que
nos lean a nosotros y a todos los poetas. Hay que abrirle la matriz a América, para sacar de ella la gloriosa
luz.
Con frecuencia los críticos de libros se prestan a complacer las ideas de los empresarios feudales. En
el año de 1961, por ejemplo, aparecieron tres libros míos: Canción de gesta, Las piedras de Chile y Cantos
ceremoniales. Ni siquiera sus títulos fueron mencionados por los críticos de mi país en el curso de todo el
año.
Cuando se publicó por primera vez mi poema "Alturas de Macchu Picchu", tampoco se atrevió nadie a
mencionarlo en Chile. A las oficinas del periódico chileno más voluminoso, El Mercurio, un diario que se
publica hace casi siglo y medio, llegó el editor del poema. Llevaba un aviso pagado que anunciaba la
aparición del libro. Se lo aceptaron bajo la condición de que suprimiera mi nombre.
—Pero si Neruda es el autor —protestaba Neira.
—No importa —le respondieron.
"Alturas de Macchu Picchu" tuvo que aparecer como de autor anónimo en el anuncio. ¿De qué le
servían ciento cincuenta años de vida a ese periódico? En tanto tiempo no aprendió a respetar la verdad, ni
los hechos, ni la poesía.
A veces las pasiones negativas contra mí no obedecen simplemente a un enconado reflejo de la
lucha de clases, sino a otras causas. Con más de cuarenta años de trabajo, honrado con varios premios
literarios, editados mis libros en los idiomas más sorprendentes, no pasa un día sin que reciba algún
golpecito o golpeteo de la envidia circundante. Tal es el caso de mi casa. Compré hace varios años esta
casa en Isla Negra, en un sitio desierto, cuando aquí no había agua potable ni electricidad. A golpes de
libros la mejoré y la elevé. Traje amadas estatuas de madera, mascarones de viejos barcos que en mi hogar
encontraron asilo y descanso después de largos viajes.
Pero muchos no pueden tolerar que un poeta haya alcanzado, como fruto de su obra publicada en
todas partes, el decoro material que merecen todos los escritores, todos los músicos, todos los pintores. Los
anacrónicos escribientes reaccionarios, que piden a cada instante honores para Goethe, le niegan a los
poetas de hoy el derecho a la vida. El hecho de que yo tenga un automóvil los saca particularmente de
quicio. Según ellos, el automóvil debe ser exclusividad de los comerciantes, de los especuladores, de los
gerentes de prostíbulos, de los usureros y de los tramposos.
Para ponerlos más coléricos regalaré mi casa de Isla Negra al pueblo, y allí se celebrarán alguna vez
reuniones sindicales y jornadas de descanso para mineros y campesinos. Mi poesía estará vengada.
OTRO AÑO COMIENZA
Un periodista me pregunta:
—Cómo ve usted el mundo en este año que comienza?
Le respondo:
—En este momento exacto, a las nueve y veinte de la mañana del día cinco de enero, veo el mundo
enteramente rosa y azul.
Esto no tiene implicación literaria, ni política, ni subjetiva. Esto significa que desde mi ventana me
golpean la vista grandes macizos de flores rosadas y, más lejos, el mar Pacífico y el cielo se confunden en
un abrazo azul.
Pero comprendo, y lo sabemos, que otros colores existen en el panorama del mundo. Quién puede
olvidar el color de tanta sangre vertida inútilmente cada día en Vietnam? Quién puede olvidar el color de las
aldeas quemadas por el napalm?
Respondo otra pregunta del periodista. Como en otros años, en estos nuevos trescientos sesenta y
cinco días publicaré un nuevo libro. Estoy seguro de ello. Lo acaricio, lo maltrato, lo escribo cada día.
—De qué se trata en él?
Qué puedo contestar? Siempre en mis libros se trata de lo mismo; siempre escribo el mismo libro.
Que me perdonen mis amigos que, esta nueva vez y en este nuevo año lleno de nuevos días, yo no tenga
que ofrecerles sino mis versos, los mismos nuevos versos.
El año que termina nos trajo victorias a todos los terrestres: victorias en el espacio y sus rutas.
Durante el año todos los hombres quisimos volar. Todos hemos viajado en sueños cosmonautas. La
conquista de la gran altura nos pertenece a todos, hayan sido norteamericanos o soviéticos los que se
ciñeran el primer nimbo lunar y comieran las primeras uvas lunarias.
A nosotros, los poetas, debe tocarnos la mayor parte de los dones descubiertos. Desde julio Verne,
que mecanizó en un libro el antiguo sueño espacial, hasta Jules Laforgue, Heinrich Heine y José Asunción
Silva (sin olvidar a Baudelaire que descubrió su maleficio), el pálido planeta fue investigado, cantado y
publicado, antes que por nadie, por nosotros los poetas.
Pasan los años. Uno se gasta, florece, sufre y goza. Los años le llevan y le traen a uno la vida. Las
despedidas se hacen más frecuentes; los amigos entran o salen de la cárcel; van y vuelven de Europa; o
simplemente se mueren.
Los que se van cuando uno está muy lejos del sitio donde mueren, parece que se murieran menos;
continúan viviendo dentro, de uno, tal como fueron. Un poeta que sobrevive a sus amigos se inclina a
cumplir en su obra una enlutada antología. Yo me abstuve de continuarla por temor a la monotonía del dolor
humano ante la muerte. Es que uno no quiere convertirse en un catálogo de difuntos, aunque éstos sean los
muy amados. Cuando escribí en Ceilán, en 1928, "Ausencia de Joaquín", por la muerte de mi compañero el
poeta Joaquín Cifuentes Sepúlveda, y cuando más tarde escribí "Alberto Rojas Jiménez viene volando", en
Barcelona, en 1931, pensé que nadie más se me iba a morir. Se me murieron muchos. Aquí al lado, en las
colinas argentinas de Córdoba, yace sepultado el mejor de mis amigos argentinos: Rodolfo Araos Alfaro,
que dejó viuda a nuestra chilena Margarita Aguirre.
En este año que acaba de concluir, el viento se llevó la frágil estatura de Eya Ehremburg, amigo
queridísimo, heroico defensor de la verdad, titánico demoledor de la mentira. En el mismo Moscú enterraron
este año al poeta Ovadi Savich, traductor de la, poesía de Gabriela Mistral y de la mía, no sólo con exactitud
y belleza sino con resplandeciente amor. El mismo viento de la muerte se llevó a mis hermanos poetas
Nazim Hikinet y Semion Kirsanov. Y hay otros.
Amargo acontecimiento fue el asesinato oficial del Che Guevara en la muy triste Bolivia. El telegrama
de su muerte recorrió el mundo como un calofrío sagrado. Millones de elegías trataron de hacer coro a su
existencia heroica y trágica. En su memoria se derrocharon, por todas las latitudes, versos no siempre
dignos de tal dolor. Recibí un telegrama de Cuba, de un coronel literario, pidiéndome los míos. Hasta ahora
no los he escrito. Pienso que tal elegía debe contener, no sólo la inmediata protesta, sino también el eco
profundo de la dolorosa historia. Meditaré ese poema hasta que madure en mi cabeza y en mi sangre.
Me conmueve que en el diario del Che Guevara sea yo el único poeta citado por el gran jefe
guerrillero. Recuerdo que el Che me contó una vez, delante del sargento Retamar, cómo leyó muchas veces
mi Canto general a los primeros, humildes y gloriosos barbudos de Sierra Maestra. En su diario transcribe,
con relieve de corazonada, un verso de mi "Canto a Bolívar": "su pequeño cadáver de capitán valiente ... ".
EL PREMIO NOBEL
Mi Premio Nobel tiene una larga historia. Durante muchos años sonó mi nombre como candidato sin
que ese sonido cristalizara en nada.
En el año de 1963 la cosa fue seria. Los radios dijeron y repitieron varias veces que mi nombre se
discutía firmemente en Estocolmo y que yo era el más probable vencedor entre los candidatos al Premio
Nobel. Entonces Matilde y yo pusimos en práctica el plan nº 3 de defensa doméstica. Colgamos un candado
grande en el viejo portón de la Isla Negra y nos pertrechamos de alimentos y vino tinto. Agregué algunas
novelas policiales de Símenon a estas perspectivas de enclaustramiento.
Los periodistas llegaron pronto. Los mantuvimos a raya. No pudieron traspasar aquel portón,
salvaguardado por un enorme candado de bronce tan bello como poderoso. Detrás del muro exterior
rondaban como tigres. Qué se proponían? Qué podía decir yo de una discusión en la que sólo tomaban
parte académicos suecos en el otro lado del mundo? Sin embargo, los periodistas no ocultaban sus
intenciones de sacar agua de un palo seco.
La primavera había sido tardía en el litoral del Pacífico Sur. Aquellos días solitarios me sirvieron para
intimar con la primavera marina que, aunque tarde, se había engalanado para su solitaria fiesta. Durante el
verano no cae una sola gota de lluvia; la tierra es gredosa, hirsuta, pedregosa; no se divisa una brizna
verde. Durante el invierno, el viento del mar desata furia, sal, espuma de grandes olas, y entonces la
naturaleza luce acongojada, víctima de aquellas fuerzas terribles.
La primavera comienza con un gran trabajo amarillo. Todo se cubre de innumerables, minúsculas
flores doradas. Esta germinación pequeña y poderosa reviste laderas, rodea las rocas, se adelanta hacia el
mar y surge en medio de nuestros caminos cotidianos, como si quisiera desafiarnos, probarnos su
existencia.
Tanto tiempo sostuvieron esas flores una vida invisible, tanto tiempo las apabulló la desolada
negación de la tierra estéril, que ahora todo les parece poco para su fecundidad amarilla.
Luego se extinguen las pequeñas flores pálidas y todo se cubre de una intensa floración violeta. El
corazón de la primavera pasó del amarillo al azul, y luego al rojo. Cómo se sustituyeron unas a otras las
pequeñas, desconocidas, infinitas corolas? El viento sacudía un color y al día siguiente otro color, como si
entre las solitarias colinas cambiara el pabellón de la primavera y las repúblicas diferentes ostentaran sus
estandartes invasores. En esta época florecen los cactus de la costa. Lejos de esta región, en los
contrafuertes de la cordillera andina, los cactus se elevan gigantescos, estriados y espinosos, como
columnas hostiles.
Los cactus de la costa, en cambio, son pequeños y redondos. Los vi coronarse con veinte botones
escarlatas, como si una mano hubiera dejado allí su ardiente tributo de gotas de sangre. Después se
abrieron. Frente a las grandes espumas blancas del océano se divisan miles de cactus encendidos por sus
flores plenarias.
El viejo agave de mi casa sacó desde el fondo de su entraña su floración suicida. Esta planta, azul y
amarilla, gigantesca y carnosa, duró más de diez años junto a mi puerta, creciendo hasta,Ser más alta que
yo. Y ahora florece para morir. Erigió una poderosa lanza verde que subió hasta siete metros de altura,
interrumpida por una seca inflorescencia, apenas cubierta por polvillo de oro. Luego, todas las hojas
colosales del Agave Americana se desploman y mueren.
junto a la gran flor que muere, he aquí otra flor titánica que nace. Nadie la conocerá fuera de mi
patria; no existe sino en estas orillas antárticas. Se llama chachual (Puya Chilensis). Esta planta ancestral
fue adorada por los araucanos. Ya el antiguo Araucano no existe. La sangre, la muerte, el tiempo y luego
los cantos épicos de Alonso de Ercilla, cerraron la antigua historia de una tribu de arcilla que despertó
bruscamente de su sueño geológico para defender su patria invadida. Al ver surgir sus flores otra vez sobre
siglos de oscuros muertos, sobre capas de sangriento olvido,creo que el pasado de la tierra florece contra lo
que somos, contra lo que somos ahora. Sólo la tierra continúa siendo, preservando la esencia.
Pero olvidé describirla.
Es una bromelácea de hojas agudas y aserradas. Irrumpe en los caminos como un incendio verde,
acumulando en una panoplia sus misteriosas espadas de esmeralda. Pero, de pronto, una sola flor colosal,
un racimo le nace de la cintura, una inmensa rosa verde de la altura de un hombre. Esta señera flor,
compuesta por una muchedumbre de florecillas que se agrupan en una sola catedral verde, coronada por el
polen de oro, resplandece a la luz del mar. Es la única inmensa flor verde que he visto, el solitario
monumento a la ola.
Los campesinos y los pescadores de mi país olvidaron hace tiempo los nombres de las pequeñas
plantas, de las pequeñas flores que ahora no tienen nombre. Poco a poco lo fueron olvidando y lentamente
las flores perdieron su orgullo. Se quedaron enredadas y oscuras, como las piedras que los ríos arrastran
desde la nieve andina hasta los desconocidos litorales. Campesinos y pescadores, mineros y
contrabandistas, se mantuvieron consagrados a su propia aspereza, a la continua muerte y resurrección de
sus deberes, de sus derrotas. Es oscuro ser héroe de territorios aún no descubiertos; la verdad es que en
ellos, en su canto, no resplandece sino la sangre más anónima y las flores cuyo nombre nadie conoce.
Entre éstas hay una que ha invadido toda mi casa. Es una flor azul de largo, orgulloso, lustroso y
resistente talle. En su extremo se balancean las múltiples florecillas infra—azules, ultra—azules. No sé si a
todos los humanos les será dado contemplar el más excelso azul. Será revelado exclusivamente a algunos?
Permanecerá cerrado, invisible, para otros seres a quienes algún dios azul les ha negado esa
contemplación? O se tratará de mi propia alegría, nutrida en la soledad y transformada en orgullo,
presumida de encontrarse este azul, esta ola azul, esta estrella azul, en la abandonada primavera?
Por último, hablaré de las docas. No sé si existen en otras partes estas plantas, millonariamente
multiplicadas, que arrastran por la arena sus dedos triangulares. La primavera llenó esas manos verdes con
insólitas sortijas de color amaranto. Las docas llevan un nombre griego: aizoaceae. El esplendor de Isla
Negra en estos tardíos días de primavera son las aizoaceae que se derraman como una invasión marina,
como la emanación de la gruta verde del mar, como el zumo de los purpúreos racimos que acumuló en su
bodega el lejano Neptuno.
Justo en este momento, la radio nos anuncia que un buen poeta griego ha obtenido el renombrado
premio. Los periodistas emigraron.
Matilde y yo nos quedamos finalmente tranquilos. Con solemnidad retiramos el gran candado del viejo
portón para que todo el mundo siga entrando sin llamar a las puertas de mi casa, sin anunciarse. Como la
primavera.
Por la tarde me vinieron a ver los embajadores suecos. Me traían una cesta con botellas y
delicatessen. La habían preparado para festejar el Premio Nobel que consideraban como seguro para mí.
No estuvimos tristes y tomamos un trago por Seferis, el poeta griego que lo había ganado. Ya al despedirse,
el embajador me llevó a un lado y me dijo:
—Con seguridad la prensa me va a entrevistar y no sé nada al respecto. Puede usted decirme quién
es Seferis?
—Yo tampoco lo sé —le respondí sinceramente.
La verdad es que todo escritor de este planeta llamado Tierra quiere alcanzar alguna vez el Premio
Nobel, incluso los que no lo dicen y también los que lo niegan.
En América Latina, especialmente, los países tienen sus candidatos, planifican sus campañas,
diseñan su estrategia. Esta ha perdido a algunos que merecieron recibirlo. Tal es el caso de Rómulo
Gallegos. Su obra es grande y decorosa. Pero Venezuela es el país del petróleo, es decir el país de la plata,
y por esa vía se propuso conseguírselo. Designó un embajador en Suecia que se fijó como suprema meta la
obtención del premio para Gallegos. Prodigaba las invitaciones a comer; publicaba las obras de los
académicos suecos en español, en imprentas del propio Estocolmo. Todo lo cual ha debido parecer
excesivo a los susceptibles y reservados académicos. Nunca se enteró Rómulo Gallegos de que la
inmoderada eficacia de un embajador venezolano fue, tal vez, la circunstancia que lo privó de recibir un
título literario que tanto merecía.
En París me contaron en cierta ocasión una historia triste, ribeteada de humor cruel. En esta
oportunidad se trataba de Paul Valéry. Su nombre se rumoreaba y se imprimía en Francia como el más
firme candidato al Premio Nobel de aquel año. La misma mañana en que se discutía el veredicto en
Estocolmo, buscando apaciguar el nerviosismo que le producía la inmediata noticia, Valéry salió muy
temprano de su casa de campo, acompañado de su bastón y su perro.
Volvió de la excursión al mediodía, a la hora del almuerzo. Apenas abrió la puerta, preguntó a la
secretaria:
—Hay alguna llamada telefónica?
—Sí, señor. Hace pocos minutos lo llamaron de Estocolmo.
—Qué noticia le dieron? —dijo, ya manifestando abiertamente su emoción.
—Era una periodista sueca que quería saber su opinión sobre el movimiento emancipador de las
mujeres.
El propio Valéry refería la anécdota con cierta ironía. Y la verdad es que tan grande poeta, tan
impecable escritor, jamás obtuvo el famoso premio.
Por lo que a mí concierne, deben reconocerme que fui muy precavido. Había leído en un libro de un
erudito chileno, que quiso enaltecer a Gabriela Mistral, las numerosas cartas que mi austera compatriota
dirigió a muchos sitios, sin perder su austeridad pero impulsada por sus naturales deseos de acercarse al
Premio. Esto me hizo ser más reticente. Desde que supe que mi nombre se mencionaba (y se mencionó no
sé cuántas veces) como candidato, decidí no volver a Suecia, país que me atrajo desde muchacho, cuando
con Tomás Lago nos erigimos en discípulos auténticos de un pastor excomulgado y borrachín llamado
Gosta Berling.
Además, estaba aburrido de ser mencionado cada año, sin que las cosas fueran más lejos. Ya me
parecía irritante ver aparecer mi nombre en las competencias anuales, como si yo fuera un caballo de
carrera. Por otro lado los chilenos, literarios o populares, se consideraban agredidos por la indiferencia de la
academia sueca. Era una situación que colindaba peligrosamente con el ridículo.
Finalmente, como todo el mundo lo sabe, me dieron el premio Nobel. Estaba yo en París, en 1971,
recién llegado a cumplir mis tareas de embajador de Chile, cuando comenzó a aparecer otra vez mi nombre
en los periódicos. Matilde y yo fruncimos el ceño. Acostumbrados a la anual decepción, nuestra piel se
había tornado insensible. Una noche de octubre de ese año entró Jorge Edwards, consejero de nuestra
embajada y escritor, al comedor de la casa. Con la parsimonia que lo caracteriza, me propuso cruzar una
apuesta muy sencilla. Si me daban el Premio Nobel ese año, yo pagaría una comida en el mejor restaurant
de París, a él y a su mujer. Si no me lo daban, pagaría él la de Matilde y la mía.
—Aceptado —le dije—. Comeremos espléndidamente a costa tuya. Una parte del secreto de Jorge
Edwards y de su aventurada apuesta, comenzó a descorrerse al día siguiente. Supe que una amiga lo había
llamado telefónicamente desde Estocolmo. Era escritora y periodista. Le dijo que todas las posibilidades se
habían dado esta vez para que Pablo Neruda ganase el Premio Nobel.
Los periodistas comenzaron a llamar a larga distancia. Desde Buenos Aires, desde México y sobre
todo desde España. En este último país lo consideraban un hecho. Naturalmente que me negué a dar
declaraciones, pero mis dudas comenzaron a asomar nuevamente.
Aquella noche vino a verme Artur Lundkvist, el único amigo escritor que yo tenía en Suecia. Lundkvist
era académico desde hacía tres o cuatro años. Llegaba desde su país, en viaje hacia el sur de Francia.
Después de la comida le conté las dificultades que tenía para contestar por teléfono internacional a los
periodistas que me atribuían el Premio.
—Te quiero pedir una cosa, Artur —le dije—. En el caso de que esto sea verdad, me interesa mucho
saberlo antes de que lo publique la prensa. Quiero comunicárselo primero que a nadie a Salvador Allende,
con quien he compartido tantas luchas. El se pondrá muy alegre de ser el primero que reciba la noticia.
El académico y poeta Lundkvist me miró con ojos suecos, extremadamente serio:
—Nada puedo decirte. Si hay algo, te lo comunicará por telegrama el rey de Suecia o el embajador de
Suecia en París.
Esto pasaba el 19 o el 20 de octubre. En la mañana del 21 comenzaron a llenarse de periodistas los
salones de la embajada. Los operadores de la televisión sueca, alemana, francesa y de países
latinoamericanos, demostraban una impaciencia que amenazaba con transformarse en motín ante mi
mutismo que no era sino carencia de informaciones. A las once y media me llamó el embajador sueco para
pedirme que lo recibiera, sin anticiparme de qué se trataba, lo que no contribuyó a apaciguar los ánimos
porque la entrevista se realizaría dos horas después. Los teléfonos seguían repicando histéricamente.
En ese momento una radio de París lanzó un flash, una noticia del último minuto, anunciando que el
Premio Nobel 1971 había sido otorgado al "poéte chilien Pablo Neruda". Inmediatamente bajé a enfrentarme
a la tumultuosa asamblea de los medios de comunicación. Afortunadamente aparecieron en ese instante
mis viejos amigos Jean Marcenac y Aragón. Marcenac, gran poeta y hermano mío en Francia, daba gritos
de alegría.
Aragón, por su parte, parecía más contento que yo con la noticia. Ambos me auxiliaron en el difícil
trance de torear a los periodistas.
Yo estaba recién operado, anémico y titubeante al andar, con pocas ganas de moverme. Llegaron los
amigos a comer conmigo aquella noche. Matta, de Italia; García Márquez, de Barcelona; Siqueiros, deMéxico; Miguel Otero Silva, de Caracas; Arturo Camacho Ramírez, del propio París; Cortázar, de su
escondrijo. Carlos Vasallo, chileno, viajó desde Roma para acompañarme a Estocolmo.
Los telegramas (que hasta ahora no he podido leer ni contestar enteramente) se amontonaron en
pequeñas montañas. Entre las innumerables cartas llegó una curiosa y un tanto amenazante. La escribía un
señor desde Holanda, un hombre corpulento y de raza negra, según podía observarse en el recorte de
periódico que adjuntaba. "Represento —decía aproximadamente la carta al movimiento anticolonialista de
Georgetown, Guayana Holandesa. He pedido una tarjeta para asistir a la ceremonia que se desarrollará —
en Estocolmo para entregarle a usted el Premio Nobel. En la embajada sueca me han informado que se
requiere un frac, una tenida de rigurosa etiqueta para esta ocasión. Yo no tengo dinero para comprar un frac
y jamás me pondré uno alquilado, puesto que sería humillante para un americano libre vestir una —ropa
usada. Por eso le anuncio que, con el escaso dinero que pueda reunir, me trasladaré a Estocolmo para
sostener una entre vista de prensa y denunciar en ella el carácter imperialista y anti popular de esa
ceremonia, así se celebre para honrar al más anti imperialista y más popular de los poetas universales."
En el mes de noviembre viajamos Matilde y yo a Estocolmo. Nos acompañaron algunos viejos
amigos. Fuimos alojados en e esplendor del Gran Hotel. Desde allí veíamos la bella ciudad fría, y el Palacio
Real frente a nuestras ventanas. En el mismo hotel se alojaron los otros laureados de ese año, en física, en
química, en medicina, etc., personalidades diferentes, unos locuaces y formalistas, otros sencillos y rústicos
como obreros mecánicos recién salidos por azar de sus talleres. El alemán Willy Brandt no se hospedaba
en el hotel; recibiría' su Nobel, el de la Paz, en Noruega. Fue una lástima porque entre todos aquellos
Premiados era el que más me hubiera interesado conocer y hablar le. No logré divisarlo después sino en
medio de las recepciones separados el uno del otro por tres o cuatro personas.
Para la gran ceremonia era necesario practicar un ensayo previo, que el protocolo sueco nos hizo
escenificar en el mismo sitio donde se celebraría. Era verdaderamente cómico ver a gente tan seria
levantarse de su cama y salir del hotel a una hora precisa; acudir puntualmente a un edificio vacío; subir
escaleras sin equivocarse; marchar a la izquierda y a la derecha en estricta ordenación; sentarnos en el
estrado, en los sillones exactos que habríamos de ocupar el día del Premio. Todo esto enfrentados a las
cámaras de televisión, en una inmensa sala vacía, en la cual se destacaban los sitiales del rey y la familia
real, también melancólicamente vacíos. Nunca he podido explicarme por qué capricho la televisión sueca
filmaba aquel ensayo teatral interpretado por tan pésimos actores.
El día de la entrega del Premio se inauguró con la fiesta de Santa Lucía. Me despertaron unas voces
que cantaban dulcemente en los corredores del hotel. Luego las rubias doncellas escandinavas, coronadas
de flores y alumbradas por velas encendidas, irrumpieron en mi habitación. Me traían el desayuno y me
traían también, como regalo, un largo y hermoso cuadro que representaba el mar.
Un poco más tarde sucedió un incidente que conmovió a la policía de Estocolmo. En la oficina de
recepción del hotel me entregaron una carta. Estaba firmada por el mismo anticolonialista desenfrenado de
Georgetown, Guayana Holandesa. "Acabo de llegar a Estocolmo", decía. Había fracasado en su empeño de
convocar a una conferencia de prensa pero, como hombre de acción revolucionario, había tomado sus
medidas. No era posible que Pablo Neruda, el poeta de los humillados y de los oprimidos, recibiera el
Premio Nobel de frac. En consecuencia, había comprado unas tijeras verdes con las cuales me cortaría
públicamente "los colgajos del frac y cualquier otros colgajos". "Por eso cumplo con el deber de prevenirle.
Cuando usted vea a un hombre de color que se levanta al fondo de la sala, provisto de grandes tijeras
verdes, debe suponer exactamente lo que le va a pasar."
Le alargué la extraña carta al joven diplomático, representante del protocolo sueco, que me
acompañaba en todos mis trajines. Le dije sonriendo que ya había recibido en París otra carta del mismo
loco, y que en mi opinión no debíamos tomarlo en cuenta. El joven sueco no estuvo de acuerdo.
—En esta época de cuestionadores pueden pasar las cosas más inesperadas. Es mi deber prevenir a
la policía de Estocolmo —me dijo, y partió velozmente a cumplir lo que consideraba su deber Debo señalar
que entre mis acompañantes a Estocolmo estaba el venezolano Miguel Otero Silva, gran escritor y poeta
chispeante, que es para mí no solamente una gran conciencia americana sino también un incomparable
compañero. Faltaban apenas unas horas para la ceremonia. Durante el almuerzo comenté la seriedad con
que los suecos habían recibido el incidente de la carta protestataria. Otero Silva, que almorzaba con
nosotros, se dio una palmada en la frente y exclamó:
—Pero si esa carta la escribí yo de mi puño y letra, por tomar te el pelo, Pablo. Qué haremos ahora
con la policía buscando a un autor que no existe?
—Serás conducido a la cárcel. Por tu broma pesada de salvaje del Mar Caribe, recibirás el castigo
destinado al hombre de Geor getown —le dije.
En ese instante se sentó a la mesa mi joven edecán sueco que venía de prevenir a las autoridades.
Le dijimos lo que pasaba:
—Se trata de una broma de mal gusto. El autor está almorzando actualmente con nosotros.
Volvió a salir presuroso. Pero ya la policía había visitado todos los hoteles de Estocolmo, buscando a
un negro de George town, o de cualquier otro territorio similar.
Y mantuvieron sus precauciones. Al entrar a la ceremonia y al salir del baile de celebración, Matilde y
yo advertimos que en vez de los acostumbrados ujieres, se precipitaban a atender nos cuatro o cinco
mocetones, sólidos guardaespaldas rubios a prueba de tijeretazos.
La ceremonia ritual del Premio Nobel tuvo un público inmenso, tranquilo y disciplinado, que aplaudió
oportunamente y con cortesía. El anciano monarca nos daba la mano a cada uno; nos entregaba el diploma,
la medalla y el cheque; y retornábamos a nuestro sitio en el escenario, ya no escuálido como en el ensayo
sino cubierto ahora de flores y de sillas ocupadas. Se dice (o se lo dijeron a Matilde para impresionarla) que
el rey estuvo más tiempo conmigo que con los otros laureados, que me apretó la mano por más tiempo, que
me trató con evidente simpatía. Tal vez haya sido una reminiscencia de la antigua gentileza palaciega hacia
los juglares. De todas maneras, ningún otro rey me ha dado la mano, ni por largo ni por corto tiempo.
Aquella ceremonia, tan rigurosamente protocolar, tuvo indudablemente la debida solemnidad. La
solemnidad aplicada a las ocasiones trascendentales sobrevivirá tal vez por siempre en el mundo. Parece
ser que el ser humano la necesita. Sin embargo, yo encontré una risueña semejanza entre aquel desfile de
eminentes laureados y un reparto de premios escolares en una pequeña ciudad de provincia.
CHILE CHICO
Venía yo desde Puerto Ibáñez, asombrado del gran lago General Carrera, asombrado de esas aguas
metálicas que son un paroxismo de la naturaleza, solamente comparables al mar color turquesa de
Varadero en Cuba, o a nuestro Petrohué. Y luego el salvaje salto del río Ibáñez, indivisible en su aterradora
grandeza. Venía también transido por la incomunicación y la pobreza de los pueblos de la región; vecinos a
la energía colosal pero desprovistos de luz eléctrica; viviendo entre las infinitas ovejas lanares pero vestidos
con ropa pobre y rota. Hasta que llegué a Chile Chico.
Allí, cerrando el día, el gran crepúsculo me esperaba. El viento perpetuo cortaba las nubes de cuarzo.
Ríos de luz azul aislaban un gran bloque que el viento mantenía en suspensión entre la tierra y el cielo.
Tierras de ganadería, sembrados que luchaban bajo la presión polar del viento. Alrededor la tierra se
elevaba con las torres duras de la Roca Castillo, puntas cortantes, agujas góticas, almenas naturales de
granito. Las montañas arbitrarias de Aysén, redondas como bolas, elevadas y lisas como mesas, mostraban
rectángulos y triángulos de nieve.
Y el cielo trabajaba su crepúsculo con cendales y metales: centelleaba el amarillo en las alturas,
sostenido como un pájaro inmenso por el espacio puro. Todo cambiaba de pronto, se transformaba en boca
de ballena, en leopardo ardiendo, en luminarias abstractas.
Sentí que la inmensidad se desplegaba sobre mí cabeza, nombrándome testigo del Aysén
deslumbrante, con sus cerreríos, sus cascadas, sus millones de árboles muertos y quemados que acusan a
sus antiguos homicidas, con el silencio de un mundo en nacimiento en que está todo preparado: las
ceremonias del cielo y de la tierra. Pero faltan el amparo, el orden colectivo, la edificación, el hombre. Los
que viven en tan graves soledades necesitan una solidaridad tan espaciosa como sus grandes extensiones.
Me alejé cuando se apagaba el crepúsculo y la noche caía sobrecogedora y azul.
BANDERAS DE SEPTIEMBRE
El mes de septiembre, en el sur del continente latinoamericano, es un mes ancho y florido. También
este mes está lleno de banderas.
A comienzos del siglo pasado, en 1810 y en este mes de septiembre, despuntaron o se consolidaron
las insurrecciones contra el dominio español en numerosos territorios de América del Sur.
En este mes de septiembre los americanos del sur recordamos la emancipación, celebramos los
héroes, y recibimos la primavera tan dilatada que sobrepasa el estrecho de Magallanes y florece hasta en la
Patagonia Austral, hasta en el Cabo de Hornos.
Fue muy importante para el mundo la cadena cíclica de revoluciones que brotaban desde México
hasta Argentina y Chile.
Los caudillos eran disímiles. Bolívar, guerrero y cortesano, dotado de un resplandor profético; San
Martín, organizador genial de un ejército que cruzó las más altas y hostiles cordilleras del planeta para dar
en Chile las batallas decisivas de su liberación; José Miguel Carrera y Bernardo O'Higgins, creadores de los
primeros ejércitos chilenos, así como de las primeras imprentas y de los primeros decretos contra la
esclavitud, que fue abolida en Chile muchos años antes que en los Estados Unidos.
José Miguel Carrera, como Bolívar y algunos otros de los libertadores, salían de la clase aristocrática
criolla. Los intereses de esta clase chocaban vivamente con los intereses españoles en América. El pueblo
como organización no existía, sino en forma de una vasta masa de siervos a las órdenes del dominio
español. Los hombres como Bolívar y Carrera, lectores de los enciclopedistas, estudiantes en las
academias militares de España, debían atravesar los muros del aislamiento y de la ignorancia para llegar a
conmover el espíritu nacional.
La vida de Carrera fue corta y fulgurante como un relámpago. El húsar desdichado titulé un antiguo
libro de recuerdos que yo mismo publiqué hace algunos años. Su personalidad fascinante atrajo los
conflictos sobre su cabeza como un pararrayos atrae la chispa de las tempestades. Al final fue fusilado en
Mendoza por los gobernantes de la recién declarada República Argentina. Sus desesperantes deseos de
derribar el dominio español lo habían puesto a la cabeza de los indios salvajes de las pampas argentinas.
Sitió a Buenos Aires y estuvo a punto de tomarla por asalto. Pero sus deseos eran libertar a Chile y en este
empeño precipitó guerras y guerrillas civiles que lo condujeron al patíbulo. La revolución en aquellos años
turbulentos devoró a uno de sus hijos más brillantes y valientes. La historia culpa de este hecho sangriento
a O'Higgins y San Martín. Pero la historia de este mes de septiembre, mes de primavera y de banderas,
cubre con sus alas la memoria de los tres protagonistas de estos combates librados en el vasto escenario
de inmensas pampas y de nieves eternas.
O'Higgins, otro de los libertadores de Chile, fue un hombre modesto. Su vida habría sido oscura y
tranquila si no se hubiera encontrado en Londres, cuando no tenía sino diecisiete años de edad, con un
viejo revolucionario que recorría todas las cortes de Europa buscando ayuda a la causa de la emancipación
americana. Se llamaba don Francisco de Miranda, y entre otros amigos contó con el poderoso afecto de la
emperatriz Catalina de Rusia. Con pasaporte ruso llegó a París y entraba y salía por las cancillerías de
Europa.
Es una historia romántica, con tal aire de "época" que parece una ópera. O'Higgins era hijo natural de
un virrey español, soldado de fortuna, de ascendencia irlandesa, que fue gobernador de Chile. Miranda se
las arregló para averiguar el origen de O'Higgins, cuando comprendió la utilidad que aquel joven podía tener
en la insurrección de las colonias americanas de España. Está narrado el momento mismo en que reveló al
joven O'Higgins el secreto de su origen y lo impulsó a la acción insurgente. Cayó de rodillas el joven
revolucionario y abrazando a Miranda entre sollozos se comprometió a partir de inmediato a su patria, Chile,
y encabezar aquí la insurgencia en contra del poder español. O'Higgins fue el que alcanzó las victorias
finales en contra del sistema colonial y se le juzga como el fundador de nuestra república.
Miranda, prisionero de los españoles, murió en el temible presidio de La Carraca, en Cádiz. El cuerpo
de este general de la Revolución francesa y profesor de revolucionarios, fue envuelto en un saco y tirado al
mar desde lo alto del presidio.
San Martín, desterrado por sus compatriotas, murió en Boulogne, Francia, anciano y solitario.
O'Higgins, libertador de Chile, murió en el Perú, lejos de todo lo que amaba, proscrito por la clase
latifundista criolla, que se apoderó prontamente de la revolución.
Hace poco, al pasar por Lima, encontré en el Museo Histórico del Perú algunos cuadros pintados por
el general O'Higgins en sus últimos años. Todos estos cuadros tienen a Chile por tema. Pintaba la
primavera de Chile, las hojas y las flores del mes de septiembre.
En este mes de septiembre me he puesto a recordar los nombres, los hechos, los amores y los
dolores de aquella época de insurrecciones. Un siglo más tarde los pueblos se agitan de nuevo, y una
corriente tumultuosa de viento y de furia mueve las banderas. Todo ha cambiado desde aquellos años
lejanos, pero la historia continúa su camino y una nueva primavera puebla los interminables espacios de
nuestra América.
PRESTES
Ningún dirigente comunista de América ha tenido una vida tan azarosa y portentosa como Luis Carlos
Prestes. Héroe militar y político de Brasil, su verdad y su leyenda traspasaron hace mucho tiempo las
restricciones ideológicas, y él se convirtió en una encarnación viviente de los héroes antiguos.
Por eso, cuando en Isla Negra recibí una invitación para visitar el Brasil y conocer a Prestes, la
acepté de inmediato. Supe, además, que no había otro invitado extranjero y esto me halagó. Sentí que de
alguna manera yo tomaba parte en una resurrección.
Recién salía Prestes en libertad después de más de diez años de prisión. Estos largos encierros no
son excepcionales en el "mundo libre". Mi compañero, el poeta Nazim Hikinet, pasó trece o catorce años en
una prisión de Turquía. Ahora mismo, cuando escribo estos recuerdos, hace ya doce años que seis o siete
comunistas del Paraguay están enterrados en vida, sin comunicación alguna con el mundo. La mujer de
Prestes, alemana de origen, fue entregada por la dictadura brasileña a la Gestapo. Los nazis la
encadenaron en el barco que la llevaba al martirio. Dio a luz una niña que hoy vive con su padre, rescatada
de los dientes de la Gestapo por la infatigable matrona doña Leocadia Prestes, madre del líder. Luego,
después de haber dado a luz en el patio de una cárcel, la mujer de Luis Carlos Prestes fue decapitada por
los nazis. Todas esas vidas martirizadas hicieron que Prestes jamás fuera olvidado durante sus largos años
de prisión.
Yo estaba en México cuando murió su madre, doña Leocadia Prestes. Ella había recorrido el mundo
demandando la liberación de su hijo. El general Lázaro Cárdenas, ex presidente de la República Mexicana,
telegrafió al dictador brasileño pidiendo para Prestes algunos días de libertad que le permitieran asistir al
entierro de su madre. El presidente Cárdenas, en su mensaje, garantizaba con su persona el regreso de
Prestes a la cárcel. La respuesta de Getulio Vargas fue negativa.
Compartí la indignación de todo el mundo y escribí un poema en honor de doña Leocadia, en
recuerdo de su hijo ausente y en execración del tirano.
Lo leí junto a la tumba de la noble señora que en vano golpeó las puertas del—mundo para liberar a
su hijo. Mi poema empezaba sobriamente:
Señora, hiciste grande, más grande a nuestra América. Le diste un río puro de colosales aguas: le
diste un árbol grande de infinitas raíces: un hijo tuyo digno de su patria profunda.
Pero, a medida que el poema continuaba se hacía más violento contra el déspota brasileño.
Lo seguí leyendo en todas partes y fue reproducido en octavillas y en tarjetas postales que
recorrieron el continente.
Una vez, de paso por Panamá, lo incluí en uno de mis recitales, luego de haber leído mis poemas de
amor. La sala estaba repleta y el calor del istmo me hacía transpirar. Empezaba yo a leer mis imprecaciones
contra el presidente Vargas cuando sentí secarse mi garganta. Me detuve y alargué la mano hacia un vaso
que estaba cerca de mí. En ese instante vi que una persona vestida de blanco se acercaba presurosa hacia
la tribuna. Yo, creyendo que se trataba de un empleado subalterno de la sala, le tendí el vaso para que me
lo llenara de agua. Pero el hombre vestido de blanco lo rechazó indignado y dirigiéndose a la concurrencia
gritó nerviosamente: "Soy o Embaxaidor do Brasil. Protesto porque Prestes es sólo un delincuente común..."
A estas palabras, el público lo interrumpió con silbidos estruendosos. Un joven estudiante de color,
ancho como un armario, surgió de en medio de la sala y, con las manos dirigidas peligrosamente a la
garganta del embajador, se abrió paso hacia la tribuna. Yo corrí para proteger al diplomático y por suerte
pude lograr que saliera del recinto sin mayor desmedro para su investidura.
Con tales antecedentes, mi viaje desde Isla Negra a Brasil para tomar parte en el regocijo popular,
pareció natural a los brasileños. Quedé sobrecogido cuando vi la multitud que llenaba el estadio de
Pacaembú, en Sáo Paulo. Dicen que había más de ciento treinta mil personas. Las cabezas se veían
pequeñísimas dentro del vasto círculo. A mi lado Prestes, diminuto de estatura, me pareció un lázaro recién
salido de la tumba, pulcro y acicalado para la ocasión. Era enjuto y blanco hasta la transparencia, con esa
blancura extraña de los prisioneros. Su intensa mirada, sus grandes ojeras moradas, sus delicadísimas
facciones, su grave dignidad, todo recordaba el largo sacrificio de su vida. Sin embargo habló con la
serenidad de un general victorioso.
Yo leí un poema en su honor que escribí pocas horas antes. Jorge Amado le cambió solamente la
palabra albañiles por la portuguesa "pedreiros". A pesar de mis temores, mi poema leído en español fue
comprendido por la muchedumbre. A cada línea de mi pausada lectura estalló el aplauso de los brasileños.
Aquellos aplausos tuvieron profunda resonancia en mi poesía. Un poeta que lee sus versos ante ciento
treinta mil personas no sigue siendo el mismo, ni puede escribir de la misma manera después de esa
experiencia.
Por fin me encuentro frente a frente con el legendario Luis Carlos Prestes. Está esperándome en la
casa de unos amigos suyos. Todos los rasgos de Prestes —su pequeña estatura, su del gadez, su blancura
de papel transparente—adquieren una precisión de miniatura. También sus palabras, y tal vez su
pensamiento, parecen ajustarse a esta representación exterior.
Dentro de su reserva, es muy cordial conmigo. Creo que me dispensa ese trato cariñoso que
frecuentemente recibimos los poetas, una condescendencia entre tierna y evasiva, muy parecida a la que
adoptan los adultos al hablar con los niños.
Prestes me invitó a almorzar para un día de la semana siguiente. Entonces me sucedió una de esas
catástrofes sólo atribuible al destino o a mi irresponsabilidad. Sucede que el idioma portugués, no obstante
tener su sábado y su domingo, no señala los demás días de la semana como lunes, martes, miércoles, etc.,
sino con las endiabladas denominaciones de segonda feíra, tersa Jeira, quarta Jeira, saltándose la primera
Jeira para complemento. Yo me enredo enteramente en esas feiras, sin saber de qué día se trata.
Me fui a pasar algunas horas en la playa con una bella amiga brasileña, recordándome a mí mismo a
cada momento que al día siguiente me había citado Prestes para almorzar. La quarta feira me enteré de
que Prestes me esperó la tersa Jeira inútilmente con la mesa puesta mientras que yo pasaba las horas en la
playa de Ipanema. Me buscó por todas partes sin que nadie supiera mi paradero. El ascético capitán había
encargado, en honor a mis predilecciones, vinos excelentes que tan difícil era conseguir en el Brasil. Ibamos
a almorzar los dos solos.Cada vez que me acuerdo de esta historia, me quisiera morir de vergüenza. Todo lo he podido
aprender en mi vida, menos los nombres de los días de la semana en portugués.
CODOVILA
Al salir de Santiago supe que Vittorio Codovila quería conversar conmigo. Fui a verlo. Siempre
mantuve una buena amistad con él. Hasta su muerte.
Codovila había sido un representante de la III Internacional y tenía todos los defectos de la época.
Era personalista, autoritario, y creía poseer siempre la razón. Imponía fácilmente su criterio y entraba en la
voluntad de los demás como un cuchillo en la manteca. Llegaba apresuradamente a las reuniones y daba la
sensación de tenerlo ya todo pensado y resuelto. Parecía que escuchaba por cortesía y con cierta
impaciencia las opiniones ajenas; luego daba sus instrucciones perentorias. Su capacidad era inmensa, su
poder de síntesis era abrumador. Trabajaba sin ningún descanso e imponía ese ritmo a sus compañeros.
Siempre me dio la idea de ser una gran máquina del pensamiento político de aquellos tiempos.
Por mí tuvo siempre un sentimiento muy especial de comprensión y deferencia. Este italiano,
transmigrado y utilitario en lo civil, era desbordantemente humano, con un profundo sentido artístico que lo
hacía comprender los errores, las debilidades en los hombres de la cultura. Esto no le impedía ser
implacable —y a veces funesto—en la vida política.
Estaba preocupado, me dijo, por la incomprensión de Prestes ante la dictadura peronista. Codovila
pensaba que Perón y su movimiento eran una prolongación del fascismo europeo. Ningún antifascista podía
aceptar pasivamente el crecimiento de Perón ni sus repetidas acciones represivas. Codovila y el partido
comunista argentino pensaban en ese momento que la única respuesta a Perón era la insurrección.
Codovila quería que yo hablara del tema con Prestes. No se trata de una misión, me dijo; pero lo
sentí preocupado dentro de esa seguridad en sí mismo que lo caracterizaba.
Después del mitin de Pacaembú conversé largamente con Prestes. No se podía encontrar dos
hombres más diferentes, más antípodas. El italoargentino, voluminoso y rebosante, pareció siempre ocupar
toda la habitación, toda la mesa, todo el ambiente. Prestes, esmirriado y ascético, parecía tan frágil que una
ventolera podía llevárselo por la ventana.
Sin embargo, encontré que detrás de las apariencias los dos hombres eran tan duros el uno como el
otro.
"No hay fascismo en Argentina; Perón es un caudillo, pero no es un jefe fascista", me dijo Prestes
respondiendo a mis preguntas. "Dónde están las camisas pardas? Las camisas negras? Las milicias
fascistas? "
"Además, Codovila se equivoca. Lenin dice que no se juega con la insurrección. Y no se puede estar
anunciando una guerra sin soldados, si se cuenta sólo con los espontáneos. "
Estos dos hombres tan diferentes eran, en el fondo, irreductibles. Alguno de ellos, probablemente
Prestes, tuvo la razón en estas cosas, pero el dogmatismo de ambos, de estos dos revolucionarios
admirables, producía a menudo alrededor de ellos una atmósfera que yo encontraba irrespirable.
Debo añadir que Codovila era un hombre vital. A mí me gustaba mucho su combate contra la
gazmoñería y el puritanismo de una época comunista. Nuestro gran hombre chileno de los viejos tiempos
partidarios, Lafferte, era antialcoholista hasta la obsesión. El viejo Lafferte gruñía igualmente a cada rato
contra los amores y amoríos que surgían fuera del Registro Civil, entre compañeros y compañeras del
partido. Codovila derrotaba a nuestro limitado maestro con su amplitud vital.
STALIN
Mucha gente ha creído que yo soy o he sido un político importante. No sé de dónde ha salido tan
insigne leyenda. Una vez vi, con candorosa sorpresa, un retrato mío, pequeño como una estampilla, incluido
en las dos páginas de la revista Lile que mostraban a sus lectores los jefes del comunismo mundial. Mi
efigie, metida entre Prestes y Mao Tse Tung, me pareció una broma divertida, pero nada aclaré porque
siempre he detestado las cartas de rectificación. Por lo demás, no dejaba de ser gracioso que se equivocara
la CIA, no obstante sus cinco millones de agentes que mantiene en el mundo.
El más largo contacto que he mantenido con un líder cardinal del mundo socialista fue durante
nuestra visita a Pekín. Consistió en un brindis que cambié con Mao Tse Tung, en el curso de una
ceremonia. Al chocar nuestros vasos me miró con ojos sonrientes, y ancha sonrisa entre simpática e irónica.
Mantuvo mi mano en la suya, apretándomela por unos segundos más de lo acostumbrado. Luego regresé a
la mesa de donde había salido.
Nunca vi en mis muchas visitas a la URSS ni a Molotov, ni a Vishinski, ni a Beria; ni siquiera a
Mikoian, ni a Litvinov, personajes estos últimos más sociables y menos misteriosos que los otros.
A Stalin lo divisé de lejos más de una vez, siempre en el mismo punto: la tribuna que sobre la Plaza
Roja se levanta llena de dirigentes de alto nivel, tanto el 1º de mayo como el 7 de noviembre de cada año.
Pasé largas horas en el Kremlin, como participante del comité de los premios que llevaban el nombre de
Stalin, sin que nunca nos cruzáramos en un pasillo; sin que él nos visitara durante nuestras deliberaciones o
almuerzos, o nos llamara para saludarnos. Los premios se concedieron siempre por unanimidad, pero no
faltó más de una cerrada discusión previa a la selección del candidato. A mí me dio siempre la impresión de
que alguien de la secretaría del jurado, antes de que se tomaran las decisiones finales, corría con los
acuerdos a ver si el gran hombre los refrendaba. Pero la verdad es que no recuerdo que se recibiera nunca
una objeción de su parte; ni tampoco recuerdo que, a pesar de su perceptible proximidad, se diera por
enterado de nuestra presencia. Decididamente, Stalin cultivaba el misterio como sistema; o era un gran
tímido, un hombre prisionero de sí mismo. Es posible que esta característica haya contribuido a la influencia
preponderante que tuvo Beria sobre él. Beria era el único que entraba y salía sin avisar de las cámaras de
Stalin.
Sin embargo, tuve en cierta oportunidad una relación inesperada, que hasta ahora me parece insólita,
con el hombre misterioso del Kremlin. Íbamos hacia Moscú con los Aragón —Louis y Elsa—para participar
en la reunión que otorgaría ese año los premios Stalin. Unas grandes nevazones nos detuvieron en
Varsovia. Ya no llegaríamos a tiempo a la cita. Uno de nuestros acompañantes soviéticos se encargó de
transmitir en ruso, a Moscú, las candidaturas que Aragón y yo propiciábamos y que, por cierto, fueron
aprobadas en la reunión. Pero lo curioso del caso es que el soviético que recibió la respuesta telefónica, me
llamó a un lado y me dijo sorpresivamente:
—Lo felicito, camarada Neruda. El camarada Stalin, al serle sometida la lista de posibles premiados,
exclamó: "Y por qué no está el de Neruda entre estos nombres? "
Al año siguiente recibía yo el Premio Stalin por la Paz y la Amistad entre los Pueblos. Es posible que
yo lo mereciera, pero me pregunto cómo aquel hombre remoto se enteró de mi existencia.
Supe por aquellos tiempos de otras intervenciones similares de Stalin. Cuando arreciaba la campaña
en contra del cosmopolitismo, cuando los sectarios de "cuello duro" pedían la cabeza de Ehrenburg, sonó el
teléfono una mañana en la casa del autor de julio Jurenito. Atendió Luba. Una voz vagamente desconocida
preguntó:
—Está Ilya Grigorievich?
—Eso depende ———contestó Luba—. Quién es usted?
—Aquí Stalin ——dijo la voz.
—Ilya, un bromista para ti —dijo Luba a Ehrenburg.
Pero una vez en el teléfono, el escritor reconoció la voz de Stalin, tan oída de todos:
—He pasado la noche leyendo su libro La caída de París. Lo llamaba para decirle que siga usted
escribiendo muchos libros tan interesantes como ése, querido Ilya Grigorievich.
Tal vez esa inesperada llamada telefónica hizo posible la larga vida del gran Ehrenburg.
Otro caso. Ya había muerto Maiakovski, pero sus recalcitrantes y reaccionarios enemigos atacaban
con dientes y cuchillos la memoria del poeta, empecinados en borrarlo del mapa de la literatura soviética.
Entonces ocurrió un hecho que trastornó aquellos propósitos. Su amada Líly Brick escribió una carta a
Stalin señalándole lo desvergonzado de estos ataques y alegando apasionadamente en defensa de la
poesía de Maiakovski. Los agresores se creían impunes, protegidos por su mediocridad asociativa. Se
llevaron un chasco. Stalin escribió al margen de la carta de Lily Brick: "Maiakovski es el mejor poeta de la
era soviética."
Desde ese momento surgieron museos y monumentos en honor de Maiakovski y proliferaron las
ediciones de su extraordinaria poesía. Los impugnadores quedaron fulminados e inertes ante aquel
trompetazo de Jehova.
Supe también que a la muerte de Stalin se encontró entre sus papeles una lista que decía: "No tocar",
escrita por él de puño y letra. Esta lista estaba encabezada por el músico Shostakovitch y seguían otros
nombres eminentes: Eisenstein, Pasternak, Ehremburg, etcétera.
Muchos me han creído un convencido staliniano. Fascistas y reaccionarios me han pintado como un
exégeta lírico de Stalin. Nada de esto me irrita en especial. Todas las conclusiones se hacen posibles en
una época diabólicamente confusa.
La íntima tragedia para nosotros los comunistas fue darnos cuenta de que, en diversos aspectos del
problema Stalin, el enemigo tenía razón. A esta revelación que sacudió el alma, subsiguió un doloroso
estado de conciencia. Algunos se sintieron engañados; aceptaron violentamente la razón del enemigo; se
pasaron a sus filas. Otros pensaron que los espantosos hechos, revelados implacablemente en el XX
Congreso, servían para demostrar la entereza de un partido comunista que sobrevivía mostrando al mundo
la verdad histórica y aceptando su propia responsabilidad.
Si bien es cierto que esa responsabilidad nos alcanzaba a todos, el hecho de denunciar aquellos
crímenes nos devolvía a la autocrítica y al análisis de los elementos esenciales de nuestra doctrina y nos
daba las armas para impedir que cosas tan horribles pudieran repetirse.
Esta ha sido mi posición: por sobre las tinieblas, desconocidas para mí, de la época staliniana, surgía
ante mis ojos el primer Stalin, un hombre principista y bonachón, sobrio como u anacoreta, defensor tiránico
de la revolución rusa. Además, este pequeño hombre de grandes bigotes se agigantó en la guerra con su
nombre en los labios, el Ejército Rojo atacó y pulverizó la fortaleza de los demonios hitlerianos.
Sin embargo, dediqué uno sólo de mis poemas a esa poderosa personalidad. Fue con ocasión de su
muerte. Lo puede encontrar cualquiera en las ediciones de mis obras completas. La muerte del cíclope del
Kremlin tuvo una resonancia cósmica. Se estremeció la selva humana. Mi poema captó la sensación de
aquel pánico terrestre.
LECCIÓN DE SENCILLEZ
Gabriel García Márquez me refirió, muy ofendido, cómo le habían suprimido en Moscú algunos
pasajes eróticos a su maravilloso libro Cien años de soledad.
—Eso está muy mal —les dije yo a los editores.
—No pierde nada el libro —me contestaron, y yo me di cuenta de que lo habían podado sin mala
voluntad. Pero lo podaron.
Cómo arreglar estas cosas? Cada vez soy menos sociólogo. Fuera de los principios generales del
marxismo, fuera de mi antipatía por el capitalismo y mi confianza en el socialismo, cada vez entiendo menos
en la tenaz contradicción de la humanidad.
Los poetas de esta época hemos tenido que elegir. La elección no ha sido un lecho de rosas. Las
terribles guerras injustas, las continuas presiones, la agresión del dinero, todas las injusticias se han hecho
más evidentes. Los anzuelos del sistema envejecido han sido la "libertad" condicionada, la sexualidad, la
violencia y los placeres pagados por cómodas cuotas mensuales.
El poeta del presente ha buscado una salida a su zozobra. Algunos se han escapado hacia el
misticismo, o hacia el sueño de la razón. Otros se sienten fascinados por la violencia espontánea y
destructora de la juventud; han pasado a ser inmediatistas, sin considerar que esta experiencia, en el
beligerante mundo actual, ha conducido siempre a la represión y al suplicio estéril.
Encontré en mi partido, el partido comunista de Chile, un grupo grande de gente sencilla, que habían
dejado muy lejos la vanidad personal, el caudillismo, los intereses materiales. Me sentí feliz de conocer
gente honrada que luchaba por la honradez común, es decir, por la justicia.
Nunca he tenido dificultades con mí partido, que con su modestia ha logrado extraordinarias victorias
para el pueblo de Chile, mi pueblo. Qué más puedo decir? No aspiro sino a ser tan sencillo como mis
compañeros; tan persistente e invencible como ellos lo son. Nunca se aprende bastante de la humildad.
Nunca me enseñó nada el orgullo individualista que se encastilla en el escepticismo para no ser solidario del
sufrimiento humano.
FIDEL CASTRO
Dos semanas después de su victoriosa entrada en La Habana, llegó Fidel Castro a Caracas por una
corta visita. Venía a agradecer públicamente al gobierno y al pueblo venezolanos la ayuda que le habían
prestado. Esta ayuda había consistido en armas para sus tropas, y no fue naturalmente Betancourt (recién
elegido presidente) quien las proporcionó, sino su antecesor el almirante Wolfgang Larrazábal. Había sido
Larrazábal amigo de las izquierdas venezolanas, incluyendo a los comunistas, y accedió al acto de
solidaridad con Cuba que éstos le solicitaron.
He visto pocas acogidas políticas más fervorosas que la que le dieron los venezolanos al joven
vencedor de la revolución cubana. Fidel habló cuatro horas seguidas en la gran plaza de El Silencio,
corazón de Caracas. Yo era una de las doscientas mil personas que escucharon de pie y sin chistar aquel
largo discurso. Para mí, como para muchos otros, los discursos de Fidel han sido una revelación. Oyéndole
hablar ante aquella multitud, comprendí que una época nueva había comenzado para América Latina. Me
gustó la novedad de su lenguaje. Los mejores dirigentes obreros y políticos suelen machacar fórmulas cuyo
contenido puede ser válido, pero son palabras gastadas y debilitadas en la repetición. Fidel no se daba por
enterado de tales fórmulas. Su lenguaje era natural y didáctico. Parecía que él mismo iba aprendiendo
mientras hablaba y enseñaba.
El presidente Betancourt no estaba presente. Le asustaba la idea de enfrentarse a la ciudad de
Caracas, donde nunca fue popular. Cada vez que Fidel Castro lo nombró en su discurso se escucharon de
inmediato silbidos y abucheos que las manos de Fidel trataban de silenciar. Yo creo que aquel día se selló
una enemistad definitiva entre Betancourt y el revolucionario cubano. Fidel no era marxista ni comunista en
ese tiempo; sus mismas palabras distaban mucho de esa—posición política. Mi idea personal es que aquel
discurso, la personalidad fogosa y brillante de Fidel, el entusiasmo multitudinario que despertaba, la pasión
con que el pueblo de Caracas lo oía, entristecieron a Betancourt, político de viejo estilo, de retórica, comités
y conciliábulos. Desde entonces Betancourt ha perseguido con saña implacable todo cuanto de cerca o de
lejos le huela a Fidel Castro o a la revolución cubana.
Al día siguiente del mitin, cuando yo estaba en el campo de picnic dominical, llegaron hasta nosotros
unas motocicletas que me traían una invitación para la embajada de Cuba. Me habían buscado todo el día y
por fin habían descubierto mi paradero, La recepción sería esa misma tarde. Matilde y yo salimos
directamente hacia la sede de la embajada. Los invitados eran tan numerosos que sobrepasaban los
salones y jardines. Afuera se agolpaba el pueblo y era difícil cruzar las calles que conducían a la casa.
Atravesamos salones repletos de gente, una trinchera de brazos con copas de cóctel en alto. Alguien
nos llevó por unos corredores y unas escaleras hasta otro piso. En un sitio sorpresivo nos estaba esperando
Celia, la amiga y secretaria más cercana de Fidel. Matilde se quedó con ella. A mí me introdujeron a la
habitación vecina. Me encontré en un dormitorio subalterno, como de jardinero o de chofer. Sólo había una
cama de la cual alguien se había levantado precipitadamente, dejando sábanas en desorden y una
almohada por el suelo. Una mesita en un rincón y nada más. Pensé que de allí me pasarían a algún
saloncito decente para encontrarme con el comandante. Pero no fue así. De repente se abrió la puerta y
Fidel Castro llenó el hueco con su estatura.
Me sobrepasaba por una cabeza. Se dirigió con pasos rápidos hacia mí.
—Hola, Pablo! —me dijo y me sumergió en un abrazo estrecho y apretado.
Me sorprendió su voz delgada, casi infantil. También algo en su aspecto concordaba con el tono de
su voz. Fidel no daba la sensación de un hombre grande, sino de un niño grande a quien se le hubieran
alargado de pronto las piernas sin perder su cara de chiquillo y su escasa barba de adolescente.
De pronto interrumpió el abrazo con brusquedad. Se quedó como galvanizado. Dio media vuelta y se
dirigió resueltamente hacia un rincón del cuarto. Sin que yo me enterara había entrado sigilosamente un
fotógrafo periodístico y desde ese rincón dirigía su 'cámara hacia nosotros. Fidel cayó a su lado de un solo
Impulso. Vi que lo había agarrado por la garganta y lo sacudía. La cámara cayó al suelo. Me acerqué a Fidel
y lo tomé de un brazo, espantado ante la visión del minúsculo fotógrafo que se debatía inútilmente. Pero
Fidel le dio un empellón hacia la puerta y lo obligó a desaparecer. Luego se volvió hacia mí sonriendo,
recogió la cámara del suelo y la arrojó sobre la cama.
No hablamos del incidente, sino de las posibilidades de una agencia de prensa para la América
entera. Me parece que de aquella conversación nació Prensa Latina. Luego, cada uno por su puerta,
regresamos a la recepción.
Una hora más tarde, regresando ya de la embajada en compañía de Matilde, me vinieron a la mente
la cara aterrorizada del fotógrafo y la rapidez instintiva del jefe guerrillero que advirtió de espaldas la
silenciosa llegada del intruso.
Ese fue mi primer encuentro con Fidel Castro. Por qué rechazó tan rotundamente aquella fotografía?
Encerraba su rechazo un pequeño misterio político. Hasta ahora no he logrado comprender por qué motivo
nuestra entrevista debía tener carácter tan secreto.
Fue muy diferente mi primer encuentro con el Che Guevara. Sucedió en La Habana. Cerca de la una
de la noche llegué a verlo, invitado por él a su oficina del Ministerio de Hacienda o de Economía, no
recuerdo exactamente. Aunque me había citado para la media noche, yo llegué con retardo. Había asistido
a un acto oficial interminable y me sentaron en el presidium.
El Che llevaba botas, uniforme de campaña y pistolas a la cintura. Su indumentaria desentonaba con
el ambiente bancario de la oficina.
El Che era moreno, pausado en el hablar, con indudable acento argentino. Era un hombre para
conversar con él despacio, en la pampa, entre mate y mate. Sus frases eran cortas y remataban en una
sonrisa, como si dejara en el aire el comentario.
Me halagó lo que me dijo de mi libro Canto general. Acostumbraba leerlo por la noche a sus
guerrilleros, en la Sierra Maestra. Ahora, ya pasados los años, me estremezco al pensar que mis versos
también le acompañaron en su muerte. Por Régis Debray supe que en las montañas de Bolivia guardó
hasta el último momento en su mochila sólo dos libros: un texto de aritmética y mi Canto general.
Algo me dijo el Che aquella noche que me desorientó bastante pero que tal vez explica en parte su
destino. Su mirada iba de mis ojos a la ventana oscura del recinto bancario. Hablábamos de una posible
invasión norteamericana a Cuba. Yo había visto por las calles de La Habana sacos de arena diseminados
en puntos estratégicos. El dijo súbitamente:
—La guerra... La guerra... Siempre estamos contra la guerra pero cuando la hemos hecho no
podemos vivir sin la guerra. En todo instante queremos volver a ella.
Reflexionaba en voz alta y para mí. Yo lo escuché con sincero estupor. Para mí la guerra es una
amenaza y no un destino.
Nos despedimos y nunca más lo volví a ver. Luego acontecieron su combate en la selva boliviana y
su trágica muerte. Pero yo sigo viendo en el Che Guevara aquel hombre meditativo que en sus batallas
heroicas destinó siempre, junto a sus armas, un sitio para la poesía.
A América Latina le gusta mucho la palabra "esperanza". Nos complace que nos llamen "continente
de la esperanza". Los candidatos a diputados, a senadores, a presidentes, se autotitulan "candidatos de la
esperanza".
En la realidad esta esperanza es algo así como el cielo prometido, una promesa de pago cuyo
cumplimiento se aplaza. Se aplaza para el próximo período legislativo, para el próximo año o para el
próximo siglo.
Cuando se produjo la revolución cubana, millones de sudamericanos tuvieron un brusco despertar.
No creían lo que escuchaban. Esto no estaba en los libros de un continente que ha vivido
desesperadamente pensando en la esperanza.
He aquí de pronto que Fidel Castro, un cubano a quien antes nadie conocía, agarra la esperanza del
pelo o de los pies, y no le permite volar, sino la sienta en su mesa, es decir, en la mesa y en la casa de los
pueblos de América.
Desde entonces hemos adelantado mucho en este camino de la esperanza vuelta realidad. Pero
vivimos con el alma en un hilo. Un país vecino, muy poderoso y muy imperialista, quiere aplastar a Cuba
con esperanza y todo. Las masas de América leen todos los días el periódico, escuchan la radio todas las
noches. Y suspiran de satisfacción. Cuba existe. Un día más. Un año más. Un lustro más. Nuestra
esperanza no ha sido decapitada. No será decapitada.
LA CARTA DE LOS CUBANOS
Hacía tiempo que los escritores peruanos, entre los que siempre conté con muchos amigos,
presionaban para que se me diera en su país una condecoración oficial. Confieso que las condecoraciones
me han parecido siempre un tanto ridículas. Las pocas que tenía me las colgaron al pecho sin ningún amor,
por funciones desempeñadas, por permanencias consulares, es decir, por obligación o rutina. Pasé una vez
por Lima, y Ciro Alegría, el gran novelista de Los perros hambrientos, que era entonces presidente de los
escritores peruanos, insistió para que se me condecorase en su patria. Mi poema "Alturas de Macchu
Picchu" había pasado a ser parte de la vida peruana; tal vez logré expresar en esos versos algunos
sentimientos que yacían dormidos como las piedras de la gran construcción. Además, el presidente peruano
de ese tiempo, el arquitecto Belaúnde, era mi amigo y mi lector. Aunque la revolución que después lo
expulsó del país con violencia dio al Perú un gobierno inesperadamente abierto a los nuevos caminos de la
historia, sigo creyendo que el arquitecto Belaúnde fue un hombre de intachable honestidad, empeñado en
tareas algo quiméricas que al final lo apartaron de la realidad terrible, lo separaron de su pueblo que tan
profundamente amaba.
Acepté ser condecorado, esta vez no por mis servicios consulares, sino por uno de mis poemas.
Además, y no es esto lo más pequeño, entre los pueblos de Chile y Perú hay aún heridas sin cerrar. No sólo
los deportistas y los diplomáticos y los estadistas deben empeñarse en restañar esa sangre del pasado,
sino también y con mayor razón los poetas, cuyas almas tienen menos fronteras que las de los demás.
Por esa misma época hice un viaje a los Estados Unidos. Se trataba de un congreso del Pen Club
mundial. Entre los invitados estaban mis amigos Arthur Miller, los argentinos Ernesto Sábato y Victoria
Ocampo, el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, el novelista mexicano Carlos Fuentes. También
concurrieron escritores de casi todos los países socialistas de Europa.
Se me notificó a mi llegada —que los escritores cubanos habían sido igualmente invitados. En el Pen
Club estaban sorprendidos porque no había llegado Carpentier y me pidieron que yo tratara de aclarar el
asunto. Me dirigí al representante de Prensa Latina en Nueva York, quien me ofreció transmitir un recado
para Carpentier.
La respuesta, a través de Prensa Latina, fue que Carpentier no podía venir porque la invitación había
llegado demasiado tarde y las visasnorteamericanas no habían estado listas. Alguien mentía en esa
ocasión: las visas estaban concedidas hacía tres meses, y hacía también tres meses que los cubanos
conocían la invitación y la habían aceptado. Se comprende que hubo un acuerdo superior de ausencia a
última hora.
Yo cumplí mis tareas de siempre. Di mi primer recital de poesía en Nueva York, con un lleno tan
grande que debieron de poner pantallas de televisión fuera del teatro para que vieran y oyeran algunos
miles que no pudieron entrar. Me conmovió el eco que mis poemas, violentamente antiimperialistas,
despertaban en esa multitud norteamericana. Comprendí muchas cosas allí, y en Washington, y en
California, cuando los estudiantes y la gente común manifestaban su aprobación a mis palabras
condenatorios del imperialismo. Comprobé a quemarropa que los enemigos norteamericanos de nuestros
pueblos eran igualmente enemigos del pueblo norteamericano.
Me hicieron algunas entrevistas. La revista Lile en castellano, dirigida por latinoamericanos
advenedizos, tergiversó y mutiló mis opiniones. No rectificaron cuando se lo pedí. Pero no era nada grave.
Lo que suprimieron fue un párrafo donde yo condenaba lo de Vietnam y otro acerca de un líder negro
asesinado por esos días. Sólo años más tarde la periodista que redactó la entrevista dio testimonio de que
había sido censurada.
Supe, durante mi visita —y eso hace honor a mis compañeros los escritores norteamericanos—, que
ellos ejercieron una presión irreductible para que se me concediera la visa de entrada a los Estados Unidos.
Me parece que llegaron a amenazar al Departamento de Estado con un acuerdo reprobatorio del Pen Club
si continuaba rechazando mi permiso de entrada. En una reunión pública, en la que recibía una distinción la
personalidad más respetada de la poesía norteamericana, la anciana poetisa Marianne Moore que murió
muchos meses después, ella tomó la palabra para regocijarse de que se hubiera logrado mi ingreso legal al
país por medio de la unidad de los poetas. Me contaron que sus palabras, vibrantes y conmovedoras,
fueron objeto de una gran ovación.
Lo cierto y lo inaudito es que después de esa gira, signada por mi actividad política y poética más
combativa, gran parte de la cual fue empleada en defensa y apoyo de la revolución cubana, recibí, apenas
regresado a Chile, la célebre y maligna carta de los escritores cubanos encaminada a acusarme poco
menos que de sumisión y traición. Ya no me acuerdo de los términos empleados por mis fiscales. Pero
puedo decir que se erigían en profesores de las revoluciones, en dómines de las normas que deben regir a
los escritores de izquierda. Con arrogancia, insolencia y halago, pretendían enmendar mi actividad poética,
social y revolucionaria. Mi condecoración por "Macchu Picchu" y mi asistencia al congreso del Pen Club; mis
declaraciones y recitales; mis palabras y actos contrarios al sistema norteamericano, expresados en la boca
del lobo; todo era puesto en duda, falsificado o calumniado por los susodichos escritores, muchos de ellos
recién llegados al campo revolucionario, y muchos de ellos remunerados justa o injustamente por el nuevo
estado cubano.
Este costal de injurias fue engrosado por firmas y más firmas que se pidieron con sospechosa
espontaneidad desde las tribunas de las sociedades de escritores y artistas. Comisionados corrían de aquí
para allá en La Habana, en busca de firmas de gremios enteros de músicos, bailarines y artistas plásticos.
Se llamaba para que firmaran a los numerosos artistas y escritores transeúntes que habían sido
generosamente invitados a Cuba y que llenaban los hoteles de mayor rumbo. Algunos de los escritores
cuyos nombres aparecieron estampados al pie del injusto documento, me han hecho llegar posteriormente
noticias subrepticias: "Nunca lo firmé; me enteré del contenido después de ver mi firma que nunca puse".
Un amigo de Juan Marinello me ha sugerido que así pasó con él, aunque nunca he podido comprobarlo. Lo
he comprobado con otros.
El asunto era un ovillo, una bola de nieve o de malversaciones ideológicas que era preciso hacer
crecer a toda costa. Se instalaron agencias especiales en Madrid, París y otras capitales, consagradas a
despachar en masa ejemplares de la carta mentirosa. Por miles salieron esas cartas, especialmente desde
Madrid, en remesas de veinte o treinta ejemplares para cada destinatario. Resultaba siniestramente
divertido recibir esos sobres tapizados con retratos de Franco como sellos postales, en cuyo interior se
acusaba a Pablo Neruda de contrarrevolucionario.
No me toca a mí indagar los motivos de aquel arrebato: la falsedad política, las debilidades
ideológicas, los resentimientos y envidias literarias, qué sé yo cuántas cosas determinaron esta batalla de
tantos contra uno. Me contaron después que los entusiastas redactores, promotores y cazadores de firmas
para la famosa carta, fueron los escritores Roberto Fernández Retamar,, Edmundo Desnoes y Lisandro
Otero. A Desnoes y a Otero no recuerdo haberlos leído nunca ni conocido personalmente. A Retamar sí. En
La Habana y en París me persiguió asiduamente con su adulación. Me decía que había publicado
incesantes prólogos y artículos ]auditorios sobre mis obras. La verdad es que nunca lo consideré un valor,
sino uno más entre los arribistas políticos y literarios de nuestra época.
Tal vez se imaginaron que podían dañarme o destruirme como militante revolucionario. Pero cuando
llegué a la calle Teatinos de Santiago de Chile, a tratar por primera vez el asunto ante el comité central del
partido, ya tenían su opinión, al menos en el aspecto político.
—Se trata del primer ataque contra nuestro partido chileno —me dijeron.
Se vivían serios conflictos en aquel tiempo. Los comunistas venezolanos, los mexicanos y otros,
disputaban ideológicamente con los cubanos. Más tarde, en trágicas circunstancias pero silenciosamente,
se diferenciaron también los bolivianos.
El partido comunista de Chile decidió concederme en un acto público la medalla Recabarren, recién
creada entonces y destinada a sus mejores militantes. Era una sobria respuesta. El partido comunista
chileno sobrellevó con inteligencia aquel período de divergencias, persistió en su propósito de analizar
internamente nuestros desacuerdos. Con el tiempo toda sombra de pugna se ha eliminado y existe entre los
dos partidos comunistas más importantes de América Latina un entendimiento claro y una relación fraternal.
En cuanto a mí, no he dejado de ser el mismo que escribió Canción de gesta. Es un libro que me
sigue gustando. A través de él no puedo olvidar que yo fui el primer poeta que dedicó un libro entero a
enaltecer la revolución cubana.
Comprendo, naturalmente, que las revoluciones y especialmente sus hombres caigan de cuando en
cuando en el error y en la injusticia. Las leyes nunca escritas de la humanidad envuelven por igual a
revolucionarios y contrarrevolucionarios. Nadie puede escapar de las equivocaciones. Un punto ciego, un
pequeño punto ciego dentro de un proceso, no tiene gran importancia en el contexto de una causa grande.
He seguido cantando, amando y respetando la revolución cubana, a su pueblo, a sus nobles protagonistas.
Pero cada uno tiene su debilidad. Yo tengo muchas. Por ejemplo, no me gusta desprenderme del orgullo
que siento por mi inflexible actitud de combatiente revolucionario. Tal vez será por eso, o por otra rendija de
mi pequeñez, que me he negado hasta ahora, y me seguiré negando, a dar la mano a ninguno de los que
consciente o inconscientemente firmaron aquella carta que sigue pareciendo una infamia.

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