The Deep Conspiracy, Athens, Greece
Τετάρτη 10 Μαρτίου 2010
CONFIESO QUE HE VIVIDO - PABLO NERUDA (12. PATRIA DULCE Y DURA)
EXTREMISMO Y ESPÍAS
Con mucha frecuencia los antiguos anarquistas —y pasará lo mismo mañana con los anarcoides de
hoy— derivan hacia una posición muy cómoda, el anarcocapitalismo, guarida a la que se acogen también
los francotiradores políticos, los izquierdizantes Y los falsos independientes. El capitalismo represivo tiene
como enemigo fundamental a los comunistas, y su puntería no suele equivocarse. Todos esos rebeldes
individualistas son halagados, de una manera o de otra por la sabiduría o zamarrería reaccionaria que los
considera heroicos defensores de sagrados principios. Los reaccionarios saben que el peligro de cambios
en una sociedad no reside en las rebeliones individualistas, sino en la de las masas y en una extensiva
conciencia de clase.
Todo esto lo vi claramente en España durante la guerra. Ciertos grupos antifascistas estaban jugando
un carnaval enmascarado frente a las fuerzas de Hitler y Franco que avanzaban hacia Madrid. Descarto,
naturalmente, a los anarquistas indomables, como Durruti y sus catalanes, que en Barcelona combatieron
como leones.
Algo mil veces peor que los extremistas son los espías. Entre los militantes de los partidos
revolucionarios se cuelan de cuando en cuando los agentes adversos asalariados de la policía, de los
partidos reaccionarios o de gobiernos extranjeros. Algunos de ellos cumplen misiones especiales de
provocación; otros de observación paciente. Es clásica la historia de Azeff. Antes de la caída del zarismo
tomó parte en numerosos atentados terroristas y fue encarcelado muchas veces. Las memorias del jefe de
la policía secreta del zar, publicadas después de la Revolución, contaban en detalle cómo Azeff fue en todo
instante un agente de la Ochrana. En la cabeza de este extraño personaje, uno de cuyos atentados causó la
muerte de un gran duque, coincidían el terrorista y el delator.
Otra de las experiencias curiosas fue aquella que tuvo lugar en Los Angeles, San Francisco u otra
ciudad de California. Durante la racha enloquecida del maccarthysmo se detuvo a toda la militancia del
partido comunista de la localidad. Eran setenta y cinco personas, numeradas, acotadas e historiadas hasta
en sus menores detalles de vida. Pues bien, las setenta y cinco personas resultaron agentes de la policía. El
FBI se había dado el lujo de constituir su propio pequeño "partido comunista con individuos que no se
conocían entre sí, para luego perseguirlos y atribuirse triunfos sensacionales sobre enemigos inexistentes.
El FBI llegó por ese camino a episodios tan grotescos como el de aquel repollo donde guardaba los
secretos internacionales más explosivos: un tal Chalmers, ex comunista comprado a precio de dólares por
la policía. También llegó el FBI a historias horrendas, entre las cuales indignó particularmente a la
humanidad la ejecución o asesinato de los esposos Rosenberg.
En el partido comunista de Chile, organización de larga historia y de origen cerradamente proletario,
fue siempre más difícil la entrada de estos agentes. Las teorías guerrilleristas en América Latina, en cambio,
abrieron las compuertas para toda clase de soplones. La espontaneidad y la juventud de estas
organizaciones hizo más dificultosa la detección y el desenmascaramiento de los espías. Por eso las dudas
acompañaron siempre a los jefes guerrilleros que tuvieron que cuidarse hasta de su propia sombra. El culto
al riesgo fue alentado en cierto modo por la fogosidad romántica y la descabellada teorización guerrillerista
que inundó la América Latina. Esta época concluyó tal vez con el asesinato y muerte heroica de Ernesto
Guevara. Pero durante mucho tiempo los sostenedores teóricos de una táctica saturaron el continente de
tesis y documentos que virtualmente asignaban el gobierno revolucionario popular del futuro, no a las clases
explotadas por el capitalismo, sino a los grupos armados de la montonera. El vicio de este razonamiento es
su debilidad política: puede ser que en algunas ocasiones el gran guerrillero coexista con una poderosa
mentalidad política, como en el caso del Che Guevara, pero esto es una cuestión minoritaria y de azar. Los
sobrevivientes de una guerrilla no pueden dirigir un estado proletario por el solo hecho de ser más valientes,
de haber tenido mayor suerte frente a la muerte o mejor puntería frente a los vivos.
Ahora referiré una experiencia personal. Yo estaba entonces en Chile, recién llegado de México. En
una de las reuniones políticas a las que yo acudía, se me acercó un hombre a saludarme. Era un señor de
edad mediana, imagen del caballero moderno, correctísimamente vestido y provisto de esas gafas que dan
tanta respetabilidad a la gente, unos lentes sin montura que se pinchan de la nariz. Resultó un personaje
muy afable:
—Don Pablo, nunca me había atrevido a acercarme a usted, aunque le debo la vida. Soy uno de los
refugiados que usted salvó de los campos de concentración y de los hornos de gas cuando nos embarcó en
el "Winipeg" con destino a Chile. Soy catalán y masón. Tengo aquí una situación formada. Trabajo como
experto vendedor de artículos sanitarios, para la compañía Tal y Tal que es la más importante de Chile.
Me contó que ocupaba un buen departamento en el centro de Santiago. Su vecino era un famoso
campeón de tenis llamado Iglesias, que había sido mi compañero de colegio. Hablaban de mí con
frecuencia y, por último, decidieron invitarme y festejarme. Por eso había venido a verme.
El departamento del catalán daba muestras del bienestar de nuestra pequeña burguesía. Un
amueblado impecable; una paella dorada y abundante. Iglesias estuvo con nosotros todo el almuerzo. Nos
reímos recordando el viejo liceo de Temuco en cuyos sótanos nos rozaban la cara las alas de los
murciélagos. Al final del almuerzo, el hospitalario catalán dijo unas breves palabras y me obsequió dos
espléndidas copias fotográficas: una de Baudelaire y otra de Edgar Poe. Espléndidas cabezas de poetas
que, por cierto, conservo todavía en mi biblioteca.
Un día cualquiera nuestro catalán cayó fulminado por una parálisis, inmovilizado en su cama, sin uso
de la palabra ni de los gestos. Sólo sus ojos se movían angustiosamente, como queriendo decir algo a su
esposa, una eximia republicana española de intachable historia; o a su vecino Iglesias, mi amigo y campeón
de tenis. Pero el hombre se murió sin habla y sin movimiento.
Cuando la casa se llenó de lágrimas, amigos y coronas, el vecino tenista recibió un misterioso
llamado: "Conocemos la íntima amistad que usted mantuvo con el difunto caballero catalán. El no se
cansaba de hacer elogios de su persona. Si quiere hacer un servicio trascendental a la memoria de su
amigo, abra usted la caja fuerte y saque una cajita de hierro que tiene allí depositada. Volveré a llamarlo
dentro de tres días."
La viuda no quiso oír hablar de semejante cosa; su dolor era paroxístico; no quería saber nada del
asunto; dejó el departamento; se mudó a una casa de pensión de la calle Santo Domingo. El dueño de la
pensión era un yugoeslavo de la resistencia, hombre fogueado en política. La viuda le pidió que examinara
los papeles de su marido. El yugoeslavo encontró la cajita metálica y la abrió con muchas dificultades.
Entonces saltó la más inesperada de las fiebres. Los documentos guardados descubrían que el difunto
había sido siempre un agente fascista. Las copias de sus cartas revelaban los nombres de decenas de
emigrados que, al volver a España clandestinamente, fueron encarcelados o ejecutados. Había incluso una
carta agradeciendo sus servicios. Otras indicaciones del catalán sirvieron a la marina nazi para hundir
barcos de carga que salían del litoral chileno con pertrechos. Una de esas víctimas fue nuestra bella fragata,
orgullo de la marina de Chile, la veterana "Lautaro". Se hundió durante la guerra, con su carga de salitre, al
salir de nuestro puerto de Tocopilla. El naufragio costó la vida a diecisiete cadetes navales. Murieron
ahogados o carbonizados.
Estas fueron las hazañas criminales de un catalán sonriente que un día cualquiera me invitó a
almorzar.
LOS COMUNISTAS
Han pasado unos cuantos años desde que ingresé al partido ... Estoy contento... Los comunistas
hacen una buena familia... Tienen el pellejo curtido y el corazón templado ... Por todas partes reciben
palos... Palos exclusivos para ellos ... Vivan los espiritistas, los monarquistas, los aberrantes, los criminales
de varios grados... Viva la filosofía con humo pero sin esqueletos... Viva el perro que ladra y que muerde,
vivan los astrólogos libidinosos, viva la pornografía, viva el cinismo, viva el camarón, viva todo el mundo,
menos los comunistas... Vivan los cinturones de castidad, vivan los conservadores que no se lavan los pies
ideológicos desde hace quinientos años... Vivan los piojos de las poblaciones miserables, viva la losa
común gratuita, viva el anarcocapitalismo, viva Rilke, viva André Gide con su corydoncito, viva cualquier
misticismo... Todo está bien... Todos son heroicos... Todos los periódicos deben salir... Todos pueden
publicarse, menos los comunistas... Todos los políticos deben entrar en Santo Domingo sin cadenas...
Todos deben celebrar la muerte del sanguinario, del Trujillo, menos los que más duramente lo
combatieron... Viva el carnaval, los últimos días del carnaval... Hay disfraces para todos... Disfraces de
idealista cristiano, disfraces de extremo izquierda, disfraces de damas benéficas y de matronas caritativas...
Pero, cuidado, no dejen entrar a los comunistas... Cierren bien la puerta... No se vayan a equivocar... No
tienen derecho a nada... Preocupémonos de lo su bjetivo, de la esencia del hombre, de la esencia de la
esencia.. Así estaremos todos contentos... Tenemos libertad... Qué grande es la libertad.. Ellos no la
respetan, no la conocen... Lalibertad para preocuparse de la esencia... De lo esencial de la esencia...
... Así han pasado los últimos años... Pasó el jazz, llegó el soul, naufragamos en los postulados de la
pintura abstracta, nos estremeció y nos mató la guerra... En este lado todo quedaba igual... ¿O no quedaba
igual?... Después de tantos discursos sobre el espíritu y de tantos palos en la cabeza, algo andaba mal...
Muy mal ... Los cálculos habían fallado... Los pueblos se organizaban ... Seguían las guerrillas y las
huelgas... Cuba y Chile se independizaban... Muchos hombres y mujeres cantaban la Internacional... Qué
raro... Qué desconsolador... Ahora la cantaban en chino, en búlgaro, en español de América... Hay que
tomar urgentes medidas... Hay que proscribirlo... Hay que hablar más del espíritu... Exaltar más el mundo
libre... Hay que dar más palos... Hay que dar más dólares... Esto no puede continuar... Entre la libertad de
los palos y el miedo de Germán Arciniegas ... Y ahora Cuba... En nuestro propio hemisferio, en la mitad de
nuestra manzana, estos barbudos con la misma canción... Y para qué nos sirve Cristo?... De qué modo nos
han servido los curas? ... Ya no se puede confiar en nadie ... Ni en los mismos curas ... No ven nuestros
puntos de vista ... No ven cómo bajan nuestras acciones en la Bolsa...
Mientras tanto trepan los hombres por el sistema solar... Quedan huellas de zapatos en la luna...
Todo lucha por cambiar, menos los viejos sistemas... La vida de los viejos sistemas nació de inmensas
telarañas medioevales... Telarañas más duras que los hierros de la maquinaria... Sin embargo, hay gente
que cree en un cambio, que ha practicado el cambio, que ha hecho triunfar el cambio, que ha florecido el
cambio... Caramba!... La primavera es inexorable!
POÉTICA Y POLÍTICA
Me paso casi todo el año 1969 en Isla Negra. Desde la mañana el mar adquiere su fantástica forma
de crecimiento. Parece estar amasando un pan infinito. Es blanca como harina la espuma derramada,
impulsada por la fría levadura de la profundidad.
El invierno es estático y brumoso. A su encanto territorial le agregamos cada día el fuego de la
chimenea. La blancura de las arenas en la playa nos ofrece un mundo solitario, como antes de que
existieran habitantes o veraneantes en la tierra. Pero no se crea que yo detesto las multitudes estivales.
Apenas se acerca el verano las muchachas se aproximan al mar, hombres y niños entran en las olas con
precaución y salen saltando del peligro. Así consuman la danza milenaria del hombre frente al mar, tal vez
el primer baile de los seres humanos.
En el invierno las casas de Isla Negra viven envueltas por la oscuridad de la noche. Sólo la mía se
enciende. A veces creo que hay alguien en la casa de enfrente. Veo una ventana iluminada. Es sólo un
espejismo. No hay nadie en la casa del capitán. Es la luz de mi ventana que se refleja en la suya.
Todos los días del año me fui a escribir al rincón de mis trabajos. No es fácil llegar allí, ni mantenerse
en él. Por de pronto hay algo que atrae a mis dos perros, Panda y Choti Tu. Es una piel de tigre de Bengala
que sirve de alfombra en el pequeño cuarto. Yo la traje de China hace muchísimos años. Se le han caído
garras y pelos. Amén de cierta amenaza de polilla que Matilde y yo conjuramos.
A mis perros les gusta extenderse sobre el viejo enemigo. Como si hubieran resultado vencedores de
una contienda, se duermen de manera instantánea, extenuados por el combate. Se tienden atravesados
frente a la puerta como obligándome a no salir, a proseguir mi tarea.
A cada momento ha pasado algo en la casa. Del teléfono distante mandan un recado. Qué deben
contestar? No estoy. Luego mandan otro recado. Qué deben contestar? Estoy.
No estoy. Estoy. Estoy. No estoy. Esta es la vida de un poeta para quien el rincón remoto de Isla
Negra dejó de ser remoto.
Siempre me preguntan, especialmente los periodistas, qué obra estoy escribiendo, qué cosa estoy
haciendo. Siempre me ha sorprendido esta pregunta por lo superficial. Porque la verdad es que siempre
estoy haciendo lo mismo. Nunca he dejado de hacer lo mismo. ¿Poesía?
Me enteré mucho después de estar haciéndolo, que lo que yo escribía se llamaba poesía. Nunca he
tenido interés en las definiciones, en las etiquetas. Me aburren a muerte las discusiones estéticas. No
disminuyo a quienes las sustentan, sino que me siento ajeno tanto a la partida de nacimiento como al post
mortem de la creación literaria. "Que nada exterior llegue a mandar en mí", dijo Walt Whitman. Y la
parafernalia de la literatura, con todos sus méritos, no debe sustituir a la desnuda creación.
Cambié de cuaderno varias veces en el año. Por ahí andan cuadernos amarrados con el hilo verde de
mí caligrafía. Llené muchos de ellos que se fueron haciendo libros como si pasaran de una metamorfosis a
otra, de la inmovilidad al movimiento, de larvas a luciérnagas.
La vida política vino como un trueno a sacarme de mis trabajos. Regresé una vez más a la multitud.
La multitud humana ha sido para mí la lección de mi vida. Puedo llegar a ella con la inherente timidez
del poeta, con el temor del tímido, pero, una vez en su seno, me siento transfigurado. Soy parte de la
esencial mayoría, soy una hoja más del gran árbol humano.
Soledad y multitud seguirán siendo deberes elementales del poeta de nuestro tiempo. En la soledad,
mi vida se enriqueció con la batalla del oleaje en el litoral chileno. Me intrigaron y me apasionaron las aguas
combatientes y los peñascos combatidos, la multiplicación de la vida oceánica, la impecable formación de
"los pájaros errantes", el esplendor de la espuma marina.
Pero aprendí mucho más de la gran marea de las vidas, de la ternura vista en miles de ojos que me
miraron al mismo tiempo. Puede este mensaje no ser posible a todos los poetas, pero quien lo haya sentido
lo guardará en su corazón, lo desarrollará en su obra.
Es memorable y desgarrador para el poeta haber encarnado para muchos hombres, durante un
minuto, la esperanza.
CANDIDATO PRESIDENCIAL
Una mañana de 1970 llegaron a mi escondite marinero, a mi casa de Isla Negra, el secretario general
de mi partido y otros compañeros. Venían a ofrecerme la candidatura parcial a la presidencia de la
república, candidatura que propondrían a los seis o siete partidos de la Unidad Popular. Tenían todo listo:
programa, carácter del gobierno, futuras medidas de emergencia, etc. Hasta ese momento todos aquellos
partidos tenían su candidato Y cada uno quería mantenerlo. Sólo los comunistas no lo teníamos. Nuestra
posición era apoyar al candidato único que los partidos de izquierda designaron y que sería el de la Unidad
Popular. Pero no había decisión y las cosas no podían seguir así. Los candidatos de la derecha estaban
lanzados y hacían propaganda. Si no nos uníamos en una aspiración electoral común, seríamos abrumados
por una derrota espectacular.
La única manera de precipitar la unidad estaba en que los comunistas designaran su propio
candidato. Cuando acepté la candidatura postulada por mi partido, hicimos ostensible la Posición
comunista. Nuestro apoyo sería para el candidato que contara con la voluntad de los otros. Si no se lograba
tal consenso, mi postulación se mantendría hasta el final.
Era un medio heroico de obligar a los otros a ponerse de acuerdo. Cuando le dije al camarada
Corvalán que aceptaba, lo hice en el entendimiento de que igualmente se aceptaría mi futura renuncia, en la
convicción de que mi renuncia sería inevitable. Era harto improbable que la unidad pudiera lograrse
alrededor de un comunista. En buenas palabras, todos nos necesitaban para que los apoyáramos a ellos
(incluso algunos candidatos de la Democracia Cristiana), pero ninguno nos necesitaba para apoyarnos a
nosotros.
Pero mi candidatura, salida de aquella mañana marina de Isla Negra, agarró fuego. No había sitio de
donde no me solicitaran. Llegué a enternecerme ante aquellos centenares o miles de hombres y mujeres del
pueblo que me estrujaban, me besaban y lloraban. Pobladores de los suburbios de Santiago, mineros de
Coquímbo, hombres del cobre y del desierto, campesinas que me esperaban por horas con sus chiquillos
en brazos, gente que vivía su desamparo desde el río Bío Bío hasta más allá del estrecho de Magallanes, a
todos ellos les hablaba o les leía mis poemas a plena lluvia, en el barro de calles y caminos, bajo el viento
austral que hace tiritar a la gente.
Me estaba entusiasmando. Cada vez asistía más gente a mis concentraciones, cada vez acudían
más mujeres. Con fascinación y terror comencé a pensar qué iba a hacer yo si salía elegido presidente de la
república más chúcara, más dramáticamente insoluble, la más endeudada y, posiblemente, la más ingrata.
Los, presidentes eran aclamados durante el primer mes y martirizados, con o sin justicia, los cinco años y
los once meses restantes.
LA CAMPAÑA DE ALLENDE
En un momento afortunado llegó la noticia: Allende surgía como candidato posible de la entera
Unidad Popular. Previa la aceptación de mi partido, presenté rápidamente la renuncia a mi candidatura.
Ante una inmensa y alegre multitud hablé yo para renunciar y Allende para postularse. El gran mitin era en
un parque. La gente llenaba todo el espacio visible y también los árboles. De los ramajes sobresalían
piernas y cabezas. No hay nada como estos chilenos aguerridos.
Conocía al candidato. Lo había acompañado tres veces anteriores, echando versos y discursos por
todo el brusco e interminable territorio de Chile. Tres veces consecutivas, cada seis años, había sido
aspirante presidencial mi porfiadísimo compañero. Esta sería la cuarta y la vencida.
Cuenta Arnold Bennet o Somerset Maugham (no recuerdo bien quién de los dos) que una vez le tocó
dormir (al que lo cuenta) en el mismo cuarto de Winston Churchill. Lo primero que hizo al despertar aquel
político tremendo, junto con abrir los ojos, fue estirar la mano, coger un inmenso cigarro habano del velador
y, sin más ni más, comenzar a fumárselo. Esto lo puede hacer solamente un saludable hombre de las
cavernas, con esa salud mineral de la edad de piedra.
La resistencia de Allende dejaba atrás a la de todos sus acompañantes. Tenía un arte digno del
mismísimo Churchill: se dormía cuando le daba la gana. A veces íbamos por las infinitas tierras áridas del
norte de Chile. Allende dormía profundamente en los rincones del automóvil. De pronto surgía un pequeño
punto rojo en el camino: al acercarnos se convertía en un grupo de quince o veinte hombres con sus
mujeres, sus niños y sus banderas. Se detenía el coche. Allende se restregaba los ojos para enfrentarse al
sol vertical y al pequeño grupo que cantaba. Se les unía y, entonaba con ellos el himno nacional. Después
les hablaba, vivo, rápido y elocuente. Regresaba al coche y continuábamos recorriendo los larguísimos
caminos de Chile. Allende volvía a sumergirse en el sueño sin el menor esfuerzo' Cada veinticinco minutos
se repetía la escena: grupo, banderas, canto, discurso y regreso al sueño.
Enfrentándose a inmensas manifestaciones de miles y miles de chilenos; cambiando de automóvil a
tren, de tren a avión, de avión a barco, de barco a caballo; Allende cumplió sin vacilar las jornadas de
aquellos meses agotadores. Atrás se quedaban fatigados casi todos los miembros de su comitiva. Más
tarde, ya presidente hecho y derecho de Chile, su implacable eficiencia causó entre sus colaboradores
cuatro o cinco infartos.
EMBAJADA EN PARÍS
Cuando llegué a hacerme cargo de nuestra embajada en París, me di cuenta de que tenía que pagar
un pesado tributo a mi vanidad. Había aceptado este puesto sin pensarlo mucho, dejándome ir una vez más
por el vaivén de la vida. Me agradaba la idea de representar a un victorioso gobierno popular, alcanzado
después de tantos años de gobiernos mediocres y mentirosos. Quizás en el fondo lo que me cautivaba más
era entrar con una nueva dignidad a la casa de la embajada chilena, en la que me tragué humillaciones
cuando organicé la inmigración de los republicanos españoles hacia mi país. Cada uno de los embajadores
anteriores había colaborado en mi persecución; había contribuido a denigrarme y a herirme. El perseguido
tomaría asiento en la silla del perseguidor, comería en su mesa, dormiría en su cama y abriría las ventanas
para que el aire nuevo del mundo entrara a una vieja embajada.
Lo más difícil era hacer entrar el aire. El asfixiante estilo salonesco se me metió por las narices y los
ojos cuando, en esa noche de marzo de 1971, llegué con Matilde a nuestro dormitorio y nos acostamos en
las egregias camas donde murieron, plácidos o atormentados, algunos embajadores y embajadoras.
Es un dormitorio adecuado para alojar a un guerrero y su caballo; hay espacio suficiente para que se
nutra el caballo y duerma el caballero. Los techos son altísimos y suavemente decorados. Los muebles son
cosas felpudas, de color vagamente hoja seca, ataviados con espantosos flecos; una parafernalia de estilo
que muestra al mismo tiempo signos de la riqueza y huellas de la decadencia. Los tapices pueden haber
sido bellos hace sesenta años. Ahora han tomado un invencible color de pisada y un olor apolillado a
conversaciones convencionales y difuntas.
Para complemento, el personal nervioso que nos esperaba había pensado en todo, menos en la
calefacción del gigantesco dormitorio. Matilde y yo pasamos entumidos nuestra primera noche diplomática
en París. A la segunda noche la calefacción marchó. Tenía sesenta años de uso y ya se habían inutilizado
los filtros. El aire caliente del antiguo sistema sólo dejaba pasar el anhídrido carbónico. No teníamos
derecho a quejarnos de frío, como la noche anterior, pero sentíamos las palpitaciones y la angustia del
envenenamiento. Tuvimos que abrir las ventanas para que entrara el frío invernal. Tal vez los viejos
embajadores se estaban vengando de un arribista que llegaba a suplantarlos sin méritos burocráticos ni
timbres genealógicos.
Pensamos: debemos buscarnos una casa donde respirar con las hojas, con el agua, con los pájaros,
con el aire. Este pensamiento se convertiría con el tiempo en obsesión. Como prisioneros desvelados por su
libertad, buscábamos y buscábamos el aire puro fuera de París.
Eso de ser embajador era algo nuevo e incómodo para mí. Pero entrañaba un desafío. En Chile había
sobrevenido una revolución. Una revolución a la chilena, muy analizada y muy discutida. Los enemigos de
adentro y de afuera se afilaban los dientes para destruirla. Por ciento ochenta años se sucedieron en mi
país los mismos gobernantes con diferentes etiquetas. Todos hicieron lo mismo. Continuaron los harapos,
las viviendas indignas, los niños sin escuelas ni zapatos, las prisiones y los garrotazos contra mi pobre
pueblo.
Ahora podíamos respirar y cantar. Eso era lo que me gustaba de mi nueva situación.
Los nombramientos diplomáticos requieren en Chile la aprobación del senado. La derecha chilena me
había halagado continuamente como poeta; hasta hizo discursos en mi honor. Está claro que estos
discursos los habrían pronunciado con más regocijo en mis funerales. En la votación del senado para
ratificar mi cargo de embajador, me libré por tres votos de mayoría. Los de la derecha y algunos hipócrita—
cristianos votaron en mi contra, bajo el secreto de las bolitas blancas y negras.
El anterior embajador tenía las paredes tapizadas con las fotografías de sus predecesores en el
cargo, sin excepción, además de su propio retrato. Era una impresionante colección de personajes vacíos,
salvo dos o tres, entre los cuales estaba el ilustre Blest Gana, nuestro pequeño Balzac chileno. Ordené el
descendimiento de los espectrales retratos y los sustituí con figuras más sólidas: cinco efigies grabadas de
los héroes que dieron bandera, nacionalidad e independencia a Chile; y tres fotografías contemporáneas: la
de Aguirre Cerda, progresista presidente de la república; la de Luis Emilio Recabarren, fundador del partido
comunista; y la de Salvador Allende. Las paredes quedaron infinitamente mejor.
No sé lo que pensarían los secretarios de la embajada, derechistas en su casi totalidad. Los partidos
reaccionarios habían copado la administración del país durante cien años. No se nombraba ni a un portero
que no fuera conservador o monárquico. Los demócrata—cristianos a su vez, autodenominándose
"revolución en libertad", mostraron una voracidad paralela a la de los antiguos reaccionarios. Más tarde las
paralelas convergerían hasta volverse casi una misma línea.
La burocracia, los archipiélagos de los edificios públicos, todo quedó lleno de empleados, inspectores
y asesores de la derecha, como si nunca en Chile hubieran triunfado Allende y la Unidad Popular, como si
los ministros de gobierno no fueran ahora socialistas y comunistas.
Por tales circunstancias pedí que se llenara el cargo de consejero de la embajada en París con uno
de mis amigos, diplomático de carrera y escritor de relieve. Se trataba de Jorge Edwards. Aunque
pertenecía a la familia más oligárquica y reaccionaria de mi país, él era un hombre de izquierda, sin filiación
partidista. Lo que yo necesitaba sobre todo era un funcionario inteligente que conociera su oficio y fuera
digno de mi confianza. Edwards había sido hasta ese momento encargado de negocios en La Habana. Me
habían llegado vagos rumores de algunas dificultades que había tenido en Cuba. Como yo lo conocía por
años como un hombre de izquierda, no le di mayor importancia al asunto.
Mi flamante consejero llegó de Cuba muy nervioso y me refirió su historia. Tuve la impresión de que
la razón la tenían los dos lados, y ninguno de ellos, como a veces pasa en la vida. Poco a poco Jorge
Edwards repuso sus nervios destrozados, dejó de comerse las uñas y trabajó conmigo con evidente
capacidad, inteligencia y lealtad. Durante aquellos dos años de arduo trabajo en la embajada, mi consejero
fue mi mejor compañero y un funcionario, tal vez el único en esa gran oficina, políticamente impecable.
Cuando la compañía norteamericana pretendió el embargo del cobre chileno una ola de emoción
recorrió a Europa entera. No sólo los periódicos, las televisoras, las radios, se ocuparon preocupadamente
de este asunto, sino que una vez más fuimos defendidos por una conciencia mayoritaria y popular.
Los estibadores de Francia y de Holanda se negaron a descargar el cobre en sus puertos para
significar su repudio a la agresión. Ese maravilloso gesto conmovió al mundo. Tales historias solidarias
enseñan más sobre la historia de nuestro tiempo que las cátedras de una universidad.
Recuerdo también situaciones más humildes, aunque más conmovedoras. Al segundo día del
embargo una modesta señora francesa, de una pequeña ciudad de provincia, nos mandó un billete de cien
francos, fruto de sus ahorros para ayudar a la defensa del cobre chileno. Y también una carta de adhesión
calurosa, firmada por todos los habitantes del pueblo, el alcalde, el cura párroco, los obreros, los deportistas
y los estudiantes.
De Chile me llegaban mensajes de centenares de amigos, conocidos y desconocidos, que me
congratulaban por mi enfrentamiento a los piratas internacionales en defensa de nuestro cobre. Enviada por
una mujer del pueblo recibí una encomienda que contenía un mate de calabaza, cuatro paltas y media
docena de ajíes verdes.
Al mismo tiempo, el nombre de Chile se había engrandecido en forma extraordinaria. Nos habíamos
transformado en un país que existía. Antes pasábamos desapercibidos entre la multitud del subdesarrollo.
Ahora por primera vez teníamos fisonomía propia y no había nadie en el mundo que se atreviera a
desconocer la magnitud de nuestra lucha en la construcción de un destino nacional.
Todo lo que acontecía en nuestra patria apasionaba a Francia y a Europa entera. Reuniones
populares, asambleas estudiantiles, libros que se editaban en todos los idiomas, nos estudiaban, nos
examinaban, nos retrataban. Yo debía contener a los periodistas que cada día querían saberlo todo y
mucho más de todo. El presidente Allende era un hombre universal. La disciplina y la firmeza de nuestra
clase obrera era admirada y elogiada.
La ardiente simpatía hacia Chile se multiplicó con motivo de los conflictos derivados de la
nacionalización de nuestros yacimientos de cobre. Se comprendió en todas partes que éste era un paso
gigantesco en la ruta de la nueva independencia de Chile. Sin subterfugios de ninguna especie, el gobierno
popular hacía definitiva nuestra soberanía al reconquistar el cobre para nuestra patria.
RETORNO A CHILE
Al volver a Chile me recibió una vegetación nueva en las calles y en los parques. Nuestra maravillosa
primavera se había puesto a pintar de verde los follajes forestales. A nuestra vieja capital gris le hacen falta
las hojas verdes como el amor al corazón humano. Respiré la frescura de esta joven primavera. Cuando
estamos lejos de la patria nunca la recordamos en sus inviernos. La distancia borra las penas del invierno,
las poblaciones desamparadas, los niños descalzos en el frío. El arte del recuerdo sólo nos trae campiñas
verdes, flores amarillas y rojas, el cielo azulado del himno nacional. Esta vez encontré la bella estación que
había sido tantas veces visión de lejanía.
Otra vegetación salpicaba los muros de la ciudad. Era el musgo del odio que los tapizaba. Carteles
anticomunistas que chorreaban insolencia y mentira; carteles contra Cuba; carteles antisoviéticos; carteles
contra la paz y la humanidad; carteles sanguinarios que pronosticaban degollinas y Yakartas. Esta era la
nueva vegetación que envilecía los muros de la ciudad.
Yo conocía por experiencia el tono y el sentido de esa propaganda. Me tocó vivir en la Europa
anterior a Hitler. Era justamente ése el espíritu de la propaganda hitleriana; el derroche de la mentira a todo
trapo; la cruzada de la amenaza y el miedo; el despliegue de todas las armas del odio contra el porvenir.
Sentí que querían cambiar la esencia misma de nuestra vida. No me explicaba cómo podían existir chilenos
que ofendieran de esa manera nuestro espíritu nacional.
Cuando el terrorismo fue necesario para la derecha reaccionaria, ésta lo empleó sin escrúpulos. Al
general Schneider, jefe supremo del ejército, hombre respetado y respetable que se opuso a un golpe de
estado destinado a impedir el acceso de Allende a la presidencia de la república, lo asesinaron. Una variada
colección de malvados lo ametralló por la espalda cerca de su casa. La operación fue dirigida por un ex
general expulsado de las filas del ejército. La pandilla estaba compuesta por jóvenes pitucos y delincuentes
profesionales.
Probado el crimen y encarcelado el autor intelectual, éste fue condenado a treinta años de cárcel por
la justicia militar. Pero la sentencia fue rebajada a dos años por la Corte Suprema de Justicia. Un pobre
diablo que se roba por hambre una gallina, recibe en Chile el doble de la pena que se le asignó al asesino
del comandante en jefe del ejército. Es la aplicación clasista de las leyes elaboradas por la clase dominante.
El triunfo de Allende constituyó para esa clase dominante un sobresalto macabro. Por primera vez
pensaron que las leyes tan cuidadosamente fabricadas les pudieran pegar a ellos en la cabeza. Corrieron
con sus acciones, sus joyas, sus billetes, sus monedas de oro, a refugiarse en alguna parte. Se fueron a la
Argentina, a España, incluso llegaron a Australia. El terror del pueblo los habría hecho llegar fácilmente al
Polo Norte.
Después regresarían.
FREI
El camino chileno, limitado en todas partes por obstáculos infernales y legales, fue en todo instante
estrictamente constitucional. Mientras tanto, la oligarquía recompuso su traje agujereado y se transformó en
facción fascista. El bloqueo norteamericano se hizo más implacable a raíz de la nacionalización del cobre.
La ITT, de acuerdo con el ex presidente Frei, echó a la Democracia Cristiana en brazos de la nueva derecha
fascista.
Las personalidades recíprocas y antagónicas de Allende y Frei han preocupado a Chile en forma
permanente. Tal vez por eso mismo, porque son hombres tan diferentes, caudillos a su manera en un país
sin caudillismo, cada uno con sus propósitos y con su camino bien delimitado.
Creo haber conocido bien a Allende; no tenía nada de enigmático. En cuanto a Frei, me tocó ser
colega suyo en el senado de la república. Es un hombre curioso, sumamente premeditado, muy alejado de
la espontaneidad allendista. No obstante, estalla a menudo en risas violentas, en carcajadas estridentes. A
mí me gusta la gente que se ríe a carcajadas (yo no tengo ese don). Pero hay carcajadas y carcajadas. Las
de Frei salen de un rostro preocupado, serio, vigilante de la aguja con que cose su hilo político vital. Es una
risa súbita que asusta un poco, como el graznido de ciertas aves nocturnas. Por lo demás, su conducta
suele ser parsimonioso y fríamente cordial.
Su zigzagueo político me deprimió muchas veces antes de que me desilusionara por completo.
Recuerdo que una vez me vino a ver a mi casa de Santiago. Flotaba en ese entonces la idea de un
entendimiento entre comunistas y demócrata—cristianos. Estos no se llamaban aún así, sino Falange
Nacional, un nombre horrendo adoptado bajo la impresión que les había causado el joven fascista Primo de
Rivera. Luego, pasada la guerra española, Maritain los influenció y se convirtieron en antifascistas y
cambiaron de nombre.
Mi conversación fue vaga pero cordial. A los comunistas nos interesaba entendernos con todos los
hombres y sectores de buena voluntad; aislados no llegaríamos a ninguna parte. Dentro de su natural
evasivo, Frei me confirmó su aparente izquierdismo de ese tiempo. Se despidió de mí regalándome una de
esas carcajadas que se le caen como piedras de la boca. "Seguiremos hablando", dijo. Pero dos días
después comprendí que nuestra conversación había terminado para siempre.
Después del triunfo de Allende, Frei, un político ambicioso y frío, creyó indispensable una alianza
reaccionaria suya para retomar al poder. Era una mera ilusión, el sueño congelado de una araña política. Su
tela no sobrevivirá; de nada le valdrá el golpe de estado que ha propiciado. El fascismo no tolera
componendas, sino acatamiento. La figura de Frei se hará cada año más sombría. Y su memoria tendrá que
encarar algún día la responsabilidad del crimen.
TOMIC
Me interesó mucho el partido demócrata—cristiano desde su nacimiento, desde que abandonó el
nombre inadmisible de Falange. Surgió cuando un grupo reducido de intelectuales católicos formó una élite
maritainista y tomista. Este pensamiento filosófico no me preocupó; tengo una indiferencia natural hacia los
teorizantes de la poesía, de la política, del sexo. Las consecuencias prácticas de aquel pequeño movimiento
se dejaron notar en forma singular, inesperada. Logré que algunos jóvenes dirigentes hablaran en favor de
la República española, en los grandes mítines que organicé a mi regreso de Madrid combatiente. Esa
participación era insólita; la vieja jerarquía eclesiástica, impulsada por el Partido Conservador, estuvo a
punto de disolver el nuevo partido. la intervención de un obispo precursor los salvó del suicidio político. La
declaración del prelado de Talca permitió la sobrevivencia del grupo que con el tiempo se transformaría en
el partido político más numeroso de Chile. Su ideología cambió totalmente con los años.
Después de Frei, el hombre más importante entre los demócrata—cristianos ha sido Radomiro Tomic.
Lo conocí en mi época de parlamentario, en medio de huelgas y giras electorales por el norte de Chile. Los
demócrata—cristianos de entonces nos perseguían (a los comunistas) para tomar parte en nuestros
mítines. Nosotros éramos (y seguimos siéndolo) la gente más popular en el desierto del salitre y del cobre,
es decir, entre los más sacrificados trabajadores del continente americano. De allí había salido Recabarren,
allí habían nacido la prensa obrera y los primeros sindicatos. Nada de ello habría existido sin los
comunistas.
Tomic era por esa época, no sólo la mejor esperanza de los demócrata—cristianos, sino su
personalidad más atrayente y su verbo más elocuente.
Las cosas habían cambiado mucho en 1964, cuando la democracia cristiana ganó las elecciones que
llevaron a Frei a la presidencia de la república. La campaña del candidato que triunfó sobre Allende se hizo
sobre una base de inaudita violencia anti comunista, orquestada con avisos de prensa y radio que buscaban
aterrorizar a la población. Aquella propaganda ponía los pelos de punta: las monjas serían fusiladas; los
niños morirían ensartados en bayonetas por barbudos parecidos a Fidel; las niñas serían separadas de sus
padres y enviadas a Siberia. Se supo más tarde, por declaraciones hechas ante la comisión especial del
senado norteamericano, que la CIA gastó veinte millones de dólares en aquella truculenta campaña de
terror.
Una vez ungido presidente, Frei hizo un presente griego a su único y gran rival en el partido: designó
a Radomiro Tomic como embajador de Chile en los Estados Unidos. Frei sabía que su gobierno iba a
renegociar con las empresas norteamericanas del cobre. En ese momento todo el país pedía la
nacionalización. Como un experto prestidigitador, Frei cambió el término por el de "chilenización" y remachó
con nuevos convenios la entrega de nuestra principal riqueza nacional a los poderosos consorcios Kennecot
y Anaconda Copper Company. El resultado económico para Chile fue monstruoso. El resultado político para
Tomic fue muy triste: Frei lo había borrado del mapa. Un embajador de Chile en los Estados Unidos, que
hubiese colaborado en la entrega del cobre, no sería apoyado por el pueblo chileno. En las siguientes
elecciones presidenciales, Tomic ocupó penosamente el tercer lugar entre tres candidatos.
Poco después de renunciar a su cargo de embajador en USA, a comienzos de 1971, Tomic vino a
verme en Isla Negra. Estaba recién llegado del Norte y aún no era oficialmente candidato a la presidencia.
Nuestra amistad se había mantenido en medio de las marejadas políticas, como se mantiene todavía. Pero
difícilmente pudimos entendernos aquella vez. El quería una alianza más amplia de las fuerzas progresistas,
sustitutivas de nuestro movimiento de Unidad Popular, bajo el título de Unión del Pueblo. Tal propósito
resultaba imposible; su participación en las negociaciones cupríferas inhabilitaba su candidatura ante la
izquierda política. Además, los dos grandes partidos básicos del movimiento popular, el comunista y el
socialista, eran ya mayores de edad, con capacidad para llevar a la presidencia a un hombre de sus filas.
Antes de marcharse de mi casa, bastante desilusionado por cierto, Tomic me hizo una revelación. El
ministro de Hacienda demócrata—cristiano, Andrés Zaldívar, le había mostrado documentalmente la
bancarrota de la realidad económica del país en ese momento. —Vamos a caer en un abismo —me dijo
Tomic—La situación no da para cuatro meses más. Esto es una catástrofe. Zaldívar me ha dado todos los
detalles de nuestra quiebra inevitable.
Un mes después de elegido Allende, y antes de que asumiera la presidencia de la república, el mismo
ministro Zaldívar anunció públicamente el inminente desastre económico del país; pero esta vez lo atribuyó
a las repercusiones internacionales provocadas por la elección de Allende. Así se escribe la historia. Por lo
menos así la escriben los políticos torcidos y oportunistas como Zaldívar.
ALLENDE
Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo. De los desiertos del salitre, de las minas
submarinas del carbón, de las alturas terribles donde yace el cobre y lo extraen con trabajos inhumanos las
manos de mi pueblo, surgió un movimiento liberador de magnitud grandiosa. Ese movimiento llevó a la
presidencia de Chile a un hombre llamado Salvador Allende para que realizara reformas y medidas de
justicia inaplazables, para que rescatara nuestras riquezas nacionales de las garras extranjeras.
Donde estuvo, en los países más lejanos, los pueblos admiraron al presidente Allende y elogiaron el
extraordinario pluralismo de nuestro gobierno. jamás en la historia de la sede de las Naciones Unidas, en
Nueva York, se escuchó una ovación como la que le brindaron al presidente de Chile los delegados de todo
el mundo. Aquí, en Chile, se estaba construyendo, entre inmensas dificultades, una sociedad
verdaderamente justa, elevada sobre la base de nuestra soberanía, de nuestro orgullo nacional, del
heroísmo de los mejores habitantes de Chile. De nuestro lado, del lado de la revolución chilena, estaban la
constitución y la ley, la democracia y la esperanza.
Del otro lado no faltaba nada. Tenían arlequines y polichinelas, payasos a granel, terroristas de
pistola y cadena, monjes falsos y militares degradados. Unos y otros daban vueltas en el carrusel del
despacho. Iban tomados de la mano el fascista Jarpa con sus sobrinos de "Patria y Libertad", dispuestos a
romperle la cabeza y el alma a cuanto existe, con tal de recuperar la gran hacienda que ellos llamaban
Chile. Junto con ellos, para amenizar la farándula, danzaba un gran banquero y bailarín, algo manchado de
sangre; era el campeón de rumba González Videla, que rumbeando entregó hace tiempo su partido a los
enemigos del pueblo. Ahora era Frei quien ofrecía su partido demócrata—cristiano a los mismos enemigos
del pueblo, y bailaba al son que éstos le tocaran, y bailaba además con el ex coronel Viaux, de cuya
fechoría fue cómplice. Estos eran los principales artistas de la comedia. Tenían preparados los víveres del
acaparamiento, los "miguelitos", los garrotes y las mismas balas que ayer hirieron de muerte a nuestro
pueblo en Iquique, en Ranquin, en Salvador, en Puerto Montt, en la José María Caro, en Frutillar, en Puente
Alto y en tantos otros lugares. Los asesinos de Hernan Mery bailaban con los que deberían defender su
memoria. Bailaban con naturalidad, santurronamente. Se sentían ofendidos de que les reprocharan esos
"pequeños detalles".
Chile tiene una larga historia civil con pocas revoluciones y muchos gobiernos estables,
conservadores y mediocres. Muchos presidentes chicos y sólo dos presidentes grandes: Balmaceda y
Allende. Es curioso que los dos provinieran del mismo medio, de la burguesía adinerada, que aquí se hace
llamar aristocracia.
Como hombres de principios, empeñados en engrandecer un país empequeñecido por la mediocre
oligarquía, los dos fueron conducidos a la muerte de la misma manera. Balmaceda fue llevado al suicidio
por resistirse a entregar la riqueza salitrera a las compañías extranjeras.
Allende fue asesinado por haber nacionalizado la otra riqueza del subsuelo chileno, el cobre. En
ambos casos la oligarquía chilena organizó revoluciones sangrientas. En ambos casos los militares hicieron
de jauría. Las compañías inglesas en la ocasión de Balmaceda, las norteamericanas en la ocasión de
Allende, fomentaron y sufragaron estos movimientos militares.
En ambos casos las casas de los presidentes fueron desvalijadas por órdenes de nuestros
distinguidos "aristócratas". Los salones de Balmaceda fueron destruidos a hachazos. La casa de Allende,
gracias al progreso del mundo, fue bombardeada desde el aire por nuestros heroicos aviadores.
Sin embargo, estos dos hombres fueron muy diferentes. Balmaceda fue un orador cautivante. Tenía
una complexión imperiosa que lo acercaba más y más al mando unipersonal. Estaba seguro de la elevación
de sus propósitos. En todo instante se vio rodeado de enemigos. Su superioridad sobre el medio en que
vivía era tan grande, y tan grande su soledad, que concluyó por reconcentrarse en sí mismo. El pueblo que
debía ayudarle no existía como fuerza, es decir, no estaba organizado. Aquel presidente estaba condenado
a conducirse como un iluminado, como un soñador: su sueño de grandeza se quedó en sueño. Después de
su asesinato, los rapaces mercaderes extranjeros y los parlamentarios criollos entraron en posesión del
salitre: para los extranjeros, la propiedad y las concesiones; para los criollos, las coimas. Recibidos los
treinta dineros, todo volvió a su normalidad. La sangre de unos cuantos miles de hombres del pueblo se
secó pronto en los campos de batalla. Los obreros más explotados del mundo, los de las regiones del norte
de Chile, no cesaron de producir inmensas cantidades de libras esterlinas para la city de Londres.
Allende nunca fue un gran orador. Y como estadista era un gobernante que consultaba todas sus
medidas. Fue el antidictador, el demócrata principista hasta en los menores detalles. Le tocó un país que ya
no era el pueblo bisoño de Balmaceda; encontró una clase obrera poderosa que sabía de qué se trataba.
Allende era un dirigente colectivo; un hombre que, sin salir de las clases populares, era un producto de la
lucha de esas clases contra el estancamiento y la corrupción de sus explotadores. Por tales causas y
razones, la obra que realizó Allende en tan corto tiempo es superior a la de Balmaceda; más aún, es la más
importante en la historia de Chile. Sólo la nacionalización del cobre fue una empresa titánica, y muchos
objetivos más que se cumplieron bajo su gobierno de esencia colectiva.
Las obras y los hechos de Allende, de imborrable valor nacional, enfurecieron a los enemigos de
nuestra liberación. El simbolismo trágico de esta crisis se revela en el bombardeo del palacio de gobierno;
uno evoca la Blitz krieg de la aviación nazi contra indefensas ciudades extranjeras, españolas, inglesas,
rusas; ahora sucedía el mismo crimen en Chile; pilotos chilenos atacaban en picada el palacio que durante
dos siglos fue el centro de la vida civil del país.
Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que
llevaron a la muerte a mi gran compañero el presidente Allende. Su asesinato se Mantuvo en silencio; fue
enterrado secretamente—sólo a su viuda le fue permitido acompañar aquel inmortal cadáver. La versión de
los agresores es que hallaron su cuerpo inerte, con muestras visibles de suicidio. La versión que ha sido
publicada en el extranjero es diferente. A renglón seguido del bombardeo aéreo entraron en acción los
tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente contra un solo hombre: el presidente de la república de
Chile, Salvador Allende, que los esperaba en su gabinete, sin más compañía que su gran corazón envuelto
en humo y llamas.
Tenían que aprovechar una ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque jamás renunciaría a su
cargo. Aquel cuerpo fue enterrado secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la
sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en sí misma todo el dolor del mundo. Aquella
gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las ametralladoras de los soldados de
Chile, que otra vez habían traicionado a Chile.
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